La relevancia (filosófica) del papel de baño o apología de lo cotidiano

La relevancia filosófica del papel de baño covid-19

La raza más loca de los hombres

es aquella que menosprecia

lo que tiene en torno

y dirige la mirada más allá

persiguiendo lo inconsistente

con vana esperanza.

Píndaro. 

Parece extraña e incluso cómica la euforia, en medio de la pandemia –espeluznante– que padecemos, por el papel de baño. El deseo por tener más y más papel de baño es para algunos insensato. ¿Para qué tanto papel de baño si este virus se manifiesta en las vías respiratorias, no en el aparato digestivo? Parece no tener sentido, y aunque no considero que todo tenga una justificación, en este asunto de la ofuscación por el papel de baño, encuentro un motivo filosófico que lo explica: la brusca interrupción de nuestra cotidianidad.

Nuestras vidas ocurren en un flujo estable y esto es, precisamente, lo que las faculta. Es decir, la corriente inalterada, lo que no requiere de explicación, la inercia, es lo que permite la vida. Las acciones que repetimos todos los días sin necesidad de cuestionarlas o de deliberarlas nos dan certidumbre, certeza de que la vida sigue y el mundo ahí está. Tal vez uno de los actos más sobreentendidos (salvo un leve estreñimiento que trunque momentáneamente, y sin mayores consecuencias, nuestra cotidianidad) es el de hacer del baño.

No hablamos de ello, pero defecar otorga (seamos francos) raigambre. Nos da tranquilidad y, casi todos los días, descanso y alegría. Podemos continuar con nuestra normalidad despejados, limpios y con confianza. Tenemos, sin reparar en ello, la certidumbre de que la confección del conjunto de nuestras trivialidades va formando un entramado que nos protege manteniéndonos en un mundo predecible y controlable.

Inmersos en la certeza del día a día (después de hacer del baño), deseamos lo extraordinario: el misterio, emociones fuertes, experiencias insólitas, paisajes exóticos, que nos arranquen del letargo y la banalidad de la vida cotidiana. Al menos eso creemos porque, en el fondo, este anhelo persiste siempre y cuando aquello que nos parece excepcional sea un fraude; es decir, mientras ocurra en la seguridad de lo tasado, cuando hasta el más mínimo detalle se encuentre calculado.

Alguien escribió (no recuerdo quién) que la cotidianidad es el llamamiento de los hombres, pero que nosotros esperamos también el llamamiento de los dioses. Sin embargo, ¿de verdad tenemos esta inquietud? ¿En serio queremos ser Sísifo, Antígona, Edipo o Ariadna? O mejor, ¿podemos ser como ellos? ¿Estamos hechos para lo extraordinario? ¿Somos capaces de tolerar un destino excepcional?

Los poetas, que quizás pertenecen a esta estirpe de semidioses, suelen abrir una vereda que nos lleva de lo cotidiano a lo excepcional; y en el viaje de regreso –tal vez– lo que llamamos real adquiere un significado insólito. Pero (y no estoy en contra de la poesía, aquí intento decir otra cosa), ¿y si nos quedamos en lo cotidiano y lo vemos, justamente, en su banalidad, en lo que Brodsky califica como lo que “no vale un comino”? ¿Qué tal que eso que se ha vuelto invisible es lo que hace la vida posible?

Uno de los escritores más interesados en las oportunidades que ofrece lo cotidiano es el francés Georges Perec. Afirma, en este sentido que, por ejemplo, en nuestro mundo “los trenes sólo empiezan a existir cuando se descarrilan, y cuantos más pasajeros muertos, mejor (…)”. Detrás del acontecimiento tiene que haber un escándalo, expresa, un peligro, “como si la vida sólo debiera revelarse a través de lo espectacular”. “Lo (…) demás, todo lo demás, ¿dónde está?”

Lo demás está en lo que se nos antoja insípido pero que, en su ramplonería, sugiere una gracia delicada. En las historias que cuenta Cortázar (amigo de Perec) puede advertirse el énfasis en lo cotidiano. Recordemos que dedica cuentos cortos a las hormigas romanas, al acto de subir escaleras, a esos seres bondadosos (cronopios) que sufren por cosas sin importancia como que pueda mojarse un hilo azul, o comer un sándwich con ingredientes distintos a los que prefieren, que sus relojes se atrasen o que no encuentren una llave.

Cortázar narra en “La foto salió movida”[1] el horror de un cronopio al encontrar en la bolsa de su abrigo una caja de fósforos en vez de una llave. En este cuento está una de las claves (o, la clave) del horror que puede invadirnos cuando lo habitual se desacomoda. El pánico del cronopio (y entendemos que de cualquiera) sobreviene porque esto le hace pensar que el mundo se ha desplazado y que lo que solía estar en un lugar y ser de cierta manera ya no está allí y ahora es distinto.

Es, justamente, el desalojo de lo cotidiano por parte de lo extraordinario, la desorganización de lo sobreentendido, lo que desplaza al mundo. El universo de lo que no es llamativo es lo que sostiene nuestras vidas, lo que las hace posibles. Lo elemental, que nos parece invisible por esa elementalidad, determina la con-formación de nuestra realidad y la facultad de vivir en ella. Si ésta se vuelve confusa se origina el caos, la vorágine.

Lo que quiero decir es que no se trata de volver extraordinario lo ordinario, sino de apreciar su calidad de ordinario –en toda su ordinariez, incluso como fundamento de nuestras vidas. A la filosofía, en términos generales, no le ha interesado el tema de lo cotidiano porque parece no presentar problema alguno y porque tampoco considera que manifieste dudas o interrogantes. La realidad que estamos viviendo demuestra lo contrario. En contra de las teorías académicas ya fosilizadas, con una terminología ultra especializada y relativas a temas súper destacados, surge, como apremiante de la vida misma un asunto crucial que exige el planteamiento de lo cotidiano como problema filosófico. No más ir afuera de la caverna, porque es la caverna misma la que está en peligro.  

Qué ganas ahora de esa cotidianidad. Qué nostalgia por las cosas comunes. Hacer del baño con la seguridad de que habrá papel higiénico. Tener un jabón, digamos, con olor a vainilla. Ir por un helado de chocolate. Ir al tianguis por unas toronjas. Abrazar al amigo en su cumpleaños. ¡Comprar un listón azul! Qué añoranza de lo normal. Qué ansia de poder ofrecerle un té a ese cronopio, mientras lo calmamos asegurándole que todo va a estar bien.


Notas

[1] Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo está algo ladeado lo que ve es el paragüero del zagüan, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.

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