Lenguaje y verdad en la filosofía de Friedrich Nietzsche

Lenguaje y verdad en la filosofía de Nietzsche

¿Debe dominar la vida al conocimiento y a la ciencia, o bien es la ciencia la que debe dominar la vida?

Friedrich Nietzsche.

Uno de los rasgos distintivos de la filosofía de Friedrich Nietzsche es su genuino interés por el ser del lenguaje. El filósofo elaboró una genealogía que denuncia las impugnaciones a lo figurativo en provecho de principios ascéticos a partir de los cuales solamente puede decirse lo común, lo semejante, lo universal en las cosas, pero que no alcanza a indicar las diferencias; lo distintivo de cada ser se pierde, y lo que prevalece y reina es una representación arquetípica de lo designado, como si en realidad existiese aquel mundo trascendental, ideal descrito por Platón, del cual proviene todo y cada cosa fuese una mala copia de algún original.[1]

Para los antiguos griegos, es decir, para los presocráticos, el lenguaje era un proceso artístico, debido a que el concepto en formación necesitaba de cierto procedimiento creativo para lograr simbolizar un fenómeno, cuya conversión en imagen representaba algo bello y ordenado, aunque finalmente resultaba en un símbolo proveniente del instinto. Una y otra vez, Nietzsche subraya la génesis del pensamiento en las fuerzas vitales. Pero el intelecto de los hombres modernos no llega a concebir lo abstracto como producto de la pasión.[2]

Los símbolos pueden y tienen que ser muchas cosas; pero brotan de una manera instintiva y con una regularidad grande y sabia. Un símbolo notado es un concepto: dado que, al retenerlo en la memoria, el sonido se extingue del todo, ocurre que en el concepto queda conservado sólo el símbolo de la representación concomitante.[3]

Considerar el lenguaje como puramente objetivo, representa no sólo el olvido del instinto como productor de lenguaje, sino que cancela la posibilidad de expresar los signos del acontecer vital. El pensamiento debió recorrer un largo camino antes de separarse de su aspecto sensible, pero una vez alejado enfermó y junto con él, el lenguaje, negándose la mitad de todas sus posibilidades. Gracias a esta contaminación del logos, el hombre pudo reafirmar su propia falta de salud y seguir negando el cuerpo y sus pulsiones. Al ser inconsciente, el sentimiento sólo puede trasladarse parcialmente a representaciones conscientes del lenguaje, por lo que siempre queda un residuo que no se deja resolver. Es imposible expresar sensaciones a través del lenguaje conceptual, pues con él únicamente podemos mostrar formas, metáforas y metonimias que intentan señalar lo enigmático; la mayoría de nuestras experiencias quedan ocultas bajo la máscara del concepto. La conciencia no toca el ser de cualquier cosa, fenómeno o emoción, porque este ser, esta esencia, es corporal, y por tanto de índole diferente a la conciencia, que es formal o lógica, y cuya obstinación devalúa todo aquello que no se ciñe a su principio.

El lenguaje se ha convertido por doquier en una fuerza en sí que ahora aferra con brazos espectrales a los hombres […], apresados por la locura de los conceptos generales […]. Así la humanidad añade a todos sus dolores el sufrimiento de la convención, es decir, concordar en palabras y acciones, pero no en sentimientos.[4]

La palabra no consigue designar todo lo vivido. “El lenguaje, parece, ha sido inventado sólo para decir lo ordinario, mediano, comunicable. Con el lenguaje se vulgariza ya el que habla.”[5] El lenguaje gramatical es una expresión totalmente lógica y consciente, por lo tanto alejada de todo lo instintivo que no alcanza a expresarse más que a través de gestos y sonidos inteligibles, provenientes del reflejo.[6] Toda expresión del cuerpo se esfuma con el olvido del instante, por ello es delegada en importancia, nadie se interesa por aquello que quiere decir el impulso, lo efímero y, más bien se educa al hombre para mantenerse ajeno a ese decir, pues según cánones lógicos, toda manifestación del cuerpo es falsa. Todo ‘buen’ filósofo, pensador o científico, se mantiene por ello alejado y desinteresado de todo lenguaje distinto al conceptual, a partir del cual construyeron grandes edificios del conocimiento, en los que únicamente se acomodan y reacomodan términos universalmente convenidos, que sirven para mantener vigente el viejo discurso sobre lo verdadero.

