La tarea encomendada era muy concreta: debía darle vida a las últimas palabras de un muerto. Saí acopió aliento, se repitió por enésima vez «es necesario…» y, con la cabeza gacha, sintió el aceite bañarlo. Su cabeza ya tonsurada y luego sus ropas de lino quedaron sepultadas por el líquido, igual que su pasado. «Ya no existe el Heraldo Saí —pensó, con un ramalazo de angustia—, Sacerdote Saí. Es necesario», concluyó. El silencio ceremonial aplacaba su aturdimiento. Aquel día, cuando Su Majestad feneció y el Trono quedó vacío, los cotilleos y los ardides de la Corte Real, donde cada quien buscaba sacar ventaja de la situación, le dejaron en claro que el Palacio ya no era su lugar. Presentó el documento; la carta lacrada con el sello del difunto Rey, y decidió unirse a La Fe, para colaborar en la búsqueda del nuevo Ungido, el nuevo Monarca. Recitó un discurso tan vacío como el Trono y prometió servir perpetuamente al dios Eterno. Lo vistieron a la usanza de los Sacerdotes de la Capital, sin escatimar en pomposidad: un efod con piedras preciosas engarzadas e hilos de plata y oro, una capa celeste pesada e incómoda, prendida al hombro por un broche ornamentado con azurita que tenía la forma de un reloj de arena vacío; el símbolo de la eternidad. La ausencia de tiempo. Y, por último, como obsequio de bienvenida, le colgaron al cuello un collar elaborado por el orfebre que trabajaba para La Fe.
—Será vuestro sello. Si vertís cera para proteger un pergamino dentro de un sobre y deseáis que su secreto sea cuidado, este medallón fungirá como estampa —le dijo el que oficiaba la ceremonia—. Ahora, os uniréis a la Orden Peregrina, y buscaréis un nuevo líder para nuestro pueblo —Saí asintió y, sin dilación, cruzó de punta a punta el salón, abandonando el bullicio reverberante de las mentadas estancias. Aquellas altas galerías, también las escalinatas al pie del Trono y las arcadas que flanqueaban el amplio mosaico que embellecía el piso de mármol, todo ese edificio excelso y maravilloso, siempre estaba atestado de cortesanos, igualmente, invadido por ecos y conversaciones silenciosas. Pero le evocaba soledad. No importa cuántas nobles Casas acudieran cada día o cuántos blasones hubiese, uno se perdía en la desproporcionada dimensión de las altísimas y vastas estancias. Mientras el Trono estuviera frío, el Palacio temblaría. Si cada advenedizo Señor y cada altiva Dama buscaba sus intereses mezquinos, no importaba el número de personas arremolinadas en la colorida luz de los vitrales o el mortecino brillo de las antorchas, cada quién estaba ausente, completamente solo, con la mirada fija en el codiciado asiento. ¿Por qué no ungir a alguien noble de la Capital de inmediato? Esa pregunta emponzoñó el ambiente y sembró intrigas. Saí partió al Templo, hastiado de su antiguo hogar. Pero tampoco pensaba permanecer en el Templo: dejaría la Capital al día siguiente. «Peregrino», se recordó. Sabía que no viviría en paz hasta que hubiera un nuevo Rey. Y parecía el único con una inquietud sincera al respecto, porque no quería el puesto para él, quería proveer de paz y equilibrio al Reino. Anhelaba cumplir la promesa que hizo como Heraldo antes de ver morir al viejo Rey en su lecho; entregarle la carta, el documento sellado al futuro gobernante, y solamente a él. Si permanecía en la ciudad, no pasaría mucho tiempo hasta que alguien exigiera leer el pergamino. Y por honor, lealtad y solemne deber, Saí no podía permitirlo.
—De más me habría servido un caballo, no un collar… —refunfuñó mientras conseguía montura a las afueras de los muros, cuando nacía un nuevo día. Le hubiese complacido mirar con añoranza la ciudad por última vez, pero su atención estaba en el horizonte. Había decidido no abusar de la hospitalidad de La Fe (o eso les dijo como pretexto suficiente para irse rápido), y prefirió un dosel de ramas y hojas para pasar su segunda noche como Sacerdote. Arrellanado contra el tronco de un árbol, dio la espalda a su antiguo hogar. Ancha y regular, aunque muy hollada, la estrada que cruzó en la mañana no le deparó sorpresas. Los imprevistos aguardaban del otro lado del bosque que atravesaba.
