Laura cierra los ojos, parece no escuchar a la joven reportera que le pregunta desde cuándo se dedica al periodismo. Hace tanto tiempo. Evoca mientras parece que un eco le repite que debemos recuperar nuestra historia. Entonces, ella musita bajito: Aquí estamos… y los recuerdos llegan.

Ahí está ella, entrando a la Escuela de Artes y Oficios para Mujeres que recién abrió sus puertas. Pocas muchachas entraron al lugar, todas ellas se veían nerviosas e inseguras, pero las maestras, tan jóvenes como ellas, las recibieron entre abrazos y sonrisas. Las invitaron a conocer el lugar.

Laura se integró al recorrido por salones y talleres. Se quitó los guantes para poder hojear ese cuadernillo donde explicaban la misión de la escuela y las clases que impartían. Le llamó la atención el objetivo de una asignatura, que era enseñarles el oficio de la imprenta y la encuadernación.

Durante las primeras clases, la maestra, las alumnas y ella misma se veían con extrañeza. En sus mentes podían dibujarse fácilmente sus figuras estudiando en su infancia, pero ya adolescentes, ¿estaba bien querer aprender algo más que bordar o tocar el piano? El ritmo de las clases y el paso de los días empezaron a llenarla de confianza, ya no sintiéndose ajena a ese lugar, pudiendo regresar a casa para platicarle a su madre lo aprendido.

Aunque todas las materias le estaban gustando, algo había en la de imprenta. Quizá era ese olor tan penetrante de la tinta, y el sonido de los moldes de fundición para reproducir tipos de plomo de cada letra del abecedario; parecían campanillas que repicaban cada palabra que se formaba, tintineos del texto que iba a imprimirse y orgulloso promovía su creación. Le gustaba sentir la manera en que sus caireles se despeinaban cuando ejercía fuerza para presionar las prensas; el orgullo al ver el texto reproducido una, dos, diez veces más. Entre todas lograban sacar casi cincuenta impresiones a lo largo de la clase. A veces eran poemas, pasajes de la Biblia, su cuento favorito o la litografía que ilustraba la portada de algún periódico.

Un día, una de sus compañeras llevó una receta y se les ocurrió compartirla. Después alguien quiso imprimir un remedio casero, luego un consejo para lucir el cutis fresco o el secreto para mover el abanico con elegancia. Fue Laura quien se animó a compartir un poema que ella había escrito y que gustó mucho en el grupo.

Fue así como a mitad del curso, ella misma se sorprendió cuando su propia voz brotó desde el fondo del salón:

—¿Y si hacemos un periódico?

Un murmullo de sorpresa, alegría y entusiasmo se dejó escuchar en ese espacio escolar.

—¿Nosotras?

—¿Y por qué no?

—Pero, si ya hay periódicos para nosotras.

—Sí, pero los escriben hombres. Y a veces no me gusta lo que dicen de nosotras. Eso pueden pensar ellos, pero, ¿y nuestra voz, nuestra mirada, nuestra forma de mirar las cosas, la vida?

Laura describió esos periódicos que su madre tenía guardados por ahí: El Panorama de las señoritas o La semana de las señoritas mexicanas, cosas de mujeres, pero escritas por señores.

—Desde el título se ven tan formales y aburridos. Sí, hay recetas que me han gustado y he seguido muchos de sus consejos de belleza, pero a veces han dicho que somos vanidosas, que nuestro cerebro es pequeño y que por eso no tenemos mucha imaginación, que pasamos más tiempo frente al espejo que leyendo… No sé, quisiera leer algo menos varonil, leer mejor algo escrito por nosotras.

Un momento de silencio reinó en el salón, quizá por primera vez se daban cuenta que eran descritas por los otros, que siempre leían pensamientos masculinos sobre ellas. Por supuesto, suspiraban por la poesía de Manuel Acuña, pero no recordaban haber leído un poema firmado por una mujer.  

—Pero, si hacemos uno, ¿quién lo va a dirigir? ¿Quién va escribir? ¿Qué se va a publicar?

—Señoritas, señoritas, si ustedes se animan, yo como su maestra puedo orientarlas con gusto.

Escuchar la voz de su profesora causó expectación y entusiasmo en el grupo de chicas. Sonreían, se llevaban las manos al rostro sorprendidas. Aplaudían emocionadas. La profesora, Concepción García y Ontiveros, levantó como nunca el tono de su voz, se paró al centro del salón y dijo con absoluta seguridad:

—Cuenten conmigo, si ustedes se animan, yo estaré a su lado.