Todo lo que los filósofos han venido manejando desde hace milenios fueron momias conceptuales; de sus manos no salió vivo nada real. Matan, rellenan de paja, esos señores idólatras de los conceptos, cuando adoran. […] La muerte, el cambio, la vejez, así como la procreación y el crecimiento son para ellos objeciones, – incluso refutaciones. Lo que es no deviene; lo que deviene no es. Ahora bien, todos ellos creen, incluso con desesperación, en lo que es. Mas como no pueden apoderarse de ello, buscan razones de por qué se les retiene. «Tiene que haber una ilusión, un engaño en el hecho de que no percibamos lo que es: ¿dónde se esconde el engañador? – «Lo tenemos, gritan dichosos, ¡es la sensibilidad! Estos sentidos, que también en otros aspectos son tan inmorales, nos engañan acerca del mundo verdadero.[7]

La creencia en la Verdad es resultado de la fe metafísica que contempla la existencia de un ser inmutable, imperecedero, eterno, de una Idea, Dios en religión. Dicha fe oculta los miedos humanos al disfrazar y hacer soportable el constante flujo de vida y muerte sobre la tierra. El hombre desea lo inmóvil porque lo inmutable le permite conocer, descansar, hace posible la verdad, la predicción y la prevención.

El ferviente deseo humano de encontrar la Verdad, nos ha obligado a rechazar el testimonio de los sentidos y considerarlos engañadores y falsos; sin embargo, los sentidos no mienten de ninguna manera. “Lo que nosotros hacemos de su testimonio, eso es lo que introduce la mentira […].”[8] El hombre es mentiroso por naturaleza, añade interpretaciones, palabras, recuerdos, y omite fragmentos de instantes sensitivos condenándolos al olvido. Los sentidos no hacen más que sentir y transmitir impulsos a la piel donde explotan en reacciones fisiológicas: dilataciones, contracciones, emisiones sonoras, flujos de sangre, palpitaciones…, pero no son estas estimulaciones corpóreas las que introducen ficciones en el mundo, somos nosotros que, intentando expresar nuestras impresiones generamos conceptos falaces y argumentos ordenados que no corresponden de ninguna manera a la vorágine de energías recibidas por el cuerpo. Se ha dejado de lado la experiencia del mundo para reducirlo a conceptos.

La verdad es por lo tanto resultado de la ‘traducción’ interpretativa y lógica de la sensación a términos conceptuales. Hemos tenido que buscar acuerdos para poder referirnos a ‘sensaciones universales’ a través de designaciones comunes. Nos hemos habituado a emplear estas designaciones y el hábito nos ha conducido a pensar gramaticalmente mucho más que instintiva u oralmente. “El mayor trabajo de los hombres hasta el momento ha sido ponerse de acuerdo entre sí acerca de muchas cosas y establecer una ley de acuerdo común, sin saber si estas cosas son verdaderas o falsas.”[9] No poseemos, sin embargo, ningún órgano para descubrir verdades, simplemente creemos encontrarlas en la medida en que la comunidad acepta ciertos referentes conceptuales y por lo tanto los conceptos se vuelven útiles para la sociedad.

La Verdad no es entonces algo que pueda realmente descubrirse a partir de la observación, o con el uso de ciertos métodos. La verdad no se descubre porque no preexiste. La verdad es creada por necesidad; es lo que nos  permite ordenar y dotar de sentido al mundo. Y, en tanto creada, la verdad es una mentira, una figura inventada, una imagen que se ha olvidado que es una imagen. Sólo gracias al olvido se puede creer haber alcanzado la verdad[10]. La Verdad es una ilusión que ha llenado todos los discursos y por lo tanto se ha vuelto irrebatible; no obstante, señala Nietzsche, algo puede ser irrefutable más no por eso es ya verdadero. Los discursos que apelan a la verdad son únicamente un conjunto de opiniones comunes, preestablecidas a partir de acuerdos previos, de civilizaciones anteriores. Ni el ‘discípulo del conocimiento’, ni el hombre de ciencia, pretenden contradecir o refutar las verdades resueltas, únicamente buscan y aceptan aquellas verdades que complementan a la suya, a partir de las cuales pretenden haber adquirido mayores saberes. Sin embargo, con este desarrollo conceptual en realidad no se llega a conocer nada, pues las argumentaciones con las que se defiende cada nuevo descubrimiento verdadero, se limitan a continuar dentro del sentido de la verdad más próxima anterior a ella y no contienen nada realmente valioso para la ‘Verdad’, sino sólo sentencias puramente prácticas dentro del ámbito humano y por lo tanto ilusorio.