—Pero… ¿Qué demonios hace aquí, maese? —le preguntó un guardia mientras Saí apeaba del caballo dócil que se había conseguido.
—Voy al Este —explicó, pero la mirada apremiante del hombre que avanzaba hacia él con paso de sonido acerado y el brillo de su armadura bruñida le hizo entender que debía ser más claro—. Soy de la Orden Peregrina. Hay Hermanos marchando hacia el Norte y el Sur también. ¿Qué no saben que estamos sin Rey? —dijo como reproche. Los Peregrinos cumplían la ingrata tarea de coronar y presentar ante la Corte al elegido. Saí viajaba con premura, porque sabía que sus «Hermanos» recibirían cuantiosas ofertas por decir que el Eterno les reveló que un Señor rico debía reinar. Él quería encontrar al correcto.
—¿Y vosotros no sabéis que cuando un Reino está acéfalo es más propenso a ataques? —el soldado señaló una empalizada en formación. También había hombres cavando trincheras.
—¿Esperáis un ataque? —preguntó Saí, acariciando nervioso las crines de su caballo.
—Uno inminente —el soldado estaba cada vez más cerca pero sonó lejano por alguna razón—, ¿no os advirtieron en la Capital? —Saí negó con la cabeza y el guardia dijo con sorna—: Seguro no sois el Sacerdote favorito de la Corte —tenía sentido. El único en la Orden que desoyó cada soborno. El único en la Orden que era enviado a zona de guerra sin aviso alguno. A partir de ese punto, veló todo el trayecto. Aprensivo y vacilante, cabalgó intentando alejarse del eventual conflicto.
Los cuernos de guerra sonaron apenas despuntaba el alba. El cielo proceloso anunciaba lluvias, pero en lugar de gotas cayeron flechas. Aullaban y descendían a su espalda, clavándose en tierra. No buscaban un objetivo; eran una amenaza. Entonces, Saí alzó la vista: lejos, en el anfractuoso linde de los bosquecillos, asomó una miríada de estandartes extranjeros, con sus bestias y monstruos campeando en el viento. El grito fue el de una hueste inmensa, el joven sabía que había más guerreros de los que veía. «Invasores», concluyó. Y guio a su montura hacia los bosques; prefería enfrentar escollos y raíces traicioneras que un ejército pagano armado con acero y furia. Nuevas flechas empenachadas lo acosaban, pero ya no eran las que venían desde la ciudad con la intención de arredrar al enemigo; eran tiros mortales. Querían matarlo. Saí supo que le daban caza, pero no vio a sus perseguidores. De pronto, en un claro del bosque, una mujer ataviada con armadura de cuero y sosteniendo un escudo tachonado en una mano y una espada en la otra, le cortó el paso. No intercambiaron palabras, seguramente hablaban lenguas distintas. Saí no era un guerrero y, lamentablemente, ya no era Heraldo. Existía un pacto de honor que prohibía herir o matar Heraldos en una guerra, sin importar su procedencia, dado que a menudo, los Heraldos recorrían el campo de batalla e informaban sobre cuántos habían muerto y, fueran nobles o vasallos, a qué Casa o estandarte pertenecían. Llevaban estas noticias incluso a los enemigos, amparados por un salvoconducto. Pero el tabardo heráldico estaba guardado en la bolsa que cargaba su caballo y ahora vestía el efod sacerdotal. La mujer, de ojos inexpresivos como los avezados guerreros, dispensó una sonrisa taimada. Se acercó, puso su hoja al cuello de Saí y con ella levantó el medallón de La Fe que colgaba de una cadena de plata. Lo tomó con brusquedad. Luego, de dos tajos veloces y ágiles, derribó al caballo. Limpió la hoja ensangrentada en las ropas de Saí. Por último, silbó. Sonreía con fruición y maldad, apenas se notaba que era hermosa, porque antes que nada, era guerrera. Y en respuesta a su llamado, acudió el horror. Una estampida como de manada derribó un árbol, con una velocidad y un andar grácil que contradecía su tamaño, un Behemoth empequeñeció el bosque con su presencia. Los cuernos informes y desparejos estaban separados por una trompa enorme como un mástil y ligera como látigo. El pelaje negro azabache tapaba la malsana creación, pero los ojos diminutos perdidos en tal porte, inquietaban, porque a las claras el monstruo no se guiaba por la vista, lo hacía por el olfato. Era un depredador. La guerrera colgó el collar robado en uno de los cuernos y dejó que el Behemoth olfateara. Con una sonrisa, le señaló a Saí un punto lejano, como diciéndole que corriera. El muchacho entendió al instante que le daría un poco de ventaja; así la criatura podría perseguirlo. La mujer lo encontraba divertido. Con súbita decisión, Saí huyó.
