El ocaso de la antagónica

El ocaso de la antagónica

¿Que la historia fue escrita por hombres? Tal vez fue forzada a ello, porque realmente incluye a todas aquellas mujeres que para poder publicar algún texto tenían que hacerlo anónimamente, o usando un seudónimo masculino; esto porque se pensaba imposible que una mujer fuese capaz de semejante hazaña con un “minúsculo cerebro”. No me sorprendería que El Lazarillo de Tormes o el Cantar de Mio Cid hayan sido escritos por mujeres, junto con muchos otros célebres anónimos en la literatura.

Históricamente, las mujeres han sido silenciadas, menospreciadas, encasilladas y hasta enjauladas, cuando no en un harén, en un arquetipo de mujer. Todos conocemos a uno o más de un hombre famoso por sus letras, sus pinturas, su música, sus investigaciones, inventos y teorías científicas, pero, ¿dónde estaban las mujeres? Buscando destrozar el arquetipo.

Nietzsche, en Genealogía de la moral, habla de la moral de los nobles y la de los esclavos, presentando la creación de los segundos en un sentido simplemente reaccionario; no se trata de una moral que le pertenece a los esclavos, sino que esta moral es en sí misma una moral esclava. Basándome además en la dialéctica del amo y del esclavo,  planteada por Hegel, se me ocurre que es prudente preguntarnos, ¿será que los hombres siempre se afirmaron a sí mismos como lo bueno, el poder, la valentía, la verdad, mientras la mujeres eran “lo otro”? Si las mujeres no eran vistas como esclavas al menos eran sus vasallas; tampoco tenían libertad, pero a diferencia de esa moral esclava, yo creo que las mujeres no buscaban, ni buscamos, crear una moral simplemente reaccionaria, sino afirmarnos a nosotras mismas como parte de esta humanidad.

Recuerdo mis tanteos en la búsqueda de mi libertad. Me revelaba ante la serie de pasos que debía seguir según los adultos; muchas veces no sabía exactamente hasta donde llegaban mis tareas como hermana, como hija, y hasta como mujer, ante aquellas reglas de la decencia: sentarnos con las piernas cerraditas por si algún mirón se atraviesa, procurar que el cabello no luzca desarreglado (soportando las desagradables e incómodas coletitas, regla para jugar con la coquetería de una niña). Conforme pasaban los años, las reglas se complicaban; si te pintabas los labios ahora había que cuidar también el color, no tan rojo porque parecías puta. Entonces hubo que lidiar también con otras reglas. Recuerdo a un hombre, por fortuna un total desconocido, un extraño, que en una reunión me preguntó qué pensaba hacer después de la preparatoria; le conté mis planes: ir a la Universidad en otra ciudad, ante lo cual me contestó: “eso dicen todas, pero terminan embarazadas y se van a vivir con el papá”. ¡Qué valor el suyo de atreverse a manifestar esos alegatos!, iniciando por su generalización y después por creer que por el sólo hecho de ser mujeres tenemos un destino, uno solo, dictado por hombres, por imaginarnos pasivas como nos vieron a lo largo de la historia, esperando a ese Salvador que nos hiciera alcanzar nuestra supuesta meta. Y creo que éstas y otras reglas las seguimos perpetuando como sociedad, bajo la idea de que las mujeres estamos ávidas de aceptación; mas no creo que sea un asunto meramente de un género, como si estar ávidos de aceptación no fuera lo que la llamada modernidad intenta imponernos a todos.

Sucede que todo tiene explicación desde su propia historia, y nosotras hemos crecido viviendo experiencias funestas mediante las cuales nos limitan a ser (a algunas incluso antes de nacer) amas de casa, cocineras, seres puros por excelencia, madres antes que mujeres, una cara bonita que imposibilita cualquier otra acción imaginable. En palabras de Rosario Castellanos: “[…] la mujer es incapaz de recoger un pañuelo que se le cae, de reabrir un libro que se le cierra, de descorrer los visillos de la ventana al través de la cual contempla el mundo. Su energía se le agota en mostrarse a los ojos del varón que aplaude la cintura de avispa […]”[1].

