En la noche cerrada, el oficio de un cazador consiste en mantener los ojos bien abiertos. Aguzando el oído, inmerso en el abyecto silencio de un campo infecto y donde el ruido era un vil traidor agazapado, Natt apostó toda su guarnición en los bosques ralos de enebros dispersos. No podían respirar más fuerte que el viento, no podían prolongar su sombra más que la de los gruesos troncos. Una hueste de cazadores furtivos, Natt, sin montura, indistinto al resto, lideraba desde la insondable penumbra. No quería despertar a la presa, no deseaba el revelador amanecer: solo en la noche podía llevar a cabo aquella quimérica empresa. Debía arrasar un ejército entero, dejar un tendal de muertos, liberar a la ciudad sitiada (nada menos que la capital del Reino, llamada Betán), y así, legitimar su reclamo.
La situación era compleja de resolver pero fácil de explicar: un trono bacante, un palacio asediado por antiguos enemigos, y entre los aspirantes a ocupar el mentado asiento, estaba el propio Natt. Un cazador del Este que, por razones que hasta él mismo desconocía, fue ungido por un Sacerdote Peregrino para “guiar al Reino”. «Seguro hay otros Ungidos, y seguro todos duermen esta noche», pensó Natt. Y era cierto. Solo uno de los favorecidos por la gracia de un Sacerdote no se refugiaba tras los almenados y custodiados muros de Betán. «Es mi única ventaja —sopesó con deslucida ambición—. El resto de los Ungidos, sean cuantos sean, ya están, solo yo puedo llegar». Sabía que no vencerían los que dormían en la ciudad, comprendía a cabalidad que la única forma de romper el asedio, era desde afuera. Así que sin arietes, almajaneques, torretas ni catapultas debía irrumpir en Betán. Más aún; antes, debía derrotar a los que amenazaban con invadir la urbe, acantonados con gran armamento y temibles bestias a las afueras de los muros. Y todo debía ser súbitamente. Solo tenía una noche, luego, el sol lo delataría, y no tenía hombres suficientes para tal cometido sin la ayuda de la clandestinidad. Perderían sin más en una batalla a campo abierto. Pero si atacaban en la noche…
Natt tocó su pecho. Los latidos se sentían amortiguados por el papel. No notó la taquicardia y eso le produjo una artificiosa paz. Era otra razón para atacar esa misma velada: no resistiría un día más sin abrir el sobre. Lazareto, decía. Pero no sabía más que eso y las crípticas y escuetas palabras que Jotán, antiguo Rey, había puesto en el sobre antes de sellarlo con su anillo. Pero eso bastaba para legitimar su reclamo al trono: una carta con el sello del antiguo gobernante Real entregada por un Sacerdote Peregrino, quien lo ungió. Si lograba librar del cerco enemigo a la capital, nadie podría interponerse en su camino al trono. Pero la curiosidad era una insidiosa ráfaga que lanzaba azote tras azote. Ya no soportaría otra noche sin leer qué decía Lazareto. Urgía atacar en la noche. Sin romper el mutismo, entre señales y aspavientos, Natt el Cazador dio la orden. Como en un ejercicio de cetrería, sus halcones atacaron desde la distancia, desde las alturas; encaramados en las ramas superiores de los árboles, arqueros regaron de flechas la retaguardia enemiga. Natt no tenía idea cómo liderar un ejército, pero sabía bien cómo encabezar una horda. Cuando, desorientados por la sorpresa, algunos incautos quisieron asistir a los heridos y fallecidos de la primera andanada de flechas, Natt volvió a dar orden de fuego, esta vez a viva voz, y otra fila de cadáveres enemigos cayó bajo la puntería de los halcones. Eso buscaba Natt: un muro de piedra era parte de su desventaja, un cúmulo de cadáveres que encierra a buena porción de los enemigos… ese sí era un muro ventajoso. La tercer orden fue realizada con voz tenante:
—¡Disparen, disparen y disparen! —fue el grito furibundo del Cazador Ungido. Los pocos que asomaban tras la doble fila de cuerpos exánimes, también cayeron atravesados por flechas. No habían matado más de ciento cincuenta invasores de casi tres mil que rodeaban Betán, pero lo habían hecho en cuestión de segundos. El asedio se había convertido en guerra y el enemigo tenía la ventaja, pero no lo sabía, estaba atónito y dubitativo, sin conocer qué enfrentaba.