No lo supo en un principio, pero descubrió en esos días aciagos la diferencia entre alejarse y avanzar. Sus pies andaban, sus manos desbrozaban, aunque se adentraba en frondosos bosques, temía a las raíces, y su cabeza siempre miraba sobre el hombro, porque el medallón y el cuerno lo perseguían. Marjales, ciénagas y ríos que vadear; no había sendero, solo anhelaba perder al monstruo tras él, y enrevesó el camino hasta fatigar su cuerpo y su mente. Y estuvo pendiente de su espalda. Días onerosos, noches en vela. Saí sobrevivía. Temía dejar huellas, así que cruzó aguas emponzoñadas y reptó como un animal; en otros tiempos, ante tales circunstancias, habría soñado con volar. Pero aquél Saí había muerto, ni sus ropas quedaban ni su antiguo oficio, incluso sus huellas perecían. Aún así, perseguía el alba: el Este era su destino. «El Este es mi sino» pensaba, pesaroso. Dejó pueblitos y montañas detrás. No sabía cazar ni pescar, así que alguna fruta silvestre y alimentos hurtados fueron su sustento. Bebía de ríos, los mismos donde procuraba disipar su aroma, hundiéndolo en las aguas. Escuchó, una noche, cómo una población cercana era arrasada por el Behemoth; su mente elucubraba cuán grande habría sido el desaguisado que dejó la bestia. Oyó mugidos desgarradores por la madrugada, seguramente vacas que alimentaron a la criatura, y graznidos por la mañana, aves de carroña. «No solo vacas han muerto, ciertamente» reflexionó. No hay registro de cuántos soles y lunas nacieron y murieron en su viaje, pero sabido es que el peregrinaje fue prolongado. Una nueva montaña, antinatural y almenada, surgió una jornada. Los muros de Tott, la ciudad del Este. Zancadas silenciosas y pesadas lo movían, un aspecto de pordiosero lo precedía. Con lanza en ristre, sonrisa taimada y desdén lo recibieron.
—Los mendigos piden limosna fuera de los muros —dijo uno que no era el capitán de la guardia de la entrada principal. Saí cayó, quedó quieto, como adosado al muro gigante. Dormitó y musitó plegarias sordas. Mendigó. No veía esperanza, pero se incorporó con un respingo al oír un sonido cada vez más cercano: una estampida. «La hora llegó» dictó una voz en su interior. Ya no temía, pero advirtió:
—¡Corred, corred! Un Behemoth caerá sobre nosotros. ¡Que corráis! —desesperó. Pero todos rieron. Contempló que un grupo numeroso de jinetes asomaba en lontananza, y volvió a caer. Más bajo, más ridiculizado. Cuando el líder apeó de un salto, Saí se quebró. Ya no quedaba nada de él, solo su misión: la carta que debía entregar a un Ungido. Un Rey. Pero le volvió el aliento que había perdido en incontables jornadas de martirio, y regresó de sopetón.
—Esto —dijo el capitán de los jinetes, ufano y victorioso— es un cuerno. Pero no cualquiera: fue arrancado de las fauces de un Behemoth. Debilitada por flechas a la distancia y liquidada por espada inmisericorde —proclamó con grandilocuencia el cazador —, la bestia murió a mis pies. Soy Natt, el Cazador, y reto a duelo singular a quien me contradiga —tales eran las costumbres, debía cazar dos veces el adalid; matar a la bestia y enfrentar una segunda presa, de ser necesario, pero esta vez, armada. De cualquier forma, nadie chistó y pasado un rato prudente de ceremonial silencio, la pequeña multitud arracimada que observaba aquel cuerno serpenteante y cubierto de una capa cruenta de líquido gredoso y pestilente, se maravilló y no dudó del botín sobrenatural del tal Natt, que ahora dejaría de ser cazador y pasaría a las canciones como el asesino de Behemoth. Y fue vitoreado.
