Eco. La nota más frágil se distiende en el viento. La sombra que pasa deprisa es un tierno reflejo de todo aquello que el tiempo ha dejado atrás. El recuerdo es una imagen borrosa, una fantasmagoría.
Frente al espejo no hay otra cosa que un encuentro furtivo. Escurre de las paredes un líquido negro, casi como chapopote; una suerte de toxina que me abandona de pronto. ¿Sangre?, ¿recuerdos? Tal vez la añoranza de un futuro no lejano en el que me bese prematuramente la certeza. Pero no hay certeza, nunca la hubo.
Algo se alimenta de mí; las ansias carcomen, pero la soledad devora. Y así, tan solitario, veo pasar de lejos a la gente por la calle barnizada de destellos naranjas. La naturaleza juega de las suyas. Escucho escabullirse desde las profundidades a los seres reptantes: entelequias, arañas, zorros de ojos marrón. La presencia es un ápice de alquimia, una suerte de magia que abruma.
No hay nada más viral que la apatía. Luces, colores, auroras que hipnotizan. ¿Acaso hay algo más embriagante que la soledad? Espero, y mientras espero mi alma se nutre de elementos insospechados, nacidos de un prolongado silencio.
Oigo mi eco. Mis manos languidecen en la víspera de un nuevo ocaso, juguetean con la pronta belleza de lo normal. Pero el alma es inquieta, una llama volátil: ojos de fuego que todo lo tocan, infectando la burda realidad.
No quisiera detenerme. No me detengo. Y en la parte más clara del cielo veo un ave pasar, anunciando un nuevo regreso.