—Era mi hija ¿sabe? No habría contestado si no hubiera sido ella. Su madre murió hace ocho años; todos mis hijos eran menores entonces —esa inesperada confesión me tomó por sorpresa. Titubeé por un momento, pero me pareció descortés quedarme callado, así que le pregunté cuántos hijos tenía. Me dijo que tres: el mayor de veintidós años, una muchacha de dieciocho y la más pequeña, que acababa de llamarle, de dieciséis. Nos aproximábamos a mi destino, un hipermercado donde compraría una botella de vino argentino. Aquel hombre continuó diciendo:
—Mi mujer murió de cáncer. Le habían dado seis meses, pero duró cuatro años y los vivimos en hospitales. Tuve que dejar mi trabajo, ya no podía viajar y me metí al taxi. El poco dinero que tenía de una herencia se me fue en eso. Teníamos IMSS pero ya sabe, había que darle hemodiálisis y no iba a dejar que sufriera. No me arrepiento —yo lo miraba con incredulidad. Mi mujer había tenido cáncer y tenemos tres hijos pequeños: un varón y dos niñas. Era como estar frente a otra versión de mí mismo. En muchas ocasiones, cuando mi mujer enfermó, mi mente trazó la ruta del hombre que manejaba el taxi. Sentía que, de algún modo, había vivido su vida como posibilidad. Él continuó:
—No me volví a casar y ha sido muy duro. He llevado toda la carga solo hasta hace dos años. Ahora tengo pareja y ella me ayuda cuando puede —ambos guardamos silencio por un momento, ya llegábamos al super. Se estacionó, le pagué y salí del taxi. La ventanilla estaba abierta. Al cerrar la portezuela me incliné y le dije:
—Mi mujer tuvo cáncer hace un par de años; ahora está bien.
—¿Tiene usted hijos? —preguntó.
—Tengo tres —por un instante me miró a los ojos, luego dijo:
—Cuídela.
Y se fue.
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