Ciencia y tecnología al servicio del Estado

Ciencia y política han estado relacionadas desde siempre; sin embargo, sus relaciones no son necesariamente visibles para el mundo y no son siempre justas, sobre todo para la ciencia.

De acuerdo a sus orígenes, la política debería encargarse de procurar y mantener el bien común, por lo que también debería interesarse por desarrollar una ciencia que beneficie a la polis, es decir, aquella que promueva un desarrollo intelectual y tecnológico con miras tanto al crecimiento económico como al alimenticio, que procure salud y conocimiento; pues a través de las diferentes ciencias y tecnologías a las que hoy tenemos acceso, y las cuales aumentan nuestras posibilidades de acción, los países podrían alcanzar un estado de riqueza, tanto cultural como económico que permitiera realmente conceder el mayor bien para la mayoría de sus ciudadanos.

Sin embargo, en lugar de que la política esté al servicio de la ciencia, el desarrollo y el bien común, ha sido la ciencia la que ha estado al servicio de la política, ya sea por interés y conveniencia, o por sometimiento. Resulta imposible para un científico mantenerse absolutamente neutral frente a la política, lo quiera o no, lo sepa o no.

Política ha sido también definida como el ejercicio del poder, poder que conduce a la realización de ciertas acciones que favorecen no necesariamente a la mayoría de los ciudadanos de un país, pero sí a cierto sector privilegiado. Quienes están en el poder y quienes tienen el poder –es decir, aquellos con la capacidad económica como con la capacidad política para actuar– son los que deciden, en diferentes sectores, qué se investiga y qué se desarrolla, son los que designan los presupuestos, los que promueven o detienen a los científicos.

Max Weber nos dice en su libro, El político y el científico, que: “Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política es decir, en nuestro tiempo, de un Estado”. Para lo cual hay que comprender que, Weber define al Estado moderno como una asociación institucional de dominación, que ha monopolizado, dentro de un territorio, la violencia física legítima como medio de dominio.

Siguiendo a Weber, se puede decir que la violencia no es el único medio, ni el más conveniente, del que se vale el Estado, pero sí es, de acuerdo a sus propias palabras, su medio específico. La violencia legítima a la que apela esta institución está basada en la legalidad, o sea, en normas racionalmente creadas y legalmente establecidas que deben respetarse y que se hacen respetar. Así, es el Estado quien decide el rumbo del desarrollo científico y tecnológico, dentro de su territorio, pues es en sus Universidades donde se prepararán sus futuros científicos, es en sus instituciones donde se desarrollarán las invenciones tecnológicas, es bajo su tutela y dentro del margen de su legislación que se puede desarrollar (legalmente) el conocimiento y también será, a través de sus leyes y tratados, que se permita la entrada de las diferentes tecnologías producidas en el extranjero o quien las detenga.

A lo largo de la historia, la tecnología que ha sido la principal fuente de interés para la política, ha sido mayormente bélica o económica.

Personajes como Albert Einstein y Leó Szilárd permiten señalar el claro interés de los Estados por la ciencia bélica, pues más allá de los reales propósitos y motivos que impulsaron a estos científicos a investigar las reacciones en cadena del uranio, los políticos vieron en ello una oportunidad para alcanzar un mayor poder sobre otros Estados. Las diferentes guerras marcan el desarrollo de una tecnología que no ve por el bien de los ciudadanos, pero que se justifica legítimamente con el discurso que afirma que esa es la forma de protegerlos y mantener el orden social.

La guerra de las corrientes de 1880[1] por el mercado electrónico, define el otro de los intereses que tiene el Estado por el desarrollo de la ciencia tecnológica. La electricidad, al marcar una nueva revolución en el campo industrial mostró que no basta que exista una tecnología beneficiosa, económica e incluso amable con el medio ambiente para que pueda tener cabida en la realidad, sino que también existen alianzas y beneficios económicos que hacen que la política incline la balanza hacia una tecnología u otra. La ciencia será de los empresarios, de aquellos hombres que alcancen a encontrar un camino entre las diferentes políticas del Estado.

El Estado y la política, los científicos y la humanidad en general tienen la obligación de contribuir al desarrollo de las ciencias y las tecnologías que convengan a su crecimiento, pero que al mismo tiempo no afecten a las demás formas de vida, es decir, debemos promover una ciencia sustentable y éticamente responsable.

La ciencia pone a nuestro alcance diferentes herramientas que pueden modificar, para bien, la realidad de los sectores menos favorecidos, no obstante, esta relación entre ciencia y política no se ha institucionalizado sinceramente, sino que se mantienen únicamente aquellos vínculos que favorecen unilateralmente al “Estado” y no a la nación. Así, la actual correspondencia entre ciencia y política implica una gran responsabilidad para las comunidades científicas, ya que son un medio para encontrar un mayor bienestar, pero también son una vía peligrosa que puede, tal vez indirectamente, generar la destrucción.

Notas 

[1] Nombre que le dieron los periodistas de la época a la lucha por el dominio de la electrificación de Thomas Alva Edison contra George Westinghouse, quien promovía la ciencia de Nikola Tesla.

Bibliografía

Elsa Beatriz Acevedo Pineda. “Ciencia y política: ¿aliados estratégicos?” en http://www.oei.es/salactsi/cypaliados.pdf (agosto 2013)

Max Weber. El político y el científico. Madrid, Alianza, 1979.

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