Nadie nos enseñó a ser padres; esta es una expresión que todos hemos escuchado en algún momento de nuestras vidas, ya sea después de una discusión en la que fuimos el centro de los ataques debido a las decisiones que tomamos sobre la crianza de nuestros hijos, como incentivo para seguir conversando sobre los problemas que otras personas tienen con los suyos, o simplemente como disculpa por parte de nuestros propios padres. Sin embargo, esta frase guarda una verdad que muchos olvidan sobre los hijos y la crianza. Una tan simple como esta: los niños no son iguales a los adultos.

Dicho así resulta evidente: basta con mirar a un niño parado junto a sus padres para advertir que no son iguales. La diferencia física entre ambos es obvia, mas no lo es tanto la diferencia psíquica. Con el contraste psíquico me refiero a que la mente del niño no opera de la misma manera que la mente adulta. Sin embargo, el trato que reciben los niños está basado completamente en las cualidades del adulto. Esto quiere decir que una gran mayoría de padres están empleando un tipo de crianza con sus hijos como si de un adulto inferior se tratase. Un adulto que no es tan fuerte, inteligente o consciente como el promedio; un ser que necesita de nuestra constante vigilancia y ayuda.

Es válido ver a nuestros hijos como seres hermosos y perfectos, como extensiones nuestras que lograrán perpetuarnos en el futuro y, como tales, colmarlos de amor y cuidados. Cuando se les pregunta a los padres o madres sobre lo que esperan de sus pequeños en la vida, la respuesta más común es que sean felices. Pero en este proyecto de vida, algunas veces caemos en errores sutiles que podrían obstaculizar tan noble objetivo. En ocasiones, puede parecer que la felicidad que realmente buscamos es la nuestra como padres.

Cuando observamos a un niño de dos años intentando bajar un pequeño escalón por su cuenta, la primera reacción es ir en su ayuda, dándole la mano o, en el peor de los casos, cargándolo para evitarle el esfuerzo del peldaño. Ejemplos de este tipo conforman una larga lista y estoy seguro de que ya comienzas a recordar otros más que has presenciado. Sin embargo, aquí se encuentra la diferencia entre la mente del niño y la del adulto. El adulto, al mirar a ese pequeño que analiza la mejor forma de bajar el escalón, sólo piensa en el daño que podría hacerse (puesto que se le cree incapaz) y en lo buen padre que sería al evitarle un dolor hipotético; pero en esta historia existe otra versión que no es considerada, y es la versión del niño. Abordaremos dicha parte desde nuestra perspectiva adulta para entender mejor al infante. Imagina que comienzas a tomar clases de algún instrumento musical (o de lo que sea que te guste); mientras practicas, llegas a una parte sumamente difícil y procedes a estudiarla; cuando sientes que por fin eres capaz y estás por mostrarle tu desempeño al maestro (con cierto grado de emoción por tu logro), este te dice: “no te preocupes por esa parte, es muy difícil para ti y no creo que puedas, mejor la toco yo y tú sigue con el resto”. Tal vez no significaría mucho la primera vez, pero si esta actitud se repite, más temprano que tarde dejaríamos de lado el instrumento y, peor aún, podríamos sentirnos inferiores. ¡Es exactamente lo que ocurre con el niño! Todos repetimos como un mantra que la infancia es la parte más importante en el desarrollo humano, pero no sabemos reconocer la forma en que se da dicho desarrollo, y por descuido o comodidad le ahorramos a los niños el esfuerzo que supone dominar sus impulsos. Entonces, cuando un adulto interfiere de una forma indiscriminada, el niño se pierde la oportunidad de realizar una conquista muy importante que habría contribuido a la construcción de su carácter.

Entiendo que los padres actúan desde el amor que sienten por sus hijos, pero es fundamental saber identificar cuando nuestra intervención resulta contraproducente. No te alarmes por lo expuesto hasta ahora, la infancia es un periodo crucial que no resulta tan misterioso si logramos entender que los niños se encuentran en una búsqueda constante de dominar las capacidades que gradualmente descubren.

Para entender el misterio de la infancia es necesario que comencemos a ver la educación desde una perspectiva diferente: una que contribuya al desarrollo completo del niño, en lugar de la perspectiva tradicional, misma que se enfoca en la simple intervención académica.