—¿Ahora qué sigue, padre? —consultó nerviosa Nefot, su hija. Natt pidió silencio, se apartó del árbol que lo ocultaba y oyó una estampida sísmica. Sonrió.
—Monstruos y horror —respondió, pasando una mano por el hombro de su pprimogénia. Natt ya había escuchado aquel estruendo, pero esta vez eran más de una decena: Behemoth. Sabía cómo eran aquellas bestias: ciegas, brutales, deformes y siempre hambrientas, por no mencionar su tamaño.
—¡Hojas listas! —exclamó— ¡Los caballos! —los hombres ya sabían qué hacer. No tenían especial aprecio por la vida de los animales; después de todo, su líder era un cazador y varios de ellos también. Hirieron a los caballos lo suficiente para que sangrasen pero sin hacerles un daño que les impidiera correr. Encabritados, huyeron de sus agresores, y los Behemoth que venían con la intención de arrasar el bosque donde se refugiaban Natt y su séquito, encontraron hileras de caballos desbocados en el camino. Un manjar. «El Rey les ofrece un banquete, alimañas» dijo Natt internamente, ufano. Y ordenó por tercera vez:
—¡Flechas incendiarias! —sabía que con saetas comunes no le haría cosquillas a los Behemoth, pero con brea y pedernales, podía lanzar una lluvia de fuego sobre ellos. Y así fue. La mitad no murió, pero sí enloqueció de ardor, escozor y rabia. Dos Behemoth voltearon y atacaron a sus amos. Natt vio cinco más en pie, pero estaba muy oscuro y él se encontraba a ras de suelo, no tenía visión panorámica, no era un halcón. Podía haber más en la vuelta. Pero las cartas ya estaban echadas, solo faltaba una acción para completar el caos que pretendía crear para reducir al enemigo. Pero no dependía completamente de él. Debía esperar, a ver qué hacían los paganos y cómo reaccionaban desde Betán. ¿Se abrirían las puertas de la ciudad al ver que los invasores eran atacados? ¿Saldrían a unirse al combate? Hasta ahí llegaba su clarividencia. Un cazador sabe de todos los animales excepto del más salvaje: el humano. Mas así fue; un cuerno sonó y el rastrillo se levantó. Luego las puertas principales de Betán se convirtieron en fauces que vomitaban hormigas de andar solemne y brillo argento bajo la noche diáfana. Hormigas montadas a caballo con lanzas de envidiable alcance. Pequeñas figuras que portaban espadas, hachas, manguales y… estandartes. No muchos; era un ataque improvisado, no tuvieron tiempo de preparar sus amados blasones. Pero había abanderados. Natt tragó saliva y notó la sequedad de su garganta. Igual de seca fue su orden. Los enemigos eran más, eran demasiados, tenían caballos, Natt sacrificó todas sus monturas para deshacerse de los Behemoth, no podía unirse al combate cuerpo a cuerpo, tenía casi exclusivamente arqueros. Solo podía intervenir de una forma, solo podía precipitar un caos que igualara la batalla, quitando toda ventaja a la fuerza adversaria que ya no poseía bestias.
