El contacto con el mal a través de la literatura: a propósito de Elizabeth Costello

Es habitual (lo ha sido, lo seguirá siendo) que a la literatura se le considere como uno de los mayores logros de la civilización. De allí que a los libros se les atribuyan los más preciosos dones. Los judíos y los musulmanes, por ejemplo, ven en sus respectivas Escrituras algo más que papel y tinta: en ellas ―dicen― está el camino para la salvación o la ruina del alma. Los ministros de cultura de todo el mundo también ven en la promoción de la lectura uno de los instrumentos más eficaces para fortalecer la educación del pueblo y para brindarles a los ciudadanos mayores posibilidades de desarrollo y crecimiento. Se dice que un libro es un fiel compañero que está allí, junto a nosotros, en las horas más oscuras o en las que más necesitamos de ellos; se dice que es un rincón donde podemos disfrutar de horas hermosas junto a la poesía de Homero, de Dante, de Shakespeare; se dice incluso que es un maestro capaz de guiar nuestros pasos en este severo viacrucis de la existencia. Todas las cosas son buenas porque existen, dicen los seguidores del obispo de Hipona; y un jesuita de siglos posteriores agrega que el libro lo es más por el peculiar origen de su naturaleza: “No hay cosa que no tenga algo bueno, y más si es libro, por lo pensado” (Gracián, 2007: 75). Así entendido, con todos esos dones y virtudes, el libro y la literatura parecerían ser el summum bonum definitivo de nuestras vidas terrenales.

Pero, ¿y si esto no fuera así de idílico? ¿Y si hemos glorificado los dones benéficos de la literatura y del libro sin darnos cuenta de que ellos son capaces más bien de suministrarnos venenos deletéreos? ¿Y si hay ocasiones en que la literatura nos hace más mal que bien? ¿Acaso hemos meditado alguna vez sobre esta posibilidad según la cual los libros no sean quizás esos lindos artefactos que mejoran nuestras vidas, sino instrumentos dañinos que nos empeoran? ¿Y si los libros nos ponen en contacto con energías malignas, con la realidad de un mal absoluto del cual no podríamos nunca salir intactos?

No me refiero a los daños que ocasionan aquellos desórdenes pintorescos que de cuando en cuando ha propiciado la bibliomanía. Desórdenes como el del intrigante Cleombroto de Ambrasia, quien, según cuenta Cicerón ―dando como testimonio el epigrama de Calímaco sobre Cleombroto (2008, I, XXXIV, 84)―, después de leer el Fedón decidió suicidarse a causa del impacto que le causó su doctrina escatológica. Tampoco me refiero al desorden libresco que Vila-Matas ha denominado “el mal de Montano” y que ha de entenderse como una suerte de literatosis, enfermedad que se produce en quienes se enquista una “obsesión enfermiza por los libros” y que da como resultado la consecuente “manía de verlo todo desde la literatura” (Vila-Matas: 2015: 19). Esas enfermedades dependen, es cierto, de las letras y de su vetusto dominio, pero hasta cierto punto son inocentes, aunque no por ello menos anormales.

Me refiero, empero, a un tipo de malignidad diferente. La malignidad obscena y perversa que seguramente todos nosotros, en algún momento de nuestras vidas, hemos presenciado a través de la lectura. Pues, en efecto, ha de reconocerse con sinceridad que hay páginas memorables por el buqué sulfuroso que despiden, casi como advirtiendo que dentro de sus palabras y enunciados se relatan historias a las que ninguna cabeza debería de asomarse si no quiere perder su inocencia y su cordura. ¿Acaso no nos hemos topado un buen día con un libro cuyas hojas magnetizan nuestra atención, incitándonos a leer más, un poco más, otro párrafo y después otro, hasta que vamos siendo llevados cada vez más centrípetamente a presenciar algún crimen, alguna vejación o pensamiento malévolo, un episodio vil que seguramente no querríamos nunca presenciar in vivo? La lujuria que siente el protagonista hacia una niña en la Lolita de Navokov, las escenas de tortura en La fiesta del Chivo de Vargas Llosa, las vejaciones y miseria de los personajes de Dostoievski… ¿Por qué, cosas infamantes como ésas, que desde un punto de vista moral recibirían unánimemente nuestra desaprobación, son seductoras desde el plano del disfrute estético?

No cabe duda de que es formidable la capacidad de ciertos novelistas para describir con tanta intensidad ese tipo de escenas que hacen que a uno se le revuelvan los intestinos y se le resquebraje la fe en la humanidad. Y es igual de formidable que un novelista como J. M. Coetzee haya formulado una reflexión novelada y llena de múltiples perspectivas sobre este asunto de la relación entre el mal y el hombre a través de la literatura.