Es bastante común pensar que la educación de los niños pequeños se remite únicamente a la lectura y la escritura; aunque es bien sabido que éstas son habilidades capaces de modificar positivamente la estructura cerebral, me atrevo a decir que son insignificantes en comparación con otras conquistas que deben realizar los infantes antes. Aquí surge otro conflicto entre el niño y el adulto: el ritmo de aprendizaje.

Pero, ¿qué aspectos del desarrollo infantil podrían ser más importantes que la lectura y la escritura? El niño debe dominar su cuerpo primero, posteriormente desarrollará su voluntad y, no menos importante, su autoestima. Estas son cualidades indispensables para el aprendizaje académico. No quiero decir que sin ellas los niños sean incapaces de aprender cualquier cosa; sin embargo, muchos problemas de aprendizaje pueden ser adjudicados a la deficiencia en alguno de estos puntos.

El desconocimiento de la importancia que tiene desarrollar el carácter infantil, antes de comenzar a impartir cualquier conocimiento académico, lleva a que muchos padres se concentren en desarrollar en sus hijos las habilidades requeridas por el sistema tradicional cuanto antes; incluso, algunos más atrevidos pretenden inculcarles habilidades que se encuentran fuera de toda discusión para edades tan tempranas (como la programación, por ejemplo); todo esto con la esperanza de facilitar el futuro académico del pequeño o la pequeña ante la perspectiva de una férrea competencia global.

La educación tradicional descansa sobre la idea consistente en que el menor es un ser vacío de conocimiento, y en que, por lo tanto, es necesario contar con figuras de autoridad (como los maestros) que se encarguen de educarlo; así, usualmente dicha forma de instrucción se centra en la retención de información descontextualizada. No obstante, resulta chocante decir que, en realidad, los pequeños se educan a sí mismos exclusivamente a través de las experiencias que viven en su entorno, y no a partir la instrucción directa de los adultos, misma que ayuda a determinar la calidad del aprendizaje. Por ejemplo, un niño que se para de cabeza, se sube a su sillita o salta entre las filas ante la mirada frustrada del maestro, puede estar manifestando la necesidad de salir y satisfacer su pulsión motriz. En ese momento, el maestro podría obligarlo a permanecer sentado y atender a la lección; sin embargo, el éxito de tal intervención sería negativo porque el docente habría logrado imponer su voluntad sobre la del niño. Recordemos que la educación busca formar individuos competentes, y un niño al que se le ha destrozado la voluntad durante el periodo escolar, muy difícilmente será un adulto competente.

El amor de los padres puede convertirse en restricciones del desarrollo infantil debido al desconocimiento. Imaginemos un bonsái. Para lograr la curiosa forma que lo caracteriza, se le tiene que someter a un tratamiento específico (podarlo, cortar ramas, darle forma), hasta que el jardinero se sienta satisfecho con el resultado. Con los padres sucede algo parecido. En su deseo por educar bajo criterios personales pueden caer en los mismos tratamientos que el jardinero: direccionando y enfocando el desarrollo del niño hacia fines completamente arbitrarios, descuidando las necesidades reales del infante. Con esto no quiero decir que se debe dejar al niño sin ningún tipo de límite, pero debemos recordar que se trata de un ser humano diferente, y como tal, necesita formar su propia personalidad. El riesgo que se corre en esta situación es la sustitución del ego infantil, es decir, la implantación de la personalidad paterna o materna en el pequeño.

Entonces, ¿en qué momento el niño realiza todas esas conquistas? Precisamente, por la forma en la que lo hace, es por lo cual la infancia parece un misterio, pero la respuesta es, simplemente, mientras juega.

El juego del niño se convierte en su trabajo. Si alguna vez has observado la concentración que un pequeñito alcanza cuando intenta meter un bloque en su cubeta, te habrás dado cuenta de que dicha actividad representa para él o ella mucho más que un juego. Tanto el adulto como el niño trabajan. La diferencia radica en que el producto del trabajo que realiza el niño no es material. Como adultos, podemos observar la retribución de nuestro trabajo en la forma de un salario, pero el niño no tiene manera de entregarnos cuentas por este supuesto trabajo que desempeña. Motivo por el cual es menospreciada toda actividad infantil. Sin embargo, el trabajo que hace el niño es de una importancia mayor porque el adulto que sea en el futuro dependerá completamente de este periodo primordial. El perfeccionamiento de sus propias capacidades y la formación de su personalidad son el producto del trabajo del niño.

