Estimados lectores de Alicientes intelectuales, quizá les sorprenda ver que yo, su columnista de filosofía política de los últimos 15 años, en este momento me dirija a ustedes desde la sección de narrativa, bajo el título “Un cuento de amor”, tan cursi y diferente de “Leyes espartanas”, “Maquiavelo en la actualidad”, “Expansionismo ilustrado” o cualquiera de mis otros encabezados. A decir verdad, me encuentro sorprendido yo también, pero, al menos poseo un par de motivos que explican este comportamiento: estoy enamorado, de la ficción literaria y de una mujer.

Todo comenzó cuando tenía solo cuatro primaveras, hace 30 años. Por entonces vivía con mis papás en el extremo oeste de Hidalgo, donde la gente se dedica a trabajar las tierras que dejó la reforma agraria de Lázaro Cárdenas, entre exuberantes montañas. Mi juego del día consistía en saltar sobre los charcos causados por la tormenta que anegó la región durante la noche anterior, y así me divertía en el instante en que mi padre pudo hallarme y dirigirse conmigo al interior de nuestro humilde hogar. Allí nos reunimos con mi madre y don Chalino, el dueño de una hacienda muy bien ubicada al pie de la montaña, quien dijo algo como:

—Patito, se ve que eres retravieso, y yo ando buscando a un niño así. Aquí Filimón y Estela son personas honradas, trabajan mucho y te quieren, y por eso dejarán que te lleve a la ciudad a vivir con mi hermanita, que está muy sola y quiere a un chamaquito que le haga compañía.

Al correr el tiempo y crecer en la capital mexicana, pude comprender que don Chalino me había trasladado hasta allá porque amaba y procuraba mucho a su hermana menor: una mujer cultivada y delicada, por entonces profundamente deprimida por la pérdida de un bebé y el abandono de un marido que jamás la quiso. Se llamaba Carmina, aunque para mí siempre fue la tía Mina. Ella terminó de criarme y vio que fuera a la primaria, a la secundaria y a la prepa. Y si tuviera que nombrar lo más provechoso de vivir en aquella cálida residencia, ello sería un insaciable amor por la literatura.

La tía Mina tenía una biblioteca enorme y ahí solíamos pasar tardes enteras leyendo clásicos, pero yo llevé las cosas más lejos y desde pequeño me puse a desarrollar mi propia narrativa. Llené cuadernos con relatos y, cuando fui mayor, con novelas de aventuras, ciencia ficción, fantasía y misterio. Así, elaboré toda clase de personajes, argumentos, escenarios y… no obstante, a una temprana edad me sentí insatisfecho. A mi precoz arte le faltaba una sustancia superior, misma que veía correr con toda viveza en las páginas de Dostoievski, Virginia Woolf y tantos otros genios del discurso literario. Necesitaba conceptos filosóficos y, qué mejor lugar para adquirirlos, pensé al cumplir los 18, que en la prestigiosa facultad de filosofía de la Universidad Nacional. 

¡Oh, musas y lectores del mundo!, ¿hay mayor placer que un texto profundo y bellamente escrito? No para mí. Sin embargo, ascender al elevado monte Parnaso, hogar de la poesía en sí, implica tolerar de cerca al fuego de lo que es realmente bueno y verdadero, y yo no lo soporté. Helios derritió la cera de mis alas y caí, y no volví a tener la voluntad para narrar siquiera un micro cuento, hasta este momento. Respecto a tal debacle, supongo que el primer error fue abandonar la casa de mi tía, y ella no tuvo reparos en decirlo:

—Es un error que te vayas de aquí. El metro que lleva a la universidad está a la vuelta de la esquina, y si eso no te agrada puedo comprarte un auto.

—Lo siento mucho —repliqué—; odio parecer ingrato, pero odiaría más no seguir mi camino, con mis propios recursos, por difícil que sea.

Luego conseguí trabajo como lavaplatos en una concurrida taquería en el extremo opuesto de la ciudad, la cual pertenecía a un señor apodado Coyote, quien no era tan amenazante como su sobrenombre sugería; de hecho, con la condición de barrer y trapear diariamente, Coyote me permitió vivir en un cuarto de servicio ubicado encima de su local, de modo que también fui el encargado de abrir y poner las mesas y sillas en su lugar. Afortunadamente, en la universidad pude acomodar mi horario a conveniencia, y al fin tuve una rutina para sobrevivir: escritura de cinco a ocho de la mañana, taquería hasta el mediodía, clases de una a siete de la tarde, más taquería hasta las diez de la noche, y escritura hasta las dos de la mañana.

¿Que dormir poco afecta terriblemente a la salud?, a quién le importa, cuando uno va tras la grandeza, respondía al ser interpelado por personas preocupadas ante mis marcadas ojeras. Incluso mis papás tuvieron que ir a verme desde el rancho, alarmados por la tía Mina, pero ni ellos pudieron persuadirme de ese viaje romántico en que me había embarcado.

