La sombra de Patroclo. Un cuento sobre la guerra de Troya
El rumor del festín finalmente se había apagado y los últimos rezagados entraban tambaleándose a sus tiendas; algunos mirmidones permanecían sentados fuera de las suyas, murmurando quedamente con la mirada baja, y sólo el estruendo de las olas que rompían con las rocas y bañaban la arena quebraba el silencio de esta noche en la que el duelo cubría por igual las naves y la ciudad. En las calles se oían los suspiros temerosos por la pérdida del último defensor de Ilión; Príamo y Hécuba lloraban la muerte del mejor y más querido de todos sus hijos; Andrómaca chillaba aferrándose al condenado Astianacte; Helena despreciada deseaba la muerte; Casandra gemía el futuro que nadie escuchaba; Briseida lideraba el llanto de las argivas; Aquiles caminaba cansino en la playa, con la mirada perdida en el horizonte, imaginando la Ftía que nunca volvería a pisar. Dejando en la arena unas suaves huellas que pronto el mar borraría, Aquiles encontró un pequeño claro un poco alejado de la luz de las antorchas y la mirada compasiva de sus compañeros; dándoles la espalda se sentó mientras veía cómo las olas bañaban la costa. Pensó en Héctor, protegido por Apolo y Afrodita de los perros y la putrefacción, y al recordar que ahora que había cumplido su venganza su propia muerte se encontraba cerca no supo si aquel destello de anhelo estaba dirigido a la gloria o a la perspectiva de unirse pronto a su amigo recién vengado. Se sintió cansado, y las piernas agotadas por la persecución y los miembros adoloridos por el combate comenzaron a protestar con pujanza. La sangre y mugre aún lo cubrían, pero se negaba a tocar el agua ofrecida por Agamenón hasta no haber cumplido hasta la última de las promesas hechas a su compañero. Las lágrimas se acumulaban en sus ojos y se negaban a abandonarlo, y aunque sentía los párpados tan pesados como losas Aquiles se negaba a su vez a aventurarse en algún sueño liberador en el que quizá Patroclo nunca hubiera existido. Quería embriagarse en su dolor y apurarlo con ayunos y vigilias, pues sólo en su dolor sentía a su amigo cerca. Mas aquel semidios que había hecho huir a los troyanos con su presencia no podía seguir luchando con el cansancio que lo dominaba, por lo que se recostó en la arena mientras sus sollozos se hacían más pausados y quedos hasta que finalmente el sueño acudió a él.
—¿Apenas duermes, Aquiles, y te olvidas de mí?
Aquiles abrió desmesuradamente los ojos y contuvo el aliento al enderezarse de golpe y tantear instintivamente buscando un arma o escudo; se detuvo al instante ante la visión que se le ofrecía, y por primera vez en su vida quedó totalmente petrificado. No había hombre ni dios que hubiera podido causarle el mismo estupor que ahora lo invadía, aunque tras recuperarse un poco se preguntó si no se encontraba ante algún cruel juego de Apolo para castigarlo por la muerte de Héctor. Pero supo, apenas percibió su inconfundible mirada, que frente a él estaba, tal y como había sido en vida, su querido Patroclo.