Esa noche, Laura casi no pudo dormir imaginando esa publicación que sería solamente de ellas, un periódico de mujeres. Daba miedo, pero era un miedo que no la paralizaba, sino que la provocaba, la animaba, la ilusionaba.

Al otro día, minutos antes de la sesión ya estaban todas en el aula, se veían tan radiantes e ilusionadas. La profesora llegó con algunos periódicos que se publicaron ese día, Laura llevó los que su mamá le prestó, otras chicas llegaron con ediciones de otros diarios. Los revisaron, la maestra hizo una lista:

  • Nombre con el que se identificará.
  • Secciones.
  • Temas.
  • Periodicidad
  • Costo.
  • Número de páginas.
  • Directora.
  • Colaboradoras.

No hubo discusiones, ni nadie trató de imponer nada, cada una pasaba al pizarrón para anotar su idea en alguno de los rubros. El gis se reducía ante tantas palabras escritas en esa superficie oscura. Fue la maestra quien tomó la última decisión. Subrayó las ideas en las que coincidía la mayoría y así llegaron todas a un acuerdo: La publicación sería semanal, de cuatro páginas, y ayudaría a la escuela teniendo un costo de seis centavos. Les gustó contar con una sección de poemas y narraciones, con otra para recetas y consejos de belleza, y con algunos artículos con un discurso más argumentativo, como los tenían El Siglo Diez y Nueve o El Monitor Republicano.

Sumaron voces para decidir nombres; estaban seguras que ya no querían llamarse señoritas, ni damas, ni tampoco los ángeles del hogar. Ninguna estaba casada, y tampoco tenían hijos, así que no les quedaba ser madres o esposas. Coincidieron que eran hijas de familia, paridas por una madre amorosa que había influido de manera definitiva para que ahora fueran a la escuela, luego de cumplir sus quince o dieciocho años. Sí, podían llamarse “las hijas”, pero no quisieron imponer un apellido; tal vez una geografía, una inspiración relacionada con su patria, con su ayer. Rememoraron recitaciones y poemas, y evocaron cuando eran una colonia; esto, viviendo en un territorio libre, ese valle del Anáhuac. Sí, se llamaría Las hijas del Anáhuac. De inmediato informaron a la directora, quien se conmovió con esa alegría y orgullo; un periódico representaría a su escuela y a sus alumnas, delataría sus sentires, y les daría voz propia.

Fue el 19 de octubre de 1873 cuando el primer ejemplar llegó a sus manos; lograron imprimir docenas de ellos. Incrédulas, los hojeaban una y otra vez. Discretas, prefirieron usar seudónimos; respetuosas, dejaron el nombre de sus profesoras. Bromeaban sobre su decisión de llamarse Ilancueitl, Papatzin, Ayauzihuatl, Xóchilt, Miahuaxochitl o Xiuhtzaltzin.

Emocionada y decidida, Laura leyó en voz alta el prospecto donde daban a conocer su motivación y sentir:

Ya no es mal visto que la mujer escriba y exprese sus sentimientos por medio de la pluma, y nada hay más justo, porque cuantas jóvenes hay que careciendo de una amiga íntima o de un ser a quien manifestarle con confianza los sentimientos y su corazón, desean expresarlos de alguna manera; pues solo un alma egoísta se conforma con gozar o sufrir sola, y en esos supremos instantes de felicidad o de desgracia, en que nos encontramos aislados, grato es tomar una pluma y transmitir al papel las emociones que nos dominan. Además ¿por qué si el hombre puede manifestar públicamente las galas de su inteligencia, la mujer ha de estar privada de hacerlo, habiendo como hay mujeres cuyos talentos igualan a los de los hombres? No, escribid, bellas jóvenes de nuestra patria, y estudiad mucho, porque solo ayudando a la inteligencia con la instrucción, se pueden construir hermosas y correctas composiciones.

Mientras ella leía le pareció que sus compañeras detenían la respiración. Al terminar sonaron los plausos y algunas chicas se limpiaron las lágrimas que resbalaban por sus mejillas; hubo abrazos y agradecimientos. Las profesoras no podían ocultar su orgullo, y las alumnas su gran satisfacción.

