Edo consistía en unos cuantos centenares de casuchas habitados por campesinos y pescadores.

The Sogun’s city, A history of Tokio.

I

La costa se mostraba apacible y el oleaje del mar tranquilo, con el horizonte soleado. Toda aquella comarca la habitaba un grupo de gente que vestía túnicas largas. Todos ellos trabajaban con esmero sólo para sobrevivir día a día. Las casuchas donde vivían, de piedra y barro, exponían techos de ramajes amarillentos. Cada mañana, los hombres se adentraban en la mar para extraer el pescado, fuente de su trabajo y alimentación. Más allá del horizonte, nadie imaginaba qué mundos posibles podían existir porque la enormidad del mar inexplorado a nadie importaba. Cierta tarde, cuando el sol mortecino iba ocultando su claridad y, en la orilla de la playa, dividían las porciones de pescado, les llamó la atención una figura oscura que se avecinaba. Viajaba sola, en medio del mar, remando sobre una balsa liviana que la aproximaba más rápido. Aquellos pobladores se adentraron unos metros en las aguas de un oleaje calmo para ver con más claridad de quién se trataba, pero la reverberación marítima se los impedía.

Era 1590 cuando aquel desconocido arribó a esas playas y caminó salpicando sus aguas. El visitante, ataviado con unas extrañas prendas de  bordados bonitos y elegantes, escrutó a todos lados de aquel paraje. Se sorprendió cuando notó con mejor precisión a la gente mísera que habitaba la región. Los  pescadores, sumisos por su pobreza, le interpelaron en su dialecto nipón:

—¿Qué vientos lo han traído por aquí?

—Sólo he venido a explorar esta región para saber quiénes la habitaban— dijo el visitante frunciendo el entrecejo, pensativo. Luego preguntó—: ¿Qué lugar es este?

La gente, arremolinada en torno al visitante, casi al unísono, le respondió:

—Estás en Edo.

Hubo un intercambio de ideas para reconocer cómo era aquella cultura y entender si podía permitirse una reciprocidad de intereses entre el uno y los demás. A alguien se le ocurrió preguntar:

—¿Cómo se llama usted?

—Ieyasu Tugokawa.

El visitante misterioso, de quien solo se sabía su nombre, pensó en quedarse unos días mientras inspeccionaba más allá del grupo de casuchas. En su recorrido se topó, a varios kilómetros, con las ruinas de un castillo muy antiguo, derruido, y las aguas del río Sumida. «Quizá debió pertenecer a los primeros emperadores, ya extintos», se dijo. Dos días después de estos hallazgos reflexionó sobre esta realidad extraviada y se convenció que esta gente  jamás había salido de la periferia de su pueblo. Entonces, les informó que les ayudaría a mejorar sus condiciones de vida y su comercio exterior, pues su principal fuente de ingresos era la pesca. Los pobladores de Edo se miraron pensativos y no entendieron a qué se refería, dado que, más allá, suponían, no había nada. Tugokawa supo la ignorancia de estas personas, pues no sabían escribir. Por tal razón, decidió quedarse más tiempo del calculado por su ilustre memoria. Se instaló en una casucha en las afueras del poblado y allí, en soledad, premeditó los arreglos para hacer de aquella aldea miserable un punto de llegada para otras vías marítimas.

II

Cinco años atrás, es decir, en 1585, Ieyesu Tugokawa, se enfrentó con el señor feudal y primer jefe del ejército imperial, Hideyoshi Toyotomi, cuando éste, con sus tropas, llegó a la región que gobernaba Tugokawa. La lucha de su pueblo contra el ejército imperial fue cruenta, hubo muchos muertos y por todos lados la sangre sepultó cualquier verdor. Para no perecer como otro soldado, cuando se vio sin salida para huir de la derrota, Tugokawa decidió aliarse con Toyotomi, quien, al final, le entregó el mando de su propio territorio. Interesado en emplear la fuerza y astucia de Tugokawa, el jefe imperial  decidió que juntos podían dirigirse al este y apoderarse, en nombre del Emperador, del castillo de Odawara, en la región de Kanto, gobernada por la gente libertina de los Hojos.