Este es un proceso que comienza desde el nacimiento, pero se vuelve más evidente a medida que el infante comienza a interactuar con su entorno. Alrededor de los dos años notamos que imita a los adultos que lo rodean. Los adultos ríen y disfrutan de este espectáculo, como si el niño fuese su bufón; sin embargo, los pequeñitos intentan descifrar el funcionamiento y los roles sociales a través de la observación e imitación. Esto arroja una pista sobre la función que tienen los padres en la educación de los hijos, pues será el ejemplo de lo que absorberán los pequeños. Si pretendemos que el niño desarrolle hábitos específicos, debe vivir entre personas que ejerciten dichos hábitos. Recordemos que durante el periodo comprendido entre cero y seis años los niños buscan adaptarse para poder pertenecer a su grupo social. Por lo tanto, los padres se convierten en los colaboradores del desarrollo, en lugar de ser los encargados de una educación directa. Es decir, el niño aprende al observar.

Entendido esto, ¿de qué manera podrían colaborar adecuadamente los padres en el desarrollo de sus hijos? Respetando el trabajo del niño. Como mencioné en el ejemplo del pequeño que intenta bajar el peldaño, a veces los obstáculos se presentan en forma de ayudas innecesarias. Es común que durante una visita, la madre o el padre tome al hijo, sin importarle lo que éste se encuentre haciendo, para llevarlo a mostrarse. Esta es una actitud completamente irrespetuosa, ya que subcomunica que las actividades que pueda estar desempeñando el pequeño no tienen importancia, como si no pasara nada al interrumpirlo de forma indiscriminada. Estoy seguro de que no haríamos lo mismo si nos encontráramos con un compañero de trabajo concentrado detrás de su computadora. Sin embargo, es durante los periodos de concentración cuando los niños organizan su propia psique y desarrollan el sentido de la voluntad. Aunque pudiera parecer radical, las constantes interrupciones al trabajo infantil podrían degenerar en el pequeño un primitivo sentimiento de impotencia.

Los niños siempre se decantarán por actividades específicas de acuerdo a las necesidades que estén experimentando en un momento determinado, lo cual, ante los ojos de la mayoría de los adultos, puede parecer simple distracción. Es bastante común encontrar, durante la educación obligatoria, niños que tienen problemas para poner atención o concentrarse en una sola actividad; de hecho, estas actitudes son tan comunes que se han convertido en cualidades, aunque malentendidas, propias de la infancia; cuando, en realidad, se trata de las consecuencias de las interrupciones de la actividad infantil durante los periodos de concentración de los que hemos hablado.

Durante sus primeros seis años de vida podemos advertir la personalidad que el niño tendrá durante la adultez. Motivo por el cual debemos aprovechar este periodo para inculcar los hábitos y valores que acompañarán a nuestros hijos durante el resto de su vida; sin embargo, es importante ser conscientes de que aspectos negativos, como complejos o inseguridades, también pueden ser absorbidos durante este tiempo (y estos pueden originarse cuando obstaculizamos el desarrollo natural del niño). Teniendo esto en mente podemos vislumbrar el verdadero significado de la educación. Un acto de amor que guía la energía potencial del desarrollo humano.

Todos saben que la educación comienza en casa, y para poder entenderla desde un enfoque que centra la atención en el desarrollo general del individuo, más que en la obtención de conocimientos, debemos ser conscientes de lo que queremos para nuestros hijos. ¿Buscamos que satisfagan una necesidad que nosotros, como padres, tenemos?; ¿hay que darles lo que nosotros no tuvimos, pensando que así aseguraremos su felicidad?; o, ¿queremos que se desarrollen plenamente, con autoestima y voluntad? Es cierto que nadie nos enseñó a ser padres, pero tampoco necesitamos estudiar todas las teorías pedagógicas para saber que lo único que necesitan nuestros hijos para desarrollarse plenamente a nivel psíquico es un amoroso respeto de sus ritmos.