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El peligro de la inteligencia (artificial o no)

El peligro de la inteligencia (artificial o no)

“Cuando mi existencia y la del mundo ya no son sostenibles por la razón, entonces me suelto y sigo una verdad latente, la sensualidad vital de estructuras nítidas”.

Clarice Lispector

Vivimos en una cultura que se ha venido gestando desde hace un poco más de 2,000 años. Este modo de existir nuestro (occidental), de producción, de consumo, de independencia, de desconexión, de utilitarismo, de ciencia, de cálculos y algoritmos, parte del frenesí –de la omnipotencia– de una sola cualidad humana: la inteligencia. Me refiero a inteligencia como una de las capacidades para aprender y para aplicar ese aprendizaje; como aquella facultad que, siguiendo a Bergson, corta, divide y organiza (en vez de reconocer la continuidad y el flujo de lo real) para comprender. Una aptitud que ha resultado enemiga de la vida porque, por sí misma, de manera absoluta y aislada, no puede comprender la existencia. 

El reduccionismo de la vida a lo inteligible –a un solo modelo (abstracto, fantasmal) de comprensión de la realidad, que no toma en cuenta a los sentidos, las sensaciones y la espacialidad (lo orgánico)– ha establecido de manera hegemónica el desprecio al conocimiento que se obtiene por el cuerpo. Como acertadamente lo denunció Nietzsche

“Instrumento de tu cuerpo es (…) tu pequeña razón. (Pero) Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría”.[1] 

El odio (platónico) al cuerpo se manifestó a través de una promesa metafísica (persistente aún) que da origen al sujeto basado en el logos. Este ser se concibe como totalidad (lo abarca todo) y se identifica de manera absoluta con el pensamiento, como si fuese únicamente lo que piensa

En un espacio (el mundo) en el que supuestamente habitan puros entes pensantes, existencias con espíritus teóricos (afirma Hegel), formas cavilantes: los cuerpos son irrelevantes. Se trata de cuerpos sin cuerpo: aparecidos. Me refiero a un mundo espectral. Antonio Negri, a propósito del modelo que propone Descartes, habla de un mundo embrujado: “un mundo de puras relaciones entre magnitudes, sin cuerpo”.[2]

En este espacio cartesiano el ser se reduce al «yo pienso» y, de esta manera, la inteligencia soporta toda la dignidad ontológica del sujeto. Somos, nada más, sustancias pensantes. Al negarse, así, la realidad del cuerpo, se suscita un proceso de desrealización del mundo. Se desea la certeza del yo, pero únicamente a través de una de sus facultades, lo que da lugar a un universo muy reducido.

Las relaciones en este mundo embrujado impiden una conexión efectiva con dicho mundo. El «yo pienso» es solitario (es un Hamlet atrapado en la cavilación de ser o no ser) porque hay una oposición entre la certeza del yo –solo a través del pensamiento– y un mundo por legitimar. En su insistencia por apartar la mente del cuerpo, Descartes escinde la relación con el mundo. En la exigencia de construir un horizonte científico, el ímpetu humano se derrumba.

El razonamiento cartesiano introduce un ataque a la concepción general de la relación entre razón y cosmos. (…) El mundo está separado del sujeto. Está separado de la posibilidad de funcionar como proyección y continuidad del hombre. (…) Se configura más bien como obstáculo, como límite. La potencia humana se ha desplomado ante el mundo.[3] 

Consecuente con su frialdad fantasmagórica, el humano pensante considera al cerebro como una computadora y todo lo existente se ajusta como información traducible en estructuras y prototipos. La inteligencia, el «yo pienso», se cree, puede resolverlo todo. Surgen entonces, de manera inevitable, aparatos eficientes, rápidos, específicos, útiles, hábiles, predictivos, capaces de competir e incluso ganar en todo (lo intelectual) a los seres humanos.

Es casi increíble que la computadora llamada Deep Blue lograra el triunfo sobre el campeón mundial del ajedrez Garri Kasparov en una partida en la que el artefacto pudo resolver todos los problemas técnicos del juego. Esto ha sido celebrado por aquellos fantasmas cegados por el delirio de lo postorgánico. Sin embargo, lo que estos espectros no logran percibir (porque la percepción sutil es una facultad del cuerpo) es que la máquina, como afirma el filósofo Miguel Benasayag, no tiene la posibilidad de desear[4] jugar. Ahí, justamente ahí, está la fisura de la inteligencia.