—Todo debe ser consumado y el Emperador nos bendecirá con buena voluntad— dijo Toyotomi.

Tugokawa sólo asintió.

Posteriormente, con las tierras de Kanto dominadas, Toyotomi pensó alejar a Tugokawa de su nuevo dominio, pues sus propuestas de conquista interesaban más al Emperador. Entonces, le ordenó hacer un viaje de inspección, más al este, en zonas aún no conocidas por el imperio, desde donde no interferiría en sus decisiones. Tugokawa no entendió con exactitud el porqué de esa decisión, sin fundamento, pues por esos lugares solo se vislumbraba cerros y mar.

—Tú eres un soldado de mucho valor e ingenio, sé que lo lograrás— lo alentó Toyotomi.

Seducido por la voluntad amigable de su compañero y alentado por las venias que recibiría del Emperador, asumió el reto, sin importarle explorar regiones ignotas. Los días fueron arduos para él y los ochenta soldados que lo acompañaban. Caminaron un largo tramo de desierto y muchos de sus hombres perecieron porque no soportaron la inanición. Cuando llegaron al mar y se embarcaron rumbo a su devastadora aventura, los demás perecieron víctimas de las altas mareas y las lluvias, hundiéndose con sus balsas. Solo Ieyesu Tugokawa, por su habilidad, logró sobrevivir. Desde que Toyotomi lo enviara en expedición a finales de 1585, habían transcurrido cinco años. Es en ese momento cuando, en plena mar, pudo distinguir a lo lejos una playa, sin saber si hallaría gente por las inmediaciones, porque todo este tiempo nunca vio a otras personas además de sus compañeros. Mientras se aproximaba a aquella orilla vislumbró con más claridad a gente y casitas. Después, llegó a la costa y fue rodeado por un grupito de personas, quienes lo miraban absortos y lo atenazaban con sus brazos ansiosos. Debía saber con imperiosidad qué lugar era ese.

El sol siguió calentando y la claridad de la tarde auguraba paz.

III

Tugokawa, en diez años, había convertido la aldea de Edo en un lugar próspero. Logró construir mejores casas con material de piedra y un fuerte puerto para trasladar mercancías; además, estableció la comunicación con los pobladores de aldeas cercanas a las costas de China, quienes arribaban a las costas de Edo solo para llevarse la abundante variedad de peces, tan pura y valiosa en aquellas aguas. Tugokawa, cada vez encontraba mejores beneficios para la aldea, hasta que una mañana como cualquier otra de 1600, le llegó la noticia de la muerte de Toyotomi. Supo que los siguientes días se honró su memoria. No hubo un líder feudal quien dirigiera todo el orden jerárquico y político del círculo imperial. Si no se remplazaba a Toyotomi, pronto habría un desorden que afectaría a todos. Se sabía que, luego de Toyotomi, la persona idónea para ocupar ese cargo, por sus méritos, era Ieyesu Tugokawa, por lo que, un mes después, enviados del Emperador llegaron a Edo y se lo notificaron. Sin miramientos, aceptó toda la responsabilidad y confianza en él depositada.

Desempeñó con eficiencia el cargo otorgado por el Emperador de entonces, durante la Dinastía Ming. Por los méritos de su trabajo, en 1603, Tugokawa se convirtió en el primer Shogun y gobernante del país. A su regreso a Edo hizo reconstruir el castillo abandonado que halló cuando llegó allí por primera vez, dejándolo mucho más suntuoso, como nadie se lo hubiera imaginado (de la península de Izu, trajo piedras de granito para ese propósito). Como Shogun, decidió que todo asunto administrativo sería trasladado a Edo y, como plenipotenciario, los señores feudales de Kioto, Yokohama y Osaka, trasladaran sus feudos cerca a Edo. Así, poco a poco, Tugokawa fue engrandeciendo el comercio para el resto de la isla. Todas las decisiones las remitía desde el castillo, ya que salía poco de allí. Con los años, Edo se fue convirtiendo en una urbe y, de las casuchas que alguna vez poblaron la costa, ya ni recuerdo quedó. Desde la cima de su palacio, Tugokawa observaba el crecimiento de la aldea que descubrió y rememoraba a su llegada, hacia tanto tiempo. Ahora sí, empezaría su reinado y sus herederos pasarían a formar la dinastía Tugokawa, mientras este territorio se convertía un lugar ubérrimo.