—Sin estandartes —farfulló, con cierta pena. Acopió fuerzas, era un líder, debía guiar con decisión aunque doliera—. ¡Derribad todo estandarte, toda bandera! ¡Halcones, apuntad a los abanderados, que nadie sepa a quién seguir! —perecieron de a montones. Fue rápido, pero le pareció que duraba una eternidad. Pelearon hermanos contra hermanos. Paganos contra paganos y betanienses contra betanienses. Ya no era un ejército contra otro, era una enorme horda informe y desorientada mutilándose a sí misma. El alba los sorprendió con los aceros rojos y las caras pálidas. Pudieron ver, el velo nocturno se volvió un recuerdo etéreo y, la luz, una delatora: muchos se descubrieron luchando contra su pueblo. Y ahí reverberó un sonido amigable, no un cuerno de guerra ni tambores tronando en señal de amenaza. Solo un simple silbido, como el de un ave. Natt era quien silbaba, y desde los enebros, cedros y las hondonadas del terreno, surgió una pequeña guarnición. Pero bastó con eso y la precisión de los halcones para liquidar a los sitiadores. Pocos sobrevivieron como prisioneros, porque la mayoría prefería morir en combate. Un remanente desestimable huyó despavorido al oeste, donde seguramente alguien se encargaría de ellos. Con flechas empenachadas y alabardas rústicas, sin ampulosas armas, Los Cazadores (como serían conocidos por el pueblo llano tras la batalla) trizaron inmisericordes a los invasores. Tal fue la sorpresa de los betanienses, que no intervinieron, se limitaron a ver la masacre final, entre aullidos provocados por las saetas y cruentos tajos y empalamientos con alabardas. De miles, quedaron decenas, entre ellos dos Altos Generales del ejército enemigo. Una era mujer, lo que tomó a Natt por sorpresa. Las crónicas prosaicas dirían que Natt luchó contra incontables rivales y embravecido por el brío que le otorgaba su destino Real, venció. Pero la verdad es que solo enfrentó una resistencia: la altivez de los betanienses.
—¿Quién acude sin haber sido llamado y libera a Betán del sitio? —preguntó un hombre ataviado de acero y con una capa azul que lo distinguía del resto. Un General, seguramente.
—Un Ungido, ¿quién más? —respondió Natt al punto, con voz altisonante. Adoptó una regia postura y con la mirada apremió al General betaniense a cumplir con sus modales y decir «gracias». Después de todo, Los Cazadores habían ganado la batalla por ellos. Hubo un silencio de capitulación. El General apeó del caballo y holló la tierra maltrecha por el combate con sus botas de acero en punta.
—Vuestra… intervención fue oportuna —levantó la celada del yelmo y dejó ver un rostro tenso y una mirada aprensiva—. Muy oportuna, en mi opinión —espetó, esperando la respuesta de Natt, quien también se tomó unos instantes para replicar.
—Lo verdaderamente oportuno —dijo el cazador mientras caminaba hacía él—, es que un Ungido busca la lealtad de un soldado, no su opinión —envainó su espada y señaló la arboleda, donde estaban sus halcones. El General entendió el mensaje: Natt no requería de una hoja para asesinarlo a él y su diezmado grupo; un diluvio copioso de flechas cortaría el aire espeso y finiquitaría aquella orgullosa pero indefensa hueste. El General prefirió el denso silencio antes que el silbido de los halcones. Las puertas de Betán se abrieron de par en par y recibieron a su liberador. Ahí, ovillados instantes atrás pero petulantes ahora que la suerte había trocado de la noche a la mañana, los Nobles armaron un pasillo de sirvientes con coloridas libreas, mientras una incipiente multitud vitoreaba desde la distancia. Con elocuente gesto autoritario, un Sacerdote que se erguía en la cúspide de la escalinata que dirigía al Templo, en la desembocadura de la estancada avenida principal de la Capital, pidió que se aplacase el bullicioso gentío que acudía a ver con curiosidad. Natt no pudo evitar notar la presencia de arqueros y ballesteros en los matacanes de diversos edificios. Ahora el Cazador podía convertirse en presa. Debía moderar sus palabras y ser respetuoso. «Lazareto, es mi único escudo» razonó. La carta con sobre lacrado que había dejado el difunto Rey, destinada a su sucesor. Entre ese documento y su intervención en la batalla, a pesar de no tener un rancio abolengo, Natt sabía que su reclamo al Trono sería legitimado. Con la fría cortesía que sabe dispensar alguien avezado en intrigas palaciegas, el Sacerdote, un hombre de rasgos marcados y expresión borrosa, invitó a Natt al Templo. Hasta el más feroz puritano, el más intransigente aspirante al Trono o incluso los más Nobles recusadores, sabían que si Natt no salía del Templo tocado por una corona de áureo resplandor, la multitud cambiaría su júbilo por antorchas y armas: ya habían conocido a su salvador, ahora querían a su Rey, y debía ser la misma persona. Sin dilatarlo, el Sumo Sacerdote procedió a preparar la ceremonia, pero antes interceptó cordialmente al Cazador en una oscura arcada que conducía a las puertas del Salón principal del edificio.
