Recién terminaba el partido entre el Barcelona y el Atleti, dos equipos de estilos completamente distintos, y la discusión era apasionada pero amistosa. Yo, que nunca jugué al fútbol más allá de las cascaritas, soy aficionado, pero sin excesos. Lo sigo por motivos estéticos. No tengo equipo, pero, normalmente, me inclino por los que van al ataque y tratan a la pelota como a la novia: con cariño. De chico, el juego me divertía enormemente, aunque no tenía facultades como para tomarlo en serio. Además, me gustaban también otras cosas -sobre todo, la lectura, porque ahí podía saltar y correr entre lugares y épocas distantes- pero tuve amigos que sí eran buenos. Algunos hasta llegaron a la tercera profesional hace ya mucho tiempo.
Esa tarde acudimos a casa de uno de ellos que -eso sí- prepara un asado de clase mundial, para ver el partido primero, y luego disfrutar la especialidad del anfitrión; por supuesto, con unas cervezas de por medio.
A la mujer de Miguel no le agrada demasiado tener a una bola de holgazanes en su casa, viendo el fut y llenándole la planta baja de risas, sobras de botanas y botellas de cerveza; pero lo soporta con estoicismo y hasta con gracia. Al Mike sólo le toca ser anfitrión dos veces al año, y ella ha tenido que ceder.
Éramos cinco los invitados, pero a uno de ellos lo conocí esa tarde. Era un viejo conocido del Mike que por años fue visor de jugadores, y que ahora era propietario de un taller automotriz y asesoraba al equipo local de segunda profesional. Tenían mucho de no verse, pero coincidieron casualmente en una plaza y el Mike lo invitó al convivio. Jorge Luis trabajaba para el Atlas cuando Lavolpe ordenó aquel famoso visoreo por todo el país. En ese entonces eso no se hacía. Y seguía relacionado al fútbol porque para él no era un trabajo; de todos modos, continuaba viendo partidos de juveniles y ligas inferiores por puro gusto. Fue él quien sacó al Pato Gómez de la primera estatal y lo llevó al campamento regional del Atlas. Lo demás es historia.
Tenía buen ojo, pero los jugadores -ya se sabe- son seres humanos. Llegar a primera es complicado, y triunfar, más. Y claro, también hay muchos intereses de por medio. La mayoría de los que recomendó no llegaron porque así es el fútbol: casi nadie llega, y muchos menos la rompen como la rompió el Pato; que era un mago. Jorge Luis tenía unos sesenta años y físicamente me recordaba al famoso flaco argentino.
Mientras nosotros discutíamos el partido con entusiasmo, él permanecía callado, sonriendo de vez en cuando y dando sorbos a su cerveza, hasta que -entre bromas- demandamos su opinión. La discusión -dado lo antagónico de los estilos que acabábamos de ver desplegados en el campo- había confrontado el pragmatismo de la victoria a toda costa con la exigencia estética de los equipos grandes y -después de algunas cervezas y bastante botana- había desembocado en el tema de la esencia del fútbol, o algo como eso.
-Se han puesto filosóficos. -Nos dijo sonriendo, y agregó:
-El fútbol está hecho de palabras solamente del campo hacia afuera. – El barullo de la sala se convirtió en silencio; ya tenía nuestra completa atención, y continuó:
– Cuando uno no juega, pero se dedica al fútbol, no hace más que pensar ¿saben? Conocí hace años un jugador que me dejó un recuerdo imborrable. Ese chico se me quedó grabado porque lo que vi en él -créanme- se ve pocas veces en una vida, y quizá ninguna. Me parece que se relaciona con el tema. Pero no crean que hablo de un profesional, no -no lo era- y como yo lo veo, eso ni es relevante. A ese muchacho lo vi por primera vez en una final de copa de la primera estatal. Uno patea mucha tierra. Yo había venido acá por el Pato, que tenía quince y del que me hablaban maravillas. Jugaban en el mismo equipo, pero este chico… González, estaba ya cerca de los treinta y a esa edad no se puede empezar una carrera en el fútbol. En ese entonces, la primera estatal ya era semiprofesional y muchos cobraban, y bien; pero González jugaba por gusto. Ganaba sus pesos haciendo trabajitos de aluminio -suficiente para él estando soltero- y como era su propio jefe, podía dedicarle tiempo al juego. Hasta aquí nada extraordinario ¿no?
– Aquella final comenzó muy pareja, pero casi al terminar el primer tiempo el Pato hace una de esas jugadas que luego todo el mundo disfrutó, y terminó en gol como casi siempre. Cero a uno el marcador -porque estaban de visita- y al Pato que le tocan las pelotas cuando empezaba a festejar y tira un veletazo. Roja y para afuera. ¿Pueden creerlo? Un niño. Ese día los albicelestes la traían chueca. Uno de sus dos mediocentros ya tenía cuarenta años y se les lesiona nomás reanudan el partido. El otro era González. El director técnico tira entonces de un delantero de esos que dan pena, y se quedan con un cuatro–tres–dos; pero antes del medio tiempo el lateral derecho ya se arrastraba por el campo; andaba crudo. Un irresponsable. No lo cambiaron porque en la banca no había nada mejor ni estando buenos y sanos; otro hueco, pues.