Sólo la agudización de mi pobreza, en forma de anemia y desmayos, me obligaría a descansar y dejar de escribir. Además, la filosofía también requirió horas extra cuando quise enseriarme en ella, y lo mismo ocurrió el día en que unos compañeros me invitaron a formar parte de una incipiente revista que habíamos de nombrar Alicientes intelectuales.

Así, a media carrera mi narrativa pertenecía al pasado, en favor de mi estudio y desarrollo como filósofo, articulista y editor.

Curiosamente, este movimiento no representó el fin de mi pasión por la palabra escrita, sino sólo un ajuste. La verdad es que ello hizo posible que enfocara de manera más congruente aquellas fuerzas de mi juventud, al punto que la revista comenzó a ser conocida entre la gente de nuestra facultad y asimismo en otras. En aquel tiempo integrábamos el equipo: Azálea, Raúl, Julissa, Peter, Rivera y yo, pero más tarde la vida había de llevarnos por diferentes caminos. Azálea se fue a hacer un posgrado a Stanford, en California, y posteriormente se integró a su cuerpo académico. Raúl regresó a su pueblo en Guerrero y desde entonces se dedica a la venta de equipo agropecuario. Julissa quiso estudiar Letras clásicas como segunda carrera, y de igual modo se lanzó por Filología e Historia, lo cual ocupó todo su tiempo. Peter prosperó como locutor y coach de mindfulness, y Rivera se unió a una gran compañía editorial que la condujo a Osaka, Japón.

Y en esta parte del cuento ustedes probablemente se preguntan, ¿cómo sigue existiendo Alicientes intelectuales?, y, ¿cómo sigues tú aquí? Bueno, lo apunté arriba: cuando pasé de ser literato a editor, mi pasión no se apagó; al contrario. La adversidad me hizo resiliente y necio, y en ese trance fui testigo de la partida de mis compañeros, mientras seguía empeñado en empujar este proyecto hasta sus últimas consecuencias. No me rendí en un año, ni en un lustro, ni en una década; a pesar de perder contacto con profesores y amigos, simplemente seguí y seguí, hasta que un día descubrí que ya era bastante bueno en estos menesteres y que –vaya sorpresa– el éxito que tanto ansié estaba allí, es decir, aquí, pues pude generar una revista de alcance internacional, mediante la cual proveo a una enorme audiencia con servicios de edición y traducción, además de nutridos números trimestrales enfocados en cuestiones filosóficas, sociológicas y lingüísticas.

—Veo que saliste del agujero en que te dejamos, felicidades –me dijo Rivera una mañana, mediante un mensaje de texto–. Hoy hubo una reunión de directivos para desarrollar un plan de penetración en Latinoamérica, y Alicientes intelectuales fue mencionada como una revista cultural que interactúa de maravilla con su público. Desde luego que, mi editorial piensa entrar en ese mercado mediante notas de autos y viajes, pero igual nos fijamos en todos los medios prominentes de la región y, lo reitero: estos nipones admiran cómo tus convocatorias temáticas generan colaboradores siempre diferentes, entre tus propios lectores.

Como reptando fuera de un sueño intranquilo, ese día reparé en lo que pasaba conmigo. Habiendo cumplido ya 34 años, por fin tenía dinero y pagaba ordenadamente mis impuestos; finalmente habitaba un amplio departamento en Coyoacán y, ¡oh, gloria de las glorias!: se encontraban tan organizados mis asuntos, que… ¡tengo tiempo libre!, pensé, casi no creyéndolo. Entonces miré en derredor y, por primera ocasión desde la adolescencia, sentí la necesidad de ir al exterior y disfrutar de mis amigos, pero… ahí afuera había… nadie. Siendo honesto, me sentí un poco mal por la falta de esmero que puse en todas mis relaciones amorosas, y comencé a considerar tener una cita con una agradable mujer. Claro que, cada contacto en mi teléfono era un cliente y, ¡estaba más solo que el príncipe feliz! En ese momento respondí al mensaje de Rivera:

—¡Por Zeus, acabo de percatarme de que necesito amor!

—¿Eso es una invitación? Recuerda que estoy en Japón.

—Tú tienes conocidas en México, ¡preséntame una!

—…

—¡Por favor!

Así, salí con Sandra, la pianista; una hermosa muchacha que me invitó a un concierto en Bellas Artes, pues era miembro de la Orquesta Sinfónica de la Ciudad. Después fuimos a cenar y todo parecía ir muy bien, salvo por un detalle: era de esas personas negativas, a un nivel estratosférico. Si yo decía que la sopa estaba rica, ella replicaba que había probado mejores; si la mesera hacía un desplante de buena atención, ella encontraba irritante su perfume; si los músicos del restaurant generaban algún aplauso entre los comensales, ella reía y los llamaba a todos mediocres. Al terminar la velada nos despedimos con cortesía, pero fue evidente que ninguno quería volver a ver al otro. El contacto de Rivera no fructificó, de modo que me vi en la necesidad de recurrir al viejo Peter:

—Mi hermano, preséntame una amiga que quiera tener una relación.