Ante esta crisis, en la que la inteligencia (una sola de las capacidades humanas, ya dijimos) quiere generar todavía más formas de pensamiento, ahora para las máquinas, algunos nos detenemos a mirar el paisaje que nos proponía Spinoza. Recordamos que para él no hay diferencia entre lo que llamamos natural y artificial. El artificio, escribió, es parte de la naturaleza. Así, no habría una distinción entre inteligencia (orgánica) e inteligencia artificial. Las dos (si es que son dos) prescinden de los ritmos vitales (de un cuerpo) y del delicado entramado entre todo lo que existe.

Evocamos, también, que para el filósofo neerlandés no puede definirse lo humano a partir de su capacidad racional sino por su corporalidad. El cuerpo como un modo que se define por sus relaciones de movimiento y de descanso, de calma y velocidad; un cuerpo como aquello que cuenta con la capacidad de afectar a otros cuerpos o de ser afectado por ellos; los cuerpos como sustancias danzantes, como “una sinfonía de la naturaleza”.[5] 

Lo que quiero decir en contra de la inteligencia (se califique como se califique) es que hay otras posibilidades de concebir y vincularse con el mundo. Los seres vivos no podemos ser reducidos a categorías y mucho menos a existencias fantasmagóricas. Nuestro mundo no es del tamaño de nuestro pensamiento. No todo sucede en la cabeza.

En un ensayo bellísimo titulado “¿Qué se siente ser murciélago?”,[6] el filósofo de la mente (¡de la mente!) Thomas Nagel explica: podemos saber que los murciélagos (quirópteros) son mamíferos, que se guían en el mundo por vibraciones, (ecolocalización), que poseen varios hábitats como las cuevas, los árboles, los lugares huecos, oscuros y húmedos, que cuentan con múltiples articulaciones, que mientras aprenden a volar los carga su madre, que se alimentan de insectos, etc.; podemos imaginar todo esto pero nunca tendremos una fenomenología (nuestra propia experiencia corporal) de lo que es ser murciélago; así que nunca –nunca– vamos a saber lo que se siente ser murciélago.

Que la complejidad y el misterio de la existencia, el saber qué se siente ser esto o aquello, pueda ser resuelto y vivido (¡vivido!) por un “mamotreto”,[7] es imposible. Los “nuevos demiurgos”[8] y sus partidarios se equivocan de manera fatal cuando consideran que un aparato inteligente puede sustituir a un ser vivo. Fallan los que sujetan su humanidad y su vida entera a la capacidad racional y desbarran los que insisten en aumentar esta facultad en lugar de explorar otras. El mismo Descartes, en sus Meditaciones metafísicas, se desmorona cuando acepta que es, tan solo, un hombre, y que nada le gustaría más que sentarse junto al fuego de una hoguera.

No les digo «piénsenlo» sino «siéntanlo».

Bibliografía


Notas

[1] Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra (Madrid: Alianza, 2019) 74-79.

[2] Antonio Negri, Descartes político (Madrid: Akal, 2008), 127.

[3] Antonio Negri, Descartes político, 99.

[4] Énfasis mío.

[5] Gilles Deleuze, Spinoza, Practical Philosophy (San Francisco: City Lights Books, 1988), 126.

[6] Thomas Nagel, “What is it like to be a bat?”, en Mortal Questions (Cambridge: Cambridge University Press, 2012), 165-180.

[7] Palabra utilizada por Miguel Benasayag. Véase La singularidad de lo vivo (Buenos Aires: Prometeo, 2019).

[8] Benasayag, La singularidad…, 21

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2 Comments

  1. Aristoteles Nuñez

    Paradójicamente mucho que pensar del contenido. Una época de sensaciones y pensamientos amenazados por la facilidad artificial podría terminar por atrofiar esa capacidad que nos distingue.

  2. Anayansi Zozaya

    Algunos piensan que somos el Homo sapiens (las mujeres ya quedamos fuera con esa categorización). Otros hablan del homo ludens (volvimos a ser excluidas). Qué nos distingue de otros animales? Hoy pienso que la maldad. El acto deliberado de causar daño nada más porque sí, porque los poderosos pueden.

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