—Lleváis el sello del difunto Rey en ese sobre —observó.
—El Peregrino que me ungió fue quien me lo confió —dijo Natt, sin rodeos.
—Saí, así se llamaba. Era Heraldo del Rey y escribió esa misiva mientras Su Alteza convalecía. Luego, el pergamino se guardó y el sobre fue sellado. Saí dejó de ser Heraldo y decidió servir a la Fe como Peregrino, en busca de un Monarca digno de la corona… y de ese mensaje. Lazareto.
—Empeñé mi palabra: no leeré el pergamino hasta ser investido —Natt adquirió un aire mayestático y solemne al declarar su promesa.
—¿Y nos confiará el contenido a sus fieles súbditos, los Sacerdotes? —inquirió el hombre que llevaba un efod ceremonial y que ahora le cortaba el paso a Natt, acuciado por la necesidad de respuesta— Sé la historia. La verdad. Podéis fiaros de mí, Majestad —apostilló. Natt entendió al instante: el Reino nunca estuvo acéfalo, timoneles silenciosos ascendieron cuando el Rey murió. Lo único peor que las tinieblas, es la media luz, y peor que el silencio, los murmullos. Aquel lugar era un nido de matices y susurros. Natt lo notó y se asqueó.
—¿Y los que aclaman a las puertas, los soldados valientes y los hombres y mujeres del Reino entero, no son fieles súbditos? —la pregunta de Natt desfiguró el semblante del Sacerdote.
—Injusta comparación. Ellos están fuera de estas paredes, no están a vuestro lado ni lo estarán día a día durante su reinado. ¡Largo sea! —con mirada encendida y lengua fría, las intenciones del Sacerdote quedaron explicitadas para Natt.
—Ellos tampoco me cortan el paso hacia mi Trono, ganado con sangre y sufrimiento. Abrid las puertas de este viciado Templo y veréis cómo acompañarán con gusto cada día que me toque gobernar, por la gracia del Dios Eterno. Serán un pilar de la corona, no un escollo. ¿Qué sois vos, maese, un pilar para mí o un escollo? —Natt obtuvo una reverencia por única respuesta. Era evidente que Lazareto era un mensaje que el antiguo Rey no se animó a emitir en vida y ahora él debía decidir qué hacer. Pero… ¿Qué decía la carta que aquel Peregrino le entregó al ungirlo?
La ceremonia fue austera y el banquete, frugal. En un memento era Natt, al siguiente, Su Majestad. Un lacónico discurso del Sacerdote Supremo, que no aburrió ni entusiasmó a nadie, un aplauso unánime de la corte y un Trono helado; eso le entregó la Fe al otrora cazador. Entonces, arrellanado en el Trono y bajo el peso ingente de la corona, leyó Lazareto silenciosamente. Había jurado con voz monótona cumplir sus obligaciones Reales, pero la corte quería oír su verdadera voz, no la impersonal y fría retahíla de palabras genéricas. Pero se dilató el silencio. Sepulcral silencio. Y Natt palideció. Terror… deshonra… vergüenza. La carta mencionaba aquellas palabras y más de una vez. El legado de su predecesor, Jotán, era una gran mentira, y cuando Natt levantó la vista, supo que el Sacerdote estaba enterado. El hermético secretismo era conveniente, porque la mentira de un Rey heroico servía a los santurrones. Natt no se movió del Trono para dar su primera orden como Rey:
—Convocad al pueblo de Betán y notificadme cuando haya una multitud a las puertas —apretó el puño derecho, mientras sostenía celosamente la carta con la mano izquierda. Cuando decenas de personas con libreas salieron en tropel a cumplir su orden, Natt vio (sin sorpresa) que el Sacerdote de mirada inquisidora se aproximaba.
—Existe una antigua frase que circula en este Templo —dijo el ominoso advenedizo—: antes de una batalla, no mires al frente, mira siempre hacia arriba. Sabiduría proverbial, Alteza —compuso una reverencia inquietante y dejó a Natt rumeando aquella perniciosa intromisión camuflada de humilde consejo.
