MI GATO
Ayer vi a mi gato pasar con indiferencia. Me le acerqué para acariciarlo, pero erizando el lomo se convirtió en pantera. Mostró sus colmillos como en esas pinturas de los tigres orientales, y luego subió pausada y suavemente por un árbol; caminó por una rama y saltó al balcón de tu ventana. Era una tarde de luz dorada. Las sombras de los barrotes se confundieron con su cuerpo oscuro mientras se movía sin prisa. Desapareció. Por unos momentos experimenté el sobresalto de la pérdida. Después recordé: yo no tengo gato.
EL GATO
El vocho rebotaba, y cada una de sus piezas vibraba con sonidos de música mecánica. Íbamos bajando aquella loma de precarias casas y negocios también precarios. Y el vocho parecía que volaría en pedazos y nosotros con ellos. Era un caer y volver a caer en los hoyos de esa cosa que llamaban calle. El gato -así le decían al conductor- no se inmutaba. Movía con destreza el volante y la palanca de velocidades coronada por una calaverita sonriente. Pasamos algunas casas bajas de láminas herrumbradas; luego un letrero que decía: Bienestar para tu familia en letras descascaradas y cubiertas parcialmente de maleza. De repente, El gato dio un volantazo violento. Un famélico perro se le había atravesado. Dimos dos vueltas de trompo, para acabar chocando con un letrero que decía: Esto no es calle, es un taller mecánico. Fue cuando oímos el maullido de un gato a intervalos; era el celular de El gato. Su madre lo llamaba. Nunca supe si había volanteado por miedo de matar al perro o sólo por miedo.
LA HUIDA
Aunque no le gustara era un gato; lo había sido siempre, pero aquel maltrato le había colmado la paciencia. Pensó: Es preferible fingir, disimular. Ya se iba. Se iba a esconder -a olvidar o a tratar de olvidar- cuando escuchó un sonido casi imperceptible primero, después estruendoso y áspero, agrio y penetrante: una risa. Sintió que un rayo se incrustaba en su nuca. Saltó sobre aquel que tanto lo había maltratado y le hundió las garras en el rostro y en el cuerpo. Luego huyó ágilmente, perdiéndose con facilidad entre los tejados, mientras la sangre de aquel todavía chorreaba entre sus garras.
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