Ayer por la mañana me costó llegar a la ciudad. Vivo en un poblado a las afueras, una especie de suburbio, pero las oficinas donde trabajo están ubicadas en la Colonia México. Había mucho tráfico en la carretera, y un carril estaba obstruido debido a un choque por alcance, dificultando el flujo vehicular. Tuve que ejercitar la paciencia. En algún punto decidí poner música de Bach y el tráfico comenzó a importarme bastante poco. Es llamativo cómo cambia nuestra percepción de las cosas con la música adecuada.
Cuando por fin llegué al punto donde esperaba incorporarme al periférico, frente a mí pasó un automóvil gris, con un dibujo de cuadros rojos y blancos en un costado. Era manejado por un hombre calvo; moreno; algo pasado de peso; de aspecto extranjero –tal vez del Oriente Medio– y con una barba oscura y espesa que debía llegarle hasta el ombligo.
Por el dibujo a cuadros del auto pensé que podría trabajar en el aeropuerto, porque, además, se incorporaba a la calle lateral en esa dirección. Pero luego me dije que no necesariamente era así. Podría ser un croata de ascendencia medio-oriental y, tal vez llegado a México a causa de la guerra, habría querido tener un recuerdo de su patria –o de su selección de fútbol– pegado en su carro.
Reparé luego en que por aquí no se ven muchos croatas medio-orientales. Me pareció raro y sospeché que pudiera ser un terrorista, y hasta se me ocurrió llamar a la policía. Estaba a punto de marcar el 911 cuando, recordando aquella larga y espesa barba oscura, medité que con facilidad ese hombre podría albergar allí un conejo, o unas palomas no muy grandes. Tal vez era un mago hindú nacido en Croacia, y se dirigía a ensayar su acto.
¿Y quién soy yo para impedir la magia?
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