Las puertas del Templo se abrieron y un rugido multitudinario anegó el lugar. Natt salió a la escalinata con Lazareto en la mano. Acopió valor y se dispuso a revelar las verdades póstumas de su predecesor, el fallecido Rey Jotán, quien por años fue laureado tras una victoria conseguida a base de traición: utilizó a los enfermos del Lazareto como carnada, disfrazándolos de guerreros y abanderados. Incluso vistió a uno con indumentaria Real, y dejó que procediera la masacre. Luego, atacó, abordando al enemigo por los flancos, pero ya había dejado morir a muchos súbditos que estando convalecientes e inermes, decidieron luchar por su Rey. Una atrocidad. Con movimientos ampulosos pidió silencio. La muchedumbre tardó en obedecer, lo suficiente para que Natt pudiera observar: vio a Nefot, su hija, con atavíos del ejército de Cazadores. Hombres leales la rodeaban. Pero el pensamiento asaltó su mente… mira hacia arriba. Y lo hizo.
Ahí estaban; pétreos, como halcones pero a plena vista. En matacanes y azoteas, ballesteros y arqueros afinaban puntería. Y ellos también observaban a Nefot y los otros Cazadores. El Sacerdote Supremo tenía una mano alzada, ¿Pedía silencio o…?
Natt sabía que si disparaban, desatarían un caos y un enfrentamiento. También sopesó qué bando tomaría el pueblo: claramente lucharían por su libertador y flamante Rey. Pero Nefot sería el primer lienzo decorado con penachos. De haber un combate, ganaría, pero su hija no estaría ahí para verlo. ¿Quién quiere una victoria pírrica? Natt decidió que él no. Maldijo, pero lo hizo entre dientes. Y habló, pero en tono distante. El Sacerdote Supremo bajó grácilmente la mano. El corazón del Rey se remeció desolado cuando las saetas cortaron el aire. Pasaron sobre su cabeza, bañadas en brea o aceite y encendidas como lumbreras, con llamas hermosas, impactando contra las ménsulas, mejor dicho, sobre las enormes antorchas que colgaban en ellas. Habían estado apagadas desde la muerte de Jotán. Ahora el gentío gritaba con algarabía ante el espectáculo. Natt fue sometido por un escalofrío zigzagueante. El Sacerdote reverenció a la distancia y luego se irguió para sostener un intercambio de miradas con Natt. El Rey entendió; debía mantener la compostura, ser comedido en su discurso y… agradecer a La Fe. Miró a su heredera, tan eufórica como el que más, a sus súbditos, celebrando la libertad. ¿Eran libres? Y por último, de soslayo, se percató de que la mano pérfida volvía a alzarse y los arcos se tensaban.
Natt agradeció y habló de viejas glorias y victorias venideras. No creyó una sola palabra de su discurso, pero fue ovacionado. Solo creía en Lazareto, pero se guardó sus convicciones para otras instancias. Descubrió que no solo mueren personas en la guerra, también la dignidad de los que sobreviven. Al cabo de un rato, las puertas del Templo se cerraron cuando él cruzó el umbral.
—¿Quién es mi Heraldo? —preguntó, impelido por un rescoldo de valor estoico.
—Debe nombrar uno, Majestad —sonrió un tonto con librea—. Llamad a mi hija. Mis hombres os dirán quién es, no será difícil de hallar. Pero hacedlo en secreto —aclaró Natt. Ya comprendía que en aquél tugurio los secretos eran necesarios.
El mendicante
(precuela de La batalla sin estandartes)
La tarea encomendada era muy concreta: debía darle vida a las últimas palabras de un muerto. Saí acopió aliento, se repitió por enésima vez «es necesario…» y, con la cabeza gacha, sintió el aceite bañarlo…
Lazareto
(precuela de El Mendicante)
El dosel le absorbía la mirada. Tenía los ojos clavados como una espina; el Rey Jotán languidecía en su lecho, amplio y embellecido por sedas y festones colgantes…
Un final épico para una trilogía que nos narra algunos de los secretos e historias que el autor nos prometió entre las páginas de Las Dos Guerras. Si bien no es necesario haber leído el libro, ya que estos cuentos funcionan brillantemente por sí solos, sin duda el lector queda con ganas de leer y releer las dos guerras. Y luego de haberlo hecho, soñar y esperar por las próximas historias que surjan de la imaginación fantástica y épica del autor.