El mundo es una gran fantasía y el hombre es una ficción aún más grande, sumergida dentro de aquella otra que representa su universo. El mundo entero es una mentira; hecho de añadiduras y censuras de hombres igualmente mentirosos,[11] instruidos dentro de esa gran falsedad. No obstante, el hombre se empeña en encontrar verdades y sólo cree en aquello que puede comprobar. La lógica argumentativa ha trascendido los valores de tal forma que el concepto se ha situado en el lugar supremo, antes ocupado por los mitos y por dioses, ahora es llenado por una palabra: verdad, la cual tiene prohibido realizar actos de fe, ya que debe guiarse únicamente por el razonamiento.

La depreciación de los lenguajes fisiológicos es consecuencia de la propia desvalorización del cuerpo que, al ser considerado ‘mentiroso’, convierte a todo lo proveniente de él, en algo falso. El discurso lógico, calificado en oposición al mundo irracional e ‘inconsciente’, es decir, el mundo mutable, se convirtió, gracias al hombre, en una gran ilusión creadora de imágenes permanentes (conceptos). La razón y la consciencia le permiten al hombre estructurar formas rígidas que le dan la oportunidad de otorgar sentido epistemológico a aquello que no lo tiene y de esta manera convertirlo en algo comprensible y abstracto. Nietzsche entiende este movimiento como una transferencia de lo extraño a lo propio, por ello señala que todo discurso es metafórico, es decir, la designación de lo real a partir de lo irreal. Dichas consideraciones le permiten estudiar una vuelta a la retórica, y plantear un lenguaje activo. Hacer de la palabra una acción del que habla y afirma, y no una mera reacción pasiva del que escucha. Nietzsche se percata de que, en realidad, el lenguaje es trópico, debido a que en el fondo todo concepto y toda oración tienen una mínima relación con lo verdadero y son, más bien, figuras, literatura.

La ‘esencia’ de las cosas está lejos de aparecer a través de la palabra, por lo que se puede decir, de acuerdo a lo que el propio Nietzsche afirma, que finalmente no se instruye ni se llega a conocer por medio de las estructuras lógicas argumentativas; ellas sirven solamente para transmitir interpretaciones formales y generales. El lenguaje entonces, solamente designa relaciones entre las cosas y lo percibido de ellas, es decir, interpretaciones. Desde el punto de vista de las interpretaciones, pierden consistencia: la Idea, la Verdad, la cosa en sí, etc., pues detrás de cada interpretación se adivina algo equívoco, un precursor oscuro

Notas y referencias bibliográficas


[1] Cf. Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 24.

[2] Cf. Nietzsche, Friedrich. Escritos sobre retórica, p. 18.

[3] Nietzsche, F. La visión dionisíaca del mundo, en El nacimiento de la tragedia. p. 270.

[4] Apud. Luis Enrique de Santiago Guervós, en Introducción Escritos sobre retórica, p. 34.

[5] Nietzsche, Friedrich. Crepúsculo de los ídolos, pp. 109-110.

[6] Cf. Nietzsche, F. La visión dionisíaca del mundo, en El nacimiento de la tragedia, p. 266.

[7] Nietzsche, Friedrich. Crepúsculo de los ídolos, pp. 51-52.

[8] Ibid., p. 52.

[9] Nietzsche, Friedrich. La ciencia jovial, p. 159.

[10] Cf. Nietzsche, Friedrich. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, p. 21.

[11] Cf. Nietzsche, Friedrich. Crepúsculo de los ídolos, p. 52.

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