– Al medio tiempo todavía cero a uno. Cuando regresaron no hubo cambios. El técnico se la jugó con lo mejor que tenía, pero los rojiblancos ya habían olido sangre: eran campeones defensores y encima, locales; eso pesa. Sobre todo, cuando la grada está llena de enardecidos aficionados rojiblancos y nada la divide del campo. Pude haberme ido antes de la reanudación, pero a mí me gusta este jueguito y el partido estaba interesante.
– Lo que sucedió después se me quedó grabado en la memoria porque este chico González se echó el equipo al hombro de una forma casi sobrehumana. Pensarán que exagero, que soy un viejito chocho y los recuerdos me traicionan; no, no es así. Nunca vi nada parecido; en ningún campo. Antes de que su equipo estuviera en semejante desventaja lo veía a González como un tipo inteligente y muy correcto con el balón. Pero ese segundo tiempo fue algo que difícilmente se puede describir: física, técnica y mentalmente hizo lo que tres o cuatro jugadores; y ganaron el partido uno a dos.
– Al pitazo final, sus compañeros y cuerpo técnico corrieron a felicitarlo efusivamente. El tipo no hizo demasiados aspavientos, les devolvió el saludo a todos, brincó y cantó un poco, y luego se fue para la banca en medio de la algarabía de sus compañeros y los pocos aficionados de su equipo que se atrevieron a estar presentes. Pero esos pocos se acuerdan aún, y sus compañeros también. Con el Pato lo conversé alguna vez. Un fenómeno -si hubiera sido torero lo habrían sacado en hombros- pero ya viejo para este juego.
– Unos días después, leí en El Diario una entrevista que concedió el capitán de los rojiblancos con motivo de su retiro. Este amigo decía que en su trayectoria había enfrentado jugadores que parecían estar drogados. Con la final tan reciente, me pareció un comentario de mala leche. Sé que con González no fue el caso, porque cuando se retiraba del campo ese día, me acerqué a saludarlo y platiqué con él hasta llegar al estacionamiento. Lo vi a los ojos. El tipo estaba más sobrio que yo. Luego se subió a un vehículo sin techo donde llevaban el trofeo y se fue a celebrar junto con sus compañeros. -Jorge Luis hizo una breve pausa, le dio un sorbo a su cerveza y continuó diciendo:
– Ya saben que poco después me llevé al Pato al Atlas, y lo representé; que estuve alejado de aquí varios años. La vida te va llevando. Y tampoco es que haya pensado demasiado en ello, pues González no era un talento aprovechable.
– Ser profesional del fútbol conlleva algunos sacrificios, entre ellos, residir a veces en lugares que a uno no le gustan. Pero cuando llegó para mí el momento de parar, decidí venir a vivir acá, pues me enamoré de esta tierra, que si no fuera por el calor sería el paraíso. Ya instalado en casa y con el taller recién inaugurado, el Pato me invitó a ver un partido del recuerdo. Él y un par de excompañeros de aquel equipo campeón de primera estatal lo organizan, en coordinación con algunos jugadores rojiblancos; pero en este caso, ya que eran puros veteranos, el listado incluyó jugadores de distintas generaciones que ellos consideraron habían dejado huella en sus equipos. González estaba en la lista, pero nadie le avisó porque no seguían frecuentándose. Tal vez ni pensaban que asistiría y aun así decidieron ponerlo; como un pequeño homenaje. Pero González se presenta al partido porque alguien del otro equipo lo contactó; algo para llamar la atención. Habían pasado casi veinte años de aquella final de copa.