Los gruesos labios del hijo de Menecio se separaron, y la grave voz de su amigo llegó a Aquiles de forma lejana y débil, como si el viento que se estrellaba en su rostro se llevara también la voz del muerto. El hijo de Tetis escuchaba sin prestar atención a lo que las palabras de Patroclo significaban, deleitándose en aquella voz que creyó que no volvería a escuchar, temiendo a cada instante que el estruendo de las olas se la arrebatara. A pesar del viento los cabellos de Patroclo permanecían inmóviles, y su ancho pecho ya no se hinchaba para tomar el aire que no necesitaba; vestía una sencilla axomis que Aquiles reconoció en sus recuerdos, y al fijar la vista en el lado desnudo del torso pudo notar las heridas límpidas y sin sangre que se confundían con la terrible palidez de su piel. Volvió su mirada a los bellos ojos de su amigo y lo escuchó de nuevo, pero esta vez el significado de sus palabras llegó a él con su voz, pintando un mar de sombras brumosas arremolinándose y formando un muro más grueso y alto que aquel que protegía aún la ciudad de Príamo, perdiéndose difusamente en la oscuridad y la calima, impidiendo al alma del insepulto héroe unirse a ellas. Aquiles sintió miedo ante la demanda de su amigo de enterrar cuanto antes el cuerpo que le impedía cruzar la Estige para reunirse con aquella bruma de sombras desgraciadas. Con tristeza Aquiles fijó sus ojos en los de su amigo, sin lograr encontrar la fuerza o las palabras para dirigirse a él, a quien no podría negarle nada a pesar de que con su muerte aquel le había negado su tan necesaria compañía. Patroclo estiró la mano en silencio y su mirada se tornó inquisidora; Aquiles se prestaba a tomarla cuando sintió renacer en su pecho toda la rabia que lo había embargado antes, al vislumbrar a Héctor en las murallas. Mas aquella rabia, innegable a pesar del dolor que le causaba, la sintió dirigida a la imagen frente a él. ¿Por qué no pudo hacerle caso y regresar a la tienda después de lanzar a los troyanos de las naves? ¿Por qué tuvo que atacar embravecido a quienes ya huían? Pero entonces, cuando sentía el reclamo formarse en su pecho y amenazaba con salir violentamente, pudo ver, como si los ojos de su amigo fuesen el más límpido espejo, el reflejo de quien eligió la gloria sobre la vida.
Patroclo no podía escuchar los pensamientos de su amigo, pero así como en vida ahora también podía leerlos en sus ojos. Lo miró con una tristeza que amenazaba con desbordarse sobre sus mejillas, y al levantar de nuevo la mano lo hizo suplicante. Sabía que una vez que Aquiles cumpliera con sus promesas y entregara su cuerpo a las llamas, Patroclo cruzaría finalmente la Estige y se uniría a las sombras sempiternas que erran en la mansión del Hades, y entonces ya no podría regresar a consolar al amigo ni a incitarle prudencia y compasión al orgulloso héroe; nunca más beberían hasta la embriaguez ni podrían separarse de sus compañeros para sentarse en la oscuridad y planear el porvenir. Y cuando Patroclo volvió a hablar, lo hizo con tal dejo de congoja que Aquiles vertió las gruesas lágrimas que su amigo no podía derramar: pidió entonces que las cenizas del semidios, una vez alcanzada la gloria y la muerte bajo las murallas de Troya, no descansaran lejos de las del amigo que lo amó, y que, así como un mismo techo los cubrió en su infancia, así una misma urna cubra sus restos mortales: el áurea urna que Tetis dio a su hijo como profecía. Sólo entones, cuando al vislumbrar su propia muerte logró sentirse más cerca de su amigo, Aquiles pudo hablar entre lamentos y sollozos, y le prometió a Patroclo erigir al alba una colosal pira funeraria donde entregaría su cuerpo a Hefesto, sacrificaría a doce hijos de Troya y ofrendaría la rubia melena que había sido el voto de su padre Peleo para el río Esperqueo; y cuando se cumpla el destino que Héctor advirtió con su último aliento sus huesos se unirán a los de su compañero, para encontrarse finalmente en los lúgubres dominios del temible Hades y la terrible Perséfone.
Patroclo sonrió, y al ver esa débil sonrisa, y tan sólo por un breve e intenso instante, Aquiles olvidó que su amigo ya no pertenecía al mismo mundo que él; que sólo era una sombra retenida por el delicado hilo de su cuerpo sin vida. Aquiles se vio parado en el balcón de Príamo con Patroclo a su lado, sucio y agotado pero con una sonrisa de satisfacción y orgullo, contemplando las ruinas de la ciudad y los cuerpos sin vida de troyanos y argivos por igual. Suplicante alzó los brazos el valiente Aquiles y se lanzó a fundirse en un último abrazo con su amigo; sin embargo, sus brazos atravesaron la sombra como si de humo se tratara, y de la misma forma cayó al suelo y desapareció con un lastimoso suspiro. El poderoso Aquiles cayó de frente, estupefacto, aterrado como jamás había estado. Cerró sus brazos sobre su pecho y se arrojó al llanto hasta que la aurora le recordó la promesa hecha al prodigio de su sueño.
Libros que te pueden interesar
Si te gustó este cuento, te recomendamos leer estos libros (haz clic en sus títulos para ver más detalles).
Gran publicación, muchas felicidades