Una reflexión sobre la muerte desde el marco del budismo tibetano

la muerte desde el budismo tibetano

Advertencia: El presente trabajo fue elaborado por un investigador aficionado al estudio de las religiones comparadas y la filosofía de la religión, que no representa una autoridad en el campo académico, ni en el budismo tibetano, ni es practicante de la tradición. Pido infinitas disculpas al conocedor profundo del tema, al monje o autoridad dentro del budismo, y al público en general, si a lo largo del ensayo incluí un error o imprecisión respecto a algún dato cronológico o biográfico. Mi más profunda intención es dar a conocer al lector no informado, la concepción de la muerte en el pueblo del Tíbet, dado mi interés en el tema, el cual nació a partir de la lectura del Libro tibetano de la vida y de la muerte, de Sogyal Rimpoché. El propósito de esta investigación es estrictamente informativo.

Que todos los seres sensibles puedan librarse del Samsara y descansar apaciblemente en el estado del Nirvana.

Una reflexión sobre la muerte desde el marco del budismo tibetano y el llamado Libro tibetano de los muertos

La agreste región donde está ubicado geográficamente el Tíbet y la dificultad de sus condiciones climatológicas, condicionó a los tibetanos a desarrollar una profunda comprensión de la naturaleza del hombre, del sufrimiento y la impermanencia, además de una humana compasión ante el dolor ajeno; visión que se asentó y agudizó con la llegada del budismo, convirtiéndose en una sólida practica y filosofía de vida, específicamente, cuando Padmasambhava –un santo budista de la India del siglo VIII d.C– llegó al Tíbet y entabló las bases para la realización de aquella doctrina, así logrando perpetuar lo que hoy conocemos como budismo tibetano.

En su historia y a través de los siglos, el budismo tibetano ha sido encabezado por Lamas: líderes espirituales y políticos encargados de (entre otras funciones internas) la seguridad, el cuidado y la educación de los tibetanos , además de las relaciones del Tíbet con otros países. Los Lamas, desde su nacimiento, son cuidadosamente seleccionados mediante una serie de requerimientos para la futura dirección de su pueblo. Hoy conocemos como representante a Tensyn Gyatso, Su Santidad, el decimocuarto Dalai Lama, ganador del Premio Novel de la Paz en 1989 por su extraordinaria participación en la independencia pacífica del Tíbet, después de la ocupación china en la mitad del siglo XX.

Por otro lado, en el corazón de esta cultura se hallan los custodiadores de la doctrina conocidos como Rimpoché, término de respeto que significa “precioso”, atribuido a maestros muy reverenciados cuya misión es conservar las enseñanzas de Buda a través de numerosos linajes y tradiciones transmitidas ininterrumpidamente por varios siglos en una cadena antiquísima de maestros y discípulos. Esta preparación, que inicia desde los primeros años de vida en un monasterio designado al futuro monje y que abarca una amplia gama educativa basada en la tradición y costumbre del linaje, además, incluye la enseñanza de una profunda visión filosófica del fenómeno de la vida, es decir, la reflexión sobre su significado y el de la muerte.

Respecto a este último tópico, existe un texto esencial, considerado sagrado y celosamente guardado y conservado para que no se preste a tergiversación de interpretación (el cual, según los registros históricos, fue revelado a Karma Lingpa –visionario tibetano del siglo XIV– y transmitido por Padmasambhava) llamado “La gran liberación mediante la audición durante el bardo” y mal traducido como El libro tibetano de los muertos. Este texto, dentro del Tíbet, es una especie de guía de viaje relativa a los estados posteriores a la muerte, hecha para ser leída por un maestro competente o un amigo espiritual a una persona que está muriendo y cuando ya ha muerto. Así, tal texto o libro está destinado a practicantes o personas familiarizadas con sus enseñanzas; hay que tener en cuenta que no puede utilizarse ni entenderse por completo si no se conocen las instrucciones no escritas que se transmiten oralmente de maestros a discípulos y que son la base de su práctica.