Los guardias hicieron memoria y señalaron a Saí.
—Este mendigo dijo que vendría un Behemoth —recordó uno. Natt se acercó, aún con el cuerno en la mano. Le temblaba el brazo porque pesaba aquella cosa, pero parecía no importarle. Tenía un físico fornido y una estatura más baja que la del propio Saí; una cota de malla a la que le faltaban anillos y su barba despareja le daban un aspecto rústico. Pero al mismo tiempo, erguido y firme, con voz punzante, inspiraba… ¿Respeto? ¿Temor? Saí no sabía qué, pero algo inspiraba.
—Necios —reprochó a los guardias—, es un Sacerdote. Aunque su pelo creció, se nota que está desparejo. Su cabeza fue tonsurada —notó que un par no entendían —. Le pasaron la navaja en la coronilla para dejar sin pelo esa parte —les aclaró. Solo entonces percibieron que era cierto. No le habían prestado atención anteriormente.
—Maese —dijo Natt cuando estuvo tan cerca de Saí que olió su hedor y su aliento —, ¿sois Sacerdote o Profeta? Porque nunca escuché a nadie predecir la llegada de un monstruo a estas tierras.
—Soy Sacerdote —Saí tenía la voz fuera de ejercicio y le fallaba, como la de un anciano—, anuncié al Behemoth porque éste me persiguió por días. Vengo desde el Oeste, desde la Capital —aconteció lo inesperado. Natt rebuscó en su tahalí y sacó el medallón. Ese que la guerrera le quitó a Saí y le puso a la bestia en el cuerno.
—Creo que esto os pertenece. No soy hombre versado pero identifico el símbolo de la Orden Peregrina —Natt dejó caer el cuerno y entregó el medallón, hincando una rodilla en tierra.
—Y yo tengo algo para vos —replicó Saí con una soltura y una seguridad ajenas al mendicante en que se había convertido. De un pliegue andrajoso sacó la carta, la que tenía el sello del difunto Rey en el sobre, y la entregó a Natt—. Tomad. Llevaréis esto al Palacio. Pero antes, dejadme derramar aceite en vuestra cabeza. —Natt vaciló, pero vio la enseña Real en el sobre que decía Lazareto. Fue ungido y aceptó la empresa.
—Necesitaremos un caballo nuevo —dijo el antiguo cazador alegremente.
—No, a menos que una de vuestras monturas ya no sirva —espetó Saí.
—¿No vendréis? No lo entiendo —Natt entornó los ojos al decirlo.
—No volveré —le anunció el envejecido muchacho—. Saí nunca volverá.
—¿Qué…? ¿Qué haréis? —inquirió el nuevo Ungido.
—Por lo pronto, sé que no seré más un Sacerdote Peregrino y tampoco un Heraldo. Y, si los guardias lo permiten, entraré a Tott, así ya no tendré que sobrevivir fuera de los muros de una gran ciudad.
—Entiendo, en parte, porque respondéis solo en parte. ¿Qué haréis? —porfió Natt.
—Pues —repuso Saí, meditabundo y rejuvenecido—, si sobrevivir ya no es lo que me toca en suerte, viviré —sonrió.

La batalla sin estandartes
(secuela de El Mendicante)
En la noche cerrada, el oficio de un cazador consiste en mantener los ojos bien abiertos. Aguzando el oído, inmerso en el abyecto silencio de un campo infecto…

Lazareto
(precuela de El Mendicante)
El dosel le absorbía la mirada. Tenía los ojos clavados como una espina; el Rey Jotán languidecía en su lecho, amplio y embellecido por sedas y festones colgantes…
Nuevamente Mathias nos sorprende con otra brillante historia de fantasía medieval que nos recuerda que el género está más vivo que nunca. Se siente bien leer estas voces nuevas y frescas que aportan un aire nuevo a la literatura. No puedo esperar a leer su siguiente historia!!!