IV

Los pobladores cercanos a la isla, como coreanos y chinos, con el devenir de los años, se convirtieron en los más interesados compradores de las mercancías provenientes de Edo. En tanto, este puerto, gobernado algunos siglos por hijos de la dinastía Tugokawa, mantuvo el firme recuerdo de su antepasado, a quien respetaban y no le faltaron en nada.

Un mediodía de 1853 arribó a las costas de Edo una flotilla de barcos procedentes de algún lugar desconocido, cuyas máquinas rugían con motores nunca antes vistos por la zona. Bajaron de esas máquinas unos hombres barbados y coloradotes al mando de un tipo que se hacía llamar Mattew C. Perry. Estos extranjeros contemplaron todo aquel panorama  y consideraron a esa gente, por su modo de vida, personas en un estado de inferioridad. El heredero de la dinastía Tugokawa, quien ostentaba el título de Shogun, fue a recibirlos con pleitesía, pero los otros no les prestaron atención mientras hablaban en su inglés bucólico, ostentando su alta tecnología y una supuesta superioridad social. Pero al menos pusieron interés en comunicarse e intentaron entenderse. Los edenses supieron que los extranjeros provenían de un país llamado Estados Unidos, a muchos días de camino. Desde el momento en que estos dos pueblos diferentes, al margen de entenderse, tuvieron disputas, los estadounidenses se alzaron con triunfos inevitables y obligaron a los edenses a asimilarlo, así no estuvieran de acuerdo. Hubo conflictos que acabaron por declinar la dinastía de Tugokawa para hacer del puerto de Edo un lugar monopolizado por otras fuerzas, donde invirtiera el resto del mundo. Era necesario idear un nombre para este pueblo, histórico, crucial, difícil de olvidarse para los demás, que cuando lo nombraran fuera sinónimo de poderío; no un insignificante nombre, intrascendental como Edo. El nombre debía imponer su propia marca indeleble para quienes llegaran aquí. Un nombre de gran trascendencia para el resto de los pueblos del mundo, un signo difícil de olvidar. Varios edenses, en su dialecto nipón, optaron por llamarle:

—Tokio —todos celebraron esta nueva denominación cuyo significado se traduciría por la eternidad como Capital Oriental. Extranjeros y nativos consintieron con beneplácito en el nuevo nombre.Mucha gente comenzó a llegar a esta nueva tierra descubierta. Su economía prosperaba cada vez más y su monopolio comercial era muy requerido por otros pueblos de lejanas tierras. Un año después del desembarco de la flota de Perry, desde Estados Unidos, llegó el primer telégrafo que unió Tokio con Yokohama. Así, esta nueva tierra se vinculó, cada vez más, con el resto de los pueblos existentes más allá de los distintos horizontes. Con la caída definitiva de los Tugokawa, el castillo fue desalojado y tomado por el Emperador de esos años, quien abandonó Kioto para instalarse en Tokio. Vio en aquel territorio más frondosidad para desarrollar sus necesidades imperiales.            

Un nuevo país se extendió por los mares del Pacífico. Los habitantes de Tokio fueron aprendiendo que la disciplina era el éxito para la prosperidad, pues no había tiempo para el descanso fútil. Su herencia cultural les hizo comprender mucho sobre cualquier posibilidad de cambio, adquirir aprendizajes nuevos para implementarlos y enriquecer su sociedad. Pronto, el nuevo siglo estaba por venir y la ciudad no dejó de crecer en territorio, y su comercio se convirtió en un consorcio requerido para cualquier horizonte extranjero. Varios siglos después, la aldea precaria de Edo se convirtió en Tokio, cuyo nombre es símbolo de tecnología y poderío continental.