La obra en la que el escritor surafricano efectúa su meditación sobre el susodicho tema es Elizabeth Costello. Ese título hace referencia a la protagonista de la novela. Pero es, a su vez, el nombre de un juego puesto en marcha por Coetzee. El juego es sobradamente divertido: consistente en mezclar lo real con lo ficticio, es decir, en el hecho de que Coetzee decide poner mucho de sí mismo en Elizabeth Costello, ya que ella también resulta ser, en el mundo fantaseado por el novelista, una reconocida escritora que es invitada a varios lugares para dar conferencias y lecturas. ¿No es justamente eso el autor del libro: un escritor mundialmente reconocido por haber ganado el Nobel de literatura en 2003, que es llamado a diestra y siniestra del globo para que ofrezca pláticas sobre varios temas? Entonces, ¿las conferencias y lecciones que da Elizabeth Costello en cada lección de la novela ―porque hay que subrayar que justamente así se presentan en el libro los capítulos, es decir, como “lecciones”― reflejan las opiniones del propio Coetzee? La cosa no es tan sencilla de zanjar, porque a pesar de aparecer como “lecciones” y de que por momentos la obra contiene más de ensayo que de relato, cada parte de la novela es obviamente una ficción. La protagonista formula las tesis de sus lecciones y conferencias, pero inmediatamente se van contraponiendo a ellas las apreciaciones que sobre esos mismos temas tienen otros personajes que se van ligando a la historia de Costello, ora por ser familiares suyos, ora por ser colegas o críticos. Se hila, así, una red de múltiples perspectivas que le confieren a la narración una estructura dinámica y versátil.  

El problema del mal ya está planteado con enorme fuerza en las lecciones tres y cuatro del libro, en las que Costello, escritora oriunda de Australia, es invitada a Estados Unidos a dictar unas conferencias sobre el tema de los animales. Ella es una declarada vegetariana que ha adoptado ese régimen alimenticio por escrúpulos morales. Es fácil columbrar que su participación está dirigida a denunciar la forma en que las sociedades occidentales, el mundo en su conjunto, han tratado a los animales a lo largo de los siglos. Para la anciana escritora, la vida de los animales no se diferencia de la de los esclavos en ningún sentido. Tan abominable considera la situación en que los animales son utilizados en la industria de muerte en que los tienen las empresas alimenticias, que, para ella, se trata de “una matanza que no es distinta en escala ni en horror ni en importancia moral a lo que llamamos «el» Holocausto” (Coetzee: 2015, 160-161). Y aunque en estas líneas parece equiparar Costello la gravedad maligna del Holocausto con la situación de esclavitud y muerte de los animales, en otro pasaje advierte que esta última, a causa de sus horrores y de la biopolítica que la gobierna, haría palidecer a la primera:

Déjenme decirlo abiertamente: estamos rodeados de una industria de la degradación, la crueldad y la muerte que iguala cualquier cosa de que fuera capaz el Tercer Reich, incluso la hace palidecer, dado que la nuestra es una industria sin fin que se autorregenera, que trae al mundo conejos, ratas, aves de corral y ganado con el único propósito de matarlos.

(Ibíd., 70-71).

Esta comparación entre los judíos muertos en el Holocausto y los animales muertos en las industrias alimentarias le acarrea problemas a la escritora porque se encuentra con un puñado de personas indignadas por la equiparación, a la que consideran exagerada, presuponiendo para ello que la vida humana posee una dote de valor ontológico y existencial que no puede plantearse en términos de igualdad con la del animal. Naturalmente, Costello va polemizando con todas esas posturas y desenmascarando los presupuestos filosóficos y axiológicos (cartesianismo, cristianismo, cientificismo, etcétera) que están detrás de ellos. Dada su insistencia en reivindicar la gravedad moral del sufrimiento de los animales, se la acusa finalmente de aminorar la gravedad de la masacre judía y de abrigar tendencias extremistas y sensibleras. Hasta se relata que una persona llega a llamarle por teléfono a su casa, con el único fin de gritarle desde la bocina que no es más que una “¡puta fascista!” (Ibíd., 161).

Ciertamente, las lecturas de Costello sobre los animales ponen como centro de atención el fenómeno del mal. Pero la novela vuelve a regresar sobre ese asunto, aunque desde una perspectiva diferente y que tiene que ver ya con la relación entre el mal y la literatura.