La directora de la Escuela de Artes y Oficios dio un corto discurso, pero reiteraba una y otra vez que ese periódico representaba un compromiso que se debía tomar con profesionalismo y seriedad; que las profesoras se harían cargo del cuidado del contenido y presentación de los textos, pero, sobre todo, que cada alumna debía sentirse motivada a publicar en su periódico. Nuestro periódico, corrigió con orgullo Laura.

Cada semana sirvió para planear el nuevo número; los textos llegaban de manera constante, desde poemas y recetas, hasta artículos y narraciones. Lo que más logró motivarlas fue la respuesta de la prensa; los periodistas de diversas publicaciones recibieron con regocijo ese seminario escrito solamente por mujeres. Recortaron y pegaron en su pizarra los comentarios que más les gustaron:

Agradable sorpresa:

Un nuevo periódico redactado por las señoritas Guadalupe Ramírez, Concepción    García y Ontiveros y Josefa Castillo, ha comenzado a publicarse en México con el nombre de:

Las Hijas del Anáhuac

No serían mis aplausos los que recomendaran a las lectoras la bella inspiración de esas señoras para emprender una obra que tanto dice de su talento y cultura. Así, en lugar de los pálidos elogios que pudiera tributarles mi entusiasmo, me atrevo a reproducir algunos fragmentos del primer número. He aquí el prospecto y dos composiciones tituladas “Mis suspiros” y “Una gota de rocío”.

Se siente orgullo que la América tiene hijas que, a los encantos de la belleza, reúnen los atractivos de una inteligencia y una institución brillante.

¿Qué podemos decir de sus composiciones cuando ellas revelan corazón, sus sentimientos y claridad de ideas? Recordamos su lectura y suplicamos al público que imparta su protección a esa pequeña hoja que está comenzando a demostrar prácticamente lo que es la mujer, lo que vale y lo que se debe esperar de ellas cuando la cultura y civilización hagan lugar en su alma, emancipada de la antigua educación.

Ahora más que nunca deseaban seguir publicando Las hijas del Anáhuac. Laura lo repartía a veces de mano en mano, lo ofrecía a la gente que paseaba por la Alameda o Chapultepec. No dudó en llevarlo a un baile en el mismo Castillo y compartirlo con otros periódicos para que lo conocieran y ayudaran a difundirlo. Durante varios meses todo marchaba muy bien, hasta que un día, en la oficina de un periódico le rechazaron el ejemplar, luego en otra, y en varias más. Fue en la redacción de El Siglo XIX donde casi le aventaron a la cara la edición que ese día ellos habían publicado. Salió del lugar con la impotencia retenida en los puños cerrados. Luego de caminar y caminar, se sentó en una banca y buscó qué se había escrito, qué había pasado. Fue así como, con lágrimas en los ojos, leyó:

Una joven baja de inspiraciones que no son desconocidas, y con una arrogancia propia solo de quien no tiene talento ni experiencia, se había atrevido en un mal forjado artículo publicado en esa hoja llamada Las Hijas del Anáhuac a hablar de nuestro inolvidable Manuel Acuña.

Gran petulancia se necesita para que una joven sin sociedad, sin conocimientos y cuando todavía acaba de abandonar las muñecas, quisiera aparecer autora de un artículo en que se trata uno de los actos del hombre sobre el cual no han podido fallar aún los sabios. La persona que escribió ese artículo, si estimaba en algo su modestia debió abstenerse de hacerlo.

Apretó el periódico entre sus manos, recordó cuánto tiempo discutieron si debía publicarse ese texto. Estaban dolidas, pero sobre todo decepcionadas al enterarse del suicidio de Acuña, tan guapo y bien querido. No podían aceptar la decisión trágica que tomó una joven promesa de la literatura mexicana. No quisieron solamente llorarlo, sintieron que era necesario advertir el error al querer acabar con su propia vida por un amor romántico. Apoyaron la publicación, pese al rechazo de algunas de ellas, sobre todo de varias profesoras.