Cuestionando ese orden de ideas, Simone de Beauvoir nos dice que incluso con útero puedes ser no calificada como mujer, creencia que confirmé cuando escuché una lastimosa plática en la que alguien afirmaba: “es que no es una mujer completa, será muy profesionista, pero descuida a sus hijos, su casa y a su marido”. Entonces todos los que esperan  que alguien más, llámese esposa, madre o hija, les dé de comer y cubra sus necesidades básicas, ¿son también personas incompletas? ¿Te conviertes en una persona incompleta cuando no ves por los intereses de los demás antes que los propios?

En relación a este último párrafo, recuerdo a Virginia Woolf y su idea del “hada del hogar”; en palabras de la autora: “Se sacrifica cotidianamente. Si hay pollo para la comida, ella se sirve el muslo. Se instala en el sitio preciso donde atraviesa una corriente de aire”[2]. Qué desdicha identificar en ese personaje a muchas mujeres que me rodean; personaje contra el que he tratado de luchar, porque quisiera que al menos una de ellas deje de asumirlo.

Retratos feministas

Retomo a Rosario Castellanos, cuando dice: “La mujer bella se extiende en un sofá exhibiendo uno de los atributos de su belleza, los pequeños pies, a la admiración masculina, exponiéndolos a su deseo”[3]. Desde mi perspectiva, la afirmación de Castellanos describe con fidelidad El nacimiento de Venus de Cabanel, y me pregunto: ¿quién quiere ser una venus? Tal personaje (sin mirar, y mucho menos confrontar) es pasivo, “perfecto” y expuesto únicamente a la apreciación de un hombre. Sin embargo, opuesto a ello, las mujeres somos una inagotable fuente de posibilidades. Desde mi voz desecho la imagen de una Venus, quiero que estemos influenciadas e influenciados por una Pizarnik, y después gritar, ¡vivir!; también influenciados por una Teresa Wilms Mont y decirle que me contagió su amor por la nada; por una Alfonsina Storni y asegurarle que ¡no sólo los hombres hacen ruido!; por una Clarice Lispector y contarle que yo también me he dicho deslumbrada: “qué misteriosa soy”; por una María Luisa Bombal para reírnos de las veces que al enamorarme perdí a un amigo y lo reemplacé por una tragedia; por una Mary Shelley que inspiró a más de uno con Frankenstein; por Agatha Christie, y contarle cómo fregar los platos también me ha convertido en maníaca homicida; por Carmen Martin Gaite y darle la razón cuando dice que lo raro es vivir; por una Gloria Fuertes para contarle que el árbol de mi pecho encontró un espantapajaros. Dejémonos influenciar por aquellas que no guardan ni una gota de espíritu y que se desbordan en un poema, en cada palabra y verso.

Seamos conocedores –y ¿por qué no admiradores?– de Marie Curie y su “pacto de damas”, con el que ella y sus hermanas se costeaban mutuamente sus estudios, gracias a lo cual años más tarde sería la acreedora a dos premios nobel; de María Goeppert Mayer y su demostración de que los neutrones y protones tienden a acoplarse juntos; de Donna Strickland y su método para generar los pulsos de láser más cortos e intensos creados por la humanidad; de Mary Anning, quien se dedicó a salvar fósiles; de una inconmensurable Hypatia de Alejandría, para ser parte de sus clases sobre filosofía, matemáticas, y astronomía; de Lynn Margulis, quien se cuestionó sobre el origen del mundo y respondió con la teoría de la endosimbiosis; de Dorothy Crowfoot, quien dejó a todos boquiabiertos con su desarrollo de la cristalografía de proteínas; de Emmy Noether, fundadora del álgebra moderna; de Ada Lovelace, introductora del concepto de “bucle”, y considerada la primera programadora de la historia; de Caroline Lucretia y sus descubrimientos de cometas, nebulosas y hasta galaxias; de Henrietta Swan, quien descubrió como medir distancias en el espacio, haciendo que el cielo nocturno dejara de ser un paño de dos dimensiones.

