Siendo un niño de ocho años tuve el siguiente sueño: Recorría solo los oscuros pasillos de una enorme casa, iluminados apenas por la tenue luz de luna que se colaba por los grandes ventanales que los definían.
Transité por esos pasillos durante mucho tiempo, envuelto en las sombras cambiantes que la vegetación exterior proyectaba dentro, hasta que por fin di con una habitación. Entré. En ella había una cama grande cubierta de sábanas blancas y arrugadas, y alguien dormía ahí. La luz seguía siendo escasa. El durmiente despertó sentándose en medio del lecho. Era una mujer de largos cabellos negros y tez muy blanca. Sonrió y me habló con amabilidad.
Conversamos por un momento de la manera más natural, hasta que me dijo:
—Veo que no me recuerdas.
Yo estaba seguro de no haberla visto antes, y le respondí que no, moviendo la cabeza algo extrañado; ella me contestó secamente, pero sin dejar de sonreír:
—Tú me mataste.
El horror de esas palabras logró despertarme. Cuando abrí los ojos la luz era escasa. Era noche cerrada y faltaba mucho para el amanecer.
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