Al llegar a la escuela el ambiente era tenso y frío, parecía que alguien muy querido había muerto. No estaban asustada ni enojadas, las habían sorprendido y lastimado las ásperas críticas que se publicaron en varios diarios más. Hubo una junta extraordinaria. Cuando entró la directora todo era silencio, pero nadie tenía la vista abajo. Con voz suave, pero estricta, la directora les propuso detener por un tiempo la edición de su periódico, nuestro periódico, corrigió. No era miedo, ni temor al qué dirán; era prudencia, sabiduría adquirida por la experiencia de vida. No se atrevieron a protestar, pero sí pidieron imprimir solamente esa semana un ejemplar donde expresar su sorpresa y decepción al no ser respetada su libertad de expresión y ser minimizados sus comentarios con el argumento de que eran unas niñas que solamente sabían jugar con las muñecas. Lo escribirían con tono sobrio, sin mostrarse débiles; lo redactarían con empatía y respeto, cualidades que ellos no les habían mostrado esta vez. Pero no quisieron darle la primera página a esa aclaración. Sí, fue Laura la que propuso otro texto donde plasmarían su fuerza y orgullo, su certeza de que ese periódico era su espacio, que no solamente estaban practicando el oficio de la prensa, que se consideraban periodistas como cualquiera que publicaba en un periódico. Primero el grupo dudó, pero la profesora Mateana Murguía apoyó la decisión; tomó hojas y pluma, y entre todas elaboraron lo que nunca sospecharon sería el último texto que publicarían:

Todavía no se puede colocar nuestro periódico en el número uno de los otros muchos que honran la prensa mexicana; pero… ¡Quizá más tarde! ¡Tal vez en la decadencia de nuestra vida, se recordará con placer, que unas pobres hijas de México, deseosas del progreso de su país; no descuidaron (aun a costa de muchos sacrificios) contribuir con sus humildes líneas, para lograr en su patrio suelo, esa regeneración sublime del sexo femenino, que se llama: ¡la emancipación de la mujer! Quizá entonces, este periódico que es hoy un insignificante botón de la corona que ciñe la literatura de nuestra patria, forme una de sus más fragantes flores. Tal vez dentro de algún tiempo, habrá otras jóvenes que, siguiendo nuestro ejemplo, se lancen al difícil camino del periodismo, afrontando todas las espinas que en él se encuentran.

Laura leyó el texto en voz alta, nadie lloró, ni una lágrima cayó, a ella no se le quebró la voz. En silencio empezaron a imprimir ese ejemplar y repartieron sus reproducciones por toda la ciudad. Nadie volvió a hablar del asunto. El curso terminó, llegaron las vacaciones. Algunas ya no regresaron al siguiente año escolar, otras sí volvieron para cursar nuevas asignaturas. Laura siguió en la Escuela de Artes y Oficios. A los pocos años se convirtió en maestra. Nunca se volvió a hablar de tener una publicación propia, pero la esperanza nunca desapareció de su alma.

Una tarde, mientras acostaba a su pequeño hijo en la cuna, alguien tocó a su puerta. Le sorprendió ver a su querida maestra Mateana Murguía. Se abrazaron. La mujer traía varios papeles en la mano. Segura, mirándola a los ojos, le extendió los documentos y le dijo: “Se que te unirás”. Laura leyó el primer texto, sin dejar de llorar emocionada. Cada párrafo la delataba de alguna forma:

Aquí estamos

Venimos al estadio de la prensa a llenar una necesidad: la de instruirnos y propagar la fe que nos inspiran las ciencias y las artes. La mujer contemporánea quiere abandonar para siempre el limbo de la ignorancia y con las alas levantadas desea llegar a las regiones de la luz y la verdad. Hemos procurado fundar una asociación con el fin de llevar a cabo nuestros propósitos, por medio del esfuerzo colectivo y con la protección de las clases ilustradas que confiamos alcanzar, puesto que ellas anhelan como nosotras, poner un dique al desbordamiento de las pasiones, contener el torrente de la desmoralización que arrastran la ignorancia y la miseria de la mujer. Que esta publicación logre elevar nuestras más nobles aspiraciones y los más generosos pensamientos para ganarnos un lugar en la familia, la sociedad, la patria y la humanidad.

De inmediato dijo que sí, que se unía, que contaran con ella, con su pluma y sus palabras. Así, el 4 de diciembre de 1887 Laura celebraba en una oficina ubicada en de la calle Cinco de mayo número 16 con otras maestras y amigas haber dado a luz el primer número del semanario Violetas del Anáhuac. Esta vez, nada las callaría, nada las detendría.

Entonces, Laura abre los ojos, le pide a esa joven reportera que titule la entrevista: ¡Aquí estamos! Y empieza a compartir su testimonio.