– Aquella tarde los albicelestes estaban mermados, pues hablamos de jugadores de entre cuarenta y cincuenta y cinco años; y muchos fuera de forma. Además, los rojiblancos se presentan con refuerzos no convocados y más jóvenes. Los partidos amistosos no existen, y menos entre dos equipos con esa rivalidad. Los rojiblancos esta vez anotan primero. González en ese entonces tenía más de cuarenta y cinco, pero lo volvió a hacer. Si dijera que fue un partido para enmarcar de González me quedaría corto -uno puede enmarcar una foto y luego olvidarse de ella, aunque le pase enfrente a diario- fue un partido para el recuerdo. ¿De quién? De nosotros, el puñado de ojos que lo vimos ese día; incluyendo los rivales. Si a uno le gusta el fútbol esos momentos ya no se olvidan. Sus compañeros de menor edad ni lo conocían a González porque se retiró al año siguiente de aquella final de copa -después del ganar la liga- y nunca volvió a un campo. ¡Un fenómeno les digo! Veinte años después los viejitos albicelestes lo ganan de nuevo. Ovaciones de sus compañeros y los poquísimos aficionados presentes, y él tranquilo. Yo, que lo vi desde la grada, bajé a felicitarlo. Luego compartimos unas cervezas con su equipo, en el vestidor, y nos despedimos. – Jorge Luis calló un momento mientras le daba un par de tragos a su cerveza. – ¿Qué pasa mi Yorch? – Le dijo Mike. – No me salgas con que eso es todo. -Soltamos una carcajada. Jorge Luis rio con nosotros, y luego dijo:
-No, no, sólo ordenaba mis pensamientos. Se preguntarán por qué no les he hablado de Pelé o Maradona, o del tiki taka, sino de un chico local que nunca salió en la tele y sólo lo conocen los pocos que lo vieron jugar acá. Dicen que el hubiera no existe, pero yo digo que existe para imaginar realidades distintas; mejores o peores; o de las otras. Imagino que si Messi hubiera nacido en Nepal hubiera sido sherpa, y que si el Pato hubiera nacido treinta años antes, no hubiera pasado de la primera estatal. También, que si hubiera diamantes tirados por las calles no valdrían un pepino, porque apreciamos lo escaso, lo extraordinario y lo intenso. González fue extraordinario, aunque tal vez para serlo tuvo que llegar a los treinta años, en un llano no muy lejos de aquí. Y aunque sólo lo hubiera sido esas dos veces que conté, lo fue y yo estuve ahí; y no lo he olvidado. Es lo que quería decir.
– Pues tú también te has puesto filosófico. – Le dijo el Mike, y todos reímos. Luego, nuestro anfitrión nos invitó a salir al patio, donde las brasas ya estaban encendidas, para continuar la plática mientras él asaba las carnes.
Era de noche y se apreciaban las estrellas. El fuego, y el olor de la grasa y la carne me recordaron los festines aqueos en las playas de Ilión. A Aquiles, el de los pies ligeros, que por breves pero deslumbrantes instantes vivió entre los hombres, y todavía perdura en los versos homéricos. Pensé también en la guerra industrializada, y en cuántos Aquiles podría aniquilar ahora un tipo completamente ordinario, dotado únicamente de poca conciencia y un dedo para apretar un botón. Recordé que el fútbol surge como deporte organizado en siglo XIX -un siglo caracterizado por los descubrimientos científicos y la industrialización que llevó grandes cantidades de personas del campo a trabajar en las fábricas- y que es un juego donde se corre, se salta, se patea, se empuja y se está en contacto con la tierra, la hierba y el cielo; donde se usa el cuerpo.
Kundera alguna vez dijo que en el siglo de los descubrimientos científicos Flaubert descubrió la necedad. La necedad luego se mostró implacable en dos guerras que mataron a millones de personas; y tiene ahora al mundo al borde del colapso. Pero a menos que se invente un arma como la Estrella de la Muerte, el planeta seguirá; las hormigas; cucarachas; virus y bacterias seguirán; los océanos y nubes seguirán; el universo seguirá; por eso no hay que preocuparse. Mientras tanto, el fútbol se ha industrializado, y en el mundo actual hay menos magia, pero más técnica.
Aquella noche estrellada, viendo el fuego crepitar, y aspirando el humo que me comunicaba esencias de madera y de sangre y carne, pensé que el fútbol es épica sin riesgo de muerte; que está emparentado con la danza, el teatro, el malabarismo, el circo romano, los ritos y el carnaval; que aspira a la ejecución automática, a ser uno con el juego como lo son los músicos con la melodía que interpretan -a alcanzar el silencio- y por eso solamente está hecho de palabras del límite del campo hacia afuera; que puede a veces mostrarnos la magia y, en contadas ocasiones, expresar lo indecible. Pero para el verdadero amante vale la pena la espera. Porque lo que nos muestran los grandes es el poder de la imaginación desplegándose ante nosotros, y desvelándonos una realidad sólida pero distinta. Los magos ven claramente donde los demás no; son los portadores del fuego en un mundo oscuro y frío.
Pensé que el fútbol es una de las formas de la felicidad, que su esencia es el exceso, y por eso también puede llegar a ser enfermizo; pero esto porque además el hombre tiene talento para envilecer hasta lo sagrado. Y también que el soberbio y excesivo Aquiles tuvo, en aquella antigüedad primigenia donde los semidioses caminaban junto a los hombres, a Homero y su alta poesía.
En estos tiempos mecánicos, repetitivos y deslustrados donde lo extraordinario se extingue, González tuvo estas limitadas palabras; y por eso, humildemente, me disculpo.
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