Comencemos diciendo que estas ideas se desarrollan en la lección sexta, que lleva un título transparente: “el problema del Mal”. Costello es invitada a Amsterdam a dictar una conferencia sobre el tema de “Silencio, complicidad y culpa”. La anciana escritora sospecha que la han invitado precisamente a ella porque un año atrás se produjo la polémica de sus opiniones respecto a la relación de similitud que ella veía entre la vida de los animales y la de los judíos en los campos de concentración. Para ese entonces, cuando le llega la invitación a su casa de Melbourn, Costello está leyendo un libro de Paul West titulado Las horas espléndidas del conde Von Stauffenberg. En ese texto se recrean algunas de las vicisitudes correspondientes a los atentados en contra de Hitler que acaecieron en julio de 1944. A la cabeza de dichos atentados estaba el conocido general Von Stauffenberg y, en complicidad con él, muchos otros colaboradores nazis que terminaron siendo aprehendidos y ejecutados.

Hay un capítulo en especial de ese libro que cautiva a la escritora. Lo cautivante no se da, empero, exclusivamente por el efecto estético que los episodios allí narrados provocan en Costello, sino al mismo tiempo ―y esto va ser lo decisivo― por las consecuencias éticas que esa lectura desencadena en ella, las cuales la obligan a formular un conjunto de interrogaciones acerca de lo que para un escritor es permisible contar, o de lo que para un lector es bueno o malo leer. Se trata, pues, de inquietudes que ya no se inscriben en los dominios de los valores puramente artísticos, sino que parecen hacer hincapié en valores de orden moral, creando con ello una interfaz gracias a la cual se ponen en duda los aspectos aparentemente amorales del ejercicio de la escritura.

El episodio que la despierta a estas inquietudes trata sobre cómo los conspiradores, una vez descubiertos y capturados, son llevados a un sótano oculto y de cómo allí son desvestidos, vejados, torturados y finalmente colgados mientras sus verdugos se burlan de ellos y los filman para que Hitler pueda ser testigo de su agonía. La escritora lee ese pasaje de manera hipnótica, casi como si fuese seducida por la morbosidad tentadora que en él se narra, como si la perversa forma en que la mente de West ha podido imaginar y recrear ese episodio fuese una carnada imposible de repeler. Y, a pesar de la maestría con que está relatada la escena y de que Costello reconocerá después que la leyó con animosidad, ella queda:

harta del espectáculo, harta de sí misma, harta de un mundo en que pasaban aquellas cosas, hasta que finalmente dejó el libro y se sentó con la cabeza apoyada en las manos.

(Ibíd., 162).

Nótese con mucha atención el efecto que sobre Costello ha provocado la lectura de aquel pasaje en que se narran los suplicios de los conspiradores; se trata de un sentimiento de hartazgo, de asco provocado por haber sido testigo del mal que aquellos hombres sufrieron y de cómo unos soldados parecían disfrutar con ello. No hay que olvidar que esa repulsión se da a través de la lectura. Es decir, el acto de leer pone al lector en contacto con la realidad del mal. Hay una suerte de contagio gradual que va del mal realmente sucedido (las ejecuciones de 1944) al mal representado (el libro de West); de “la cosa a las palabras que la mencionan” (Dewitte, 2004: 11). Dándose cuenta de ello, de que fue el libro de West ―y no Hitler, no sus esbirros, no una persona real de la Alemania nazi, sino uno de sus colegas del mundo de las letras― quien la condujo, a través de la ficción, a ese sótano en el que se llevaron a cabo las atrocidades relatadas, Costello se pregunta si todo ese círculo de la realidad literaria ―en la que están implicados tanto el autor de una novela como el lector de la misma― no está ya de alguna manera implicado también en esa dinámica que le permite al mal esparcirse y renovarse mediante la recreación de escenas perversas por medio de la literatura.

La posición de Costello parece exagerada, es cierto, pero ella está convencida de que no se puede salir indemne después de que alguien se pone a recrear ese tipo de escenas protervas: “No creo que uno pueda salir intacto, como escritor, después de invocar escenas como esas. Creo que esa clase de escritura le puede hacer daño a uno” (Coetzee, 175). Si eso puede hacer a alguien daño es porque en el fondo contiene un elemento maléfico. Costello está segurísima de ello, y por eso no se niega a declarar su convencimiento respecto a que West, “cuando escribió esos libros, entró en contacto con algo absoluto. Con el mal absoluto” (Ibíd., 179).  