Es decir, “La gran liberación mediante la audición durante el bardo”, también conocido como El libro tibetano de los muertos, contiene instrucciones sobre los distintos procesos intermedios entre la muerte y el renacimiento (conocidos como bardos) para que, al ser leído, la conciencia de la persona que está muriendo o ha muerto escuche y reconozca esas etapas sin apegarse al mundo físico al cual ya no pertenece, pues, si tal apego ocurriera, ello solo agraviaría la situación del moribundo con anhelos fundados en el deseo, teniendo en cuenta que los deseos son proyecciones de propia la mente, carentes de una existencia real fenoménica. De esta manera, las mencionadas instrucciones ayudarían a que la conciencia no se distraiga en su viaje, para que una persona que muere pueda tener un descanso pacífico y deje de encarnar conforme sus tendencias habituales y emociones predominantes en la vida.

Es interesante que la cosmovisión budista tibetana, que relaciona a la vida, la reencarnación y la muerte cíclicamente, representa una ocasión de virtud, es decir, una posibilidad para relacionarnos, conocer y profundizar sobre la muerte, además de convertirla en un ejercicio de compasión y ayuda a los demás, y así vida tras vida ir perfeccionando el espíritu por medio de la meditación, la enseñanza y su aplicación. La vida, tanto como la muerte, lejos de representar dolor, para los tibetanos es una oportunidad de liberación de la conciencia, del incesante ciclo de nacimientos y muerte conocido como Samsara, para finalmente reposar en el Nirvana: un estado en el cual no se reencarna más y por lo tanto no existe el sufrimiento y se puede descansar eternamente.

A diferencia de lo expuesto, en Occidente hablar sobre la muerte genera rechazo y hasta morbo por considerarlo de mal augurio; nuestra sociedad construye dos actitudes frente a ella: la primera es que tenemos que huir de la muerte a cualquier precio, como si prolongar la vida fuera sinónimo de vivirla bien; mientras que la segunda consiste en verla como algo de lo que no es necesario preocuparse en absoluto. Pienso que en la adecuación y el aferramiento a estas actitudes, nuestro miedo se hace patente y nos causa problemas; por desconocimiento de la muerte y nuestro desinterés hacia ella, sumando una intolerancia generaliazada frente a otras posturas religiosas, los occidentales sufrimos innumerables problemas sociales y psicológicos que nos fragmentan como humanidad.

No se ha enseñado, ni hemos aprendido a vivir, a descubrir un propósito y verdades más profundas, independientemente de nuestra identidad religiosa, social, económica o política, desligadas de visiones materialistas y de consumo basadas en el egoísmo y supervivencia del más fuerte (ni siquiera del más apto). Nos limitamos a existir biológicamente llenándonos de adornos y máscaras que ocultan el hecho en sí, de tal modo adormeciéndonos totalmente y alejándonos de cualquier acercamiento con la vejez, la enfermedad, el dolor y la muerte, prologando la juventud como si ésta se tratara sólo del cuerpo físico. Peor aún, cuando nos sentimos ante el espejo de la muerte, nos encontramos abandonados y confundidos al no saber qué es, ni cómo entenderla. Es por eso que en nuestra sociedad es indispensable la educación de la vida y no sólo engranajes de la industria (“para mayores cosas nos ha creado la naturaleza” decía el político romano Cicerón, refiriéndose a una educación basada en lo humano y el desarrollo de sus potencias), concientizar a nuestros ciudadanos y profesionales sobre el valor de la vida humana y el trato digno a las personas, sobre todo en el borde de la muerte, cuando estamos más vulnerables.

Considero que es momento de abandonar nuestra soberbia intelectual occidental (pensar que lo sabemos y podemos todo) y de bajar de su trono a la duda como fin del conocimiento donde nada es válido, ni siquiera las tradiciones ajenas a nuestro lado del planeta, de las cuales nada sabemos y a las cuales nos empeñamos en desvalorizar. En un mundo globalizado donde cada vez menos culturas resultan remotas, es necesario aprovechar el contacto con otras civilizaciones, aprender de ellas y adaptar sus enseñanzas para construir una fraternidad universal y una verdadera cultura de paz y comprensión.

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