Hoy no sólo somos voces, ni murmullos, ni sollozos; somos altavoces de una Suzanne Valadon, juzgada y restringida en su arte por ser una loca que se atrevió a pintar un desnudo de Adán y Eva, protestando mediante su lienzo contra la prostitución infantil; de una Rosalind Franklind a quien se le negaba, por tener vulva bajo la falda, el reconocimiento de su trabajo: las fotografías de ADN con la mejor nitidez de su época; de una Gala que participó activamente en la pintura de Dalí (no sabemos con exactitud hasta dónde); de Lou Andreas Salomé, espíritu libre pero que necesitó usar un sobrenombre que hacía referencia a un hombre, para poder escribir y publicar; de Rosa Parks, quién se negó a ceder su asiento a un hombre blanco y en consecuencia fue arrestada; de Remedios Varo, quien plasmó en sus obras las ideas menos convencionales; de Leonora Carrington, quien rechazó la jaula de oro; de Kathrine Switzer, retadora de quienes decían que las mujeres no podían correr un maratón; de Annette Kellerman, nadadora profesional arrestada por “indecente” al usar públicamente un traje de baño de una sola pieza; de Lise Meitner, quién descubrió la fisión nuclear pero por razones evidentes no fue acreedora al premio que merecía; de Maruja Mallo, Marga Gil, María Zambrano y todas “las sin sombrero” que escandalizaron al atreverse a salir sin esa prenda; de Hanna Arendt y sus reflexivas letras.

En este hilo conductor de la desfachatez me salta a los ojos la manera en que eran conocidas muchas de ellas, pues las reconocemos con los apellidos de sus esposos: Clara Schumann, Gala Dalí, Virginia Woolf, Ada Lovelace, Lou Andreas Salomé y muchas más, como si su identidad y sus mentes les debieran a ellos una parte de lo que fueron.

¿Acaso los hombres que quieren perpetuar estas reglas y un arquetipo de mujer temen la sublevación de “lo otro” porque significaría pérdida de poder? ¿Temen el despliegue humano de las mujeres? O peor aún, ¿tienen miedo de su propio despliegue humano porque no sabrían que hacer sin una parte opuesta antagónica? ¿Acaso hay mujeres que también quieren perpetuar tales reglas y arquetipos? ¿Por qué algunas mujeres aún temen su libertad?

Pienso en lo que Cortázar llamó los seudópodos de las amebas: cada quién mirando y alcanzando diferentes perímetros: “Por un lado alcanza lejos; por otro no ve una lámpara a dos pasos […] Puedo saber mucho o vivir mucho en un sentido dado, pero entonces lo otro se arrima por el lado de mis carencias y me rasca la cabeza con su uña fría”[4]. Reconozcamos la diversidad de las otras y los otros.

¿Quién se atrevió a decir que las mujeres no sabemos convivir entre iguales? ¿Mujeres juntas? hasta difuntas. Reconozcámonos, convivamos, caminemos y amemos en la diversidad.

Así como el mundo se contagió de «caballeros”, de la familia compuesta por mamá y papá, de una belleza “femenina», de la compra del celular de moda, del gusto a la comida rápida, que así el mundo se contagie de la valentía y creatividad de una Suzanne Valadon, de la confrontación de una Leonora Carrington, de una Rosa Parks; que se contagie de la diversidad y en la diversidad. Que así sea.

No somos un antagónico, ni somos inválidas intelectuales ni tampoco tenemos un sexto sentido. Y no sólo se trata de creer, hay que actuar conforme a nuestro juicio, y para eso primero necesitamos tener uno. Como bien dice Castellanos, quiero salir de las galerías en las que nos han puesto. Busquemos la libertad.

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Bibliografía

– Rosario Castellanos. Mujer que sabe latín. Fondo de cultura económica, México, 2003.

– Cortázar J. Rayuela. Alfaguara. México, 2013.

– Simone de Beauvoir. El segundo sexo. Cátedra, Barcelona, 2017.

– Friedrich Nietzsche. La genealogía de la moral. Alianza, Madrid, 2004.

– Biografías de mujeres. [Internet]. Disponible en: Mujeres bacanas, Mujeres de la ciencia, Mujeres con ciencia, Mujeres pioneras.


Notas

[1] Rosario Castellanos. Mujer que sabe latín. Fondo de cultura económica, México, 2003, p. 11.

[2] Rosario Castellanos. Op. cit. p. 13

[3] Ibid. p. 11.

[4] Cortázar J. Rayuela. Alfaguara. México 2013, p. 433.

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