Atrapada en esas intuiciones y dudosa de si lo que está planteando tiene algo de sentido o si, por el contrario, es una mera patochada provocada por su senilidad y sus sensiblerías morales, se dice que la escritora busca un concepto con el cual le sea posible expresar de forma más clara, más precisa, ese sentimiento de repulsión que la lectura del libro de West le ha suscitado. Y la palabra que le viene a la mente, y que será medular para comprender su concepción del mal, es la palabra obscenidad:

«Obscenidad.» Esa es la palabra, una palabra de etimología discutida, a la que debe aferrarse como a un talismán. Elige creer que «obscenidad» significa «fuera de escena». Para salvar nuestra humanidad, ciertas cosas que tal vez queramos ver (¡queremos ver porque somos humanos!) deben permanecer fuera de escena.

(Ibíd., 172).

Se presenta, así, la idea del mal como algo que corre paralelamente a la idea de la obscenidad. Y es interesante notar que esta última palabra ―que hace referencia a cosas que, para bien de los hombres, deben de permanecer lejos de su alcance perceptual― afecta directamente al ejercicio de la literatura, porque con ella se denuncia, no solo al escritor que entra en contacto con el mal obsceno al que da vida imaginándolo y plasmándolo en su relato, sino también al lector que es tentado o seducido por esas escenas del “mal absoluto” con las que él mismo, al leerlas, también entra en contacto.

 Ahora bien, como ha hecho notar Mulhall (2009), Coetzee despliega un irónico juego de espejos que hace que el lector quede directamente implicado en la crítica que hace Costello a West y a sí misma por haber leído su obra. El juego consiste en que, por un lado, la escritora le advierte al auditorio que evitará describirles las escenas en las cuales se basará su conferencia, pues está convencida de su obscenidad, es decir, de que sería mejor que nunca aparecieran ante una conciencia, pues su tesis es que la literatura puede empeorar en ciertas circunstancias al hombre, debido a que lo orilla al contacto con el mal. Sin embargo, el propio Coetzee no tiene reparo en describírnoslas a nosotros como lectores de la novela, poniéndonos así en contacto con el mal que Costello critica y quiere evitarle a su ficticio público.

El lector queda puesto, entonces, entre la experiencia del contacto con el mal y la teoría que recomienda no realizar ese contacto. Es ya demasiado tarde cuando nos reconocemos a nosotros mismos como metidos en una ficción que, al intrigarnos, nos anima a seguir leyendo y, al terminar de leerla, ella misma nos sugiere que estamos implicados en algo perverso por el hecho de haber seguido el relato que narra el “mal absoluto”. Así, toda una atmósfera miasmática de lo maligno se teje entre la ficción y la realidad. A uno comienzan entonces a surgirle preguntas muy interesantes sobre si hemos indagado profundamente en torno a los alcances éticos que la lectura posibilita. ¿Acaso habría la más mínima posibilidad para que Costello tuviese razón cuando asegura que hay cosas en las que, para bien tanto del autor como del lector, nadie debería meter las narices? Si ella tuviese razón, metería en un gran aprieto nuestra concepción sobre la excelencia en la literatura, porque muchas de las más grandes obras literarias (¿Costello las llamaría “grandes”?) lo son precisamente por su maldad tan gráfica y bien plasmada.

Vemos así que en lo que respecta al problema del mal, la novela de Coetzee plantea una dinámica muy interesante en la que se incluye al lector y se le inmiscuye en los temas que allí están tratados. Además de eso, es también una apreciación inusual sobre la literatura, sobre sus potencialidades para hacernos un grave daño a nosotros, como lectores, y a los otros, como escritores. Que los libros, junto con ese otro misterio, nuestra imaginación, tengan la facultad para recrear eventos que solo un mal absoluto pudo hacer florecer en esta realidad a la que los filósofos escolásticos, acaso apresuradamente, dieron el calificativo de buena y bella, nos deja con una pregunta en la cabeza: ¿será cierto? Que cada persona la vaya respondiendo a su manera.

Bibliografía

Cicerón. (2008). Disputas tusculanas. México: UNAM.

Coetzee, J. M. (2015). Elizabeth Costello. México: Debolsillo.

Dewitte, J. (2004). “La dupe de Satan: Sur «Le problème du Mal» de J. M. Coetzee”. En Esprit n. 305, pp. 5-25.

Gracián, B. (2007). Oráculo manual y arte de prudencia. Barcelona: Ediciones Folio.

Mulhall, S. (2009). The Wounded animal. J. M. Coetzee and the Difficult of Reality in Literature and Philosophy. Princeton: Princeton University Press.

Vila-Matas, E. (2015). El mal de Montano. México: Debolsillo.

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