—¡Wow, Pato! Jamás pensé que te escucharía decir eso; déjalo en mis manos.

Ese fin de semana paseaba por reforma con Pamela, una psicóloga que era colega de Peter en su programa de radio. Al llegar a Insurgentes nos metimos al cine de la Diana, vimos una cinta del ciclo francés, y al salir fuimos por unas cervezas a un bar cercano, donde charlamos en torno a la película:

—¡Vaya bodrio! —espetó—. Aborrezco esas producciones donde su único afán es destruir los valores cristianos y familiares. Quiero decir, ¿a quién se le ocurrió que las mujeres debíamos trabajar? Yo prefiero a un marido con dinero que me diga qué hacer, que me dé hijos bonitos y que no ande queriendo cambiar al mundo. Por cierto, ¿viste cómo rayaron el monumento a Colón esos malditos ecologistas que marcharon ayer? ¡Qué gente incivilizada!

Desde aquel día no he vuelto a dialogar con Peter, pues creo que me odia.

Esa noche estaba como al principio, pero aún más desanimado. Dudaba de mí y del mundo, y en tal estado opté por sumergirme en el trabajo nuevamente, pues había que diseñar y lanzar la convocatoria para conformar el siguiente número de Alicientes intelectuales. Preparé un café, fui al estudio, ocupé la silla frente a la computadora y, al presionar el botón de encendido tuve una revelación: ¡las convocatorias!; por años las lancé al ciberespacio como redes de pesca, y ya hacía mucho tiempo que atrapaba con ellas a personas sumamente interesantes, entre las cuales había investigadoras, activistas, literatas y demás profesionistas verdaderamente afines a los temas que trataba cotidianamente. ¿Por qué no publicar una convocatoria de análisis literario que me permitiera entrar en contacto con mi alma gemela?

—Por ética profesional —dijo Rivera cuando le escribí contándole mis retorcidos planes, y enseguida supe que tenía razón. Aunque mis intenciones fueran buenas y la idea emocionante, por ningún motivo podría llevarla a cabo, pues, implicaba malversar datos privados y traicionar la confianza de esas mujeres que, creyendo simplemente participar en un medio público, se verían acosadas por un tío desesperado y patético. Sin dudarlo desistí y me resigné a dejar en manos del destino lo que ocurriera conmigo, pero de todas formas lancé la convocatoria de análisis, porque el tema era bueno y ya había decidido comportarme para no actuar cual viejo cochino. Las semanas pasaron y los textos llegaron, abundantemente. El correo se llenó de ensayos maravillosos y, como si mis principios fueran probados por el cosmos, entre las participantes femeninas destacaban personalidades por demás fascinantes.

Sin embargo, no ser un truhán es algo que valoro, y me mantuve firme en ello. Dejé pasar toda ocasión de extender mi charla con la brillante Lisa Cienfuegos, la más increíble según yo, quien redactó una nota excepcional sobre crítica deconstructiva, partiendo de la obra de Olga Tokarczuk y Margaret Atwood. Ni siquiera firmé los correos que intercambié con ella y, de ese modo, el número sobre análisis literario quedó atrás, al igual que todos sus participantes. Sólo volví a escuchar de Lisa al visitar a mi tía el 10 de mayo (cosa que hice con mayor frecuencia en esas semanas), pues ella siempre ha sido una ávida lectora de Alicientes intelectuales. Al parecer, encontró la nota de aquella joven sumamente estimulante, pero eso fue todo lo que platicamos al respecto.

Ahora sí, me dije de camino al departamento de Coyoacán, Lisa se ha ido para siempre.

¡Ven ya, sopor suave! El corazón ansía demasiado…, escribió Hölderlin, y eso me repetía de vez en vez, cuando, al cabo de medio año, recibí un mensaje de Rivera diciendo que volvía a México por unos meses con la misión de abrir brecha para la editorial japonesa. Nos reunimos una tarde en el Sanborns de los azulejos y, después de una amena conversación, me golpeó con la verdad:

—Yo soy Lisa Cienfuegos.

—¿Qué dices?

—Lo siento. Supongo que me resultó chistosa tu búsqueda de amor, o tal vez adorable. Simplemente escribí el ensayo sobre Tokarczuk y Atwood, y te lo envié.

—¡Tú fuiste la mejor!… al menos para mí.

—Por supuesto, te conozco bien —fue lo que respondió, y clavó en mí esos ojos felinos que, después de todo lo vivido, me tienen escribiendo cuentos otra vez.

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