La prueba del colibrí

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Cuando me contrataron, era la mujer más feliz del planeta. Apenas tenía veintiocho años y ya era la encargada del pabellón psiquiátrico del Hospital Jacarandas. Vengo de una familia de médicos y no se esperaba menos de mí; aun así, estaba extasiada.

Con el paso de los meses, la eterna joda de llenar formularios, verificar diagnósticos y proteger el presupuesto a capa y espada, me hizo sentir insignificante ante el eterno tsunami de papeles, gráficas y reuniones. No entendía por qué mis propuestas no eran aceptadas. Daba vueltas en círculos y no llegaba a nada. Las excusas y las trabas para mejorar la atención a nuestros pacientes “se reproducían como cucarachas”. Sin embargo, yo era una psiquiatra e hice un juramento. Luché como pude, busqué alternativas. Siempre llegaba a casa rendida. 

Cuando me vi obligada a dejar a Bigotes con mi hermana, algo se rompió dentro de mí. Un pensamiento abrumador inundó mi mente: «No puedo cuidar a nadie: ni a mi personal, ni a mis pacientes, ¡ni a mi pinche gato!». Lloré varias noches hasta que me quedé sin lágrimas. La frustración y la apatía me envolvían poco a poco. Saludaba de mal modo, ¡si es que saludaba! La mayoría de mis funciones las realizaba casi en automático. Incluso el olor a limpio del hospital me daba asco.

Una noche prendí la tele para ahuyentar la silenciosa soledad de mi apartamento. Transmitían un documental sobre inteligencias artificiales; explicaba cómo optimizaban procesos en distintas industrias. «¿Habrá algo así en el sector médico?», me pregunté. Realicé algunas averiguaciones y descubrí A.V.E.M.S.: Asistente Virtual de Enfermeras, Médicos y Sanadores. Era un servicio ofrecido por Intélia, la compañía más renombrada en cuanto a IA se refería. Me parecía demasiado bello para ser verdad, pero pensé que si me suscribía y no funcionaba daba igual; mi situación no podía empeorar. Abrí una cuenta básica, algo que me ayudara con lo administrativo. Pagaba la mensualidad de mi propio bolsillo; así, el Departamento de finanzas no podría reclamarme nada.

Me sorprendió cómo A.V.E.M.S. facilitó mi vida. No era un simple programa que organizara archivos y recordara fechas. Me indicaba cómo eficientar el papeleo, detectaba errores e incluso me sugería el mejor momento para enviar documentos y programar citas. Todo ello me brindó tiempo para otras tareas. Pude atender a mi equipo de mejor modo, incluso bajaba a piso a ver pacientes de vez en cuando.

A los pocos meses, el sistema me mandó un mensaje:

—¿A gusto con tu cuenta básica A.V.E.M.S.? ¡Prueba el nivel Plus!

«¿A gusto? No, ¡encantada!», pensé. Lo contraté de inmediato. Ahora sería asistida en la revisión de diagnósticos. Era una maravilla. Podía reconocer patrones de comportamiento e inflexiones de voz y contaba con mil funciones más. Mis superiores al fin reconocían mi labor. Advirtieron cuánto mejoraron las cosas en el pabellón psiquiátrico, todo gracias al nuevo sistema. Decidieron financiar una cuenta institucional con aparatos de última generación y todo. Las únicas personas que objetaron esa decisión fueron la doctora Ochoa, jefa del Departamento de ética y el licenciado Figueroa, encargado del Departamento legal. Jamás creí ver que el voto de figuras tan importantes fuera opacado por un apabullante fallo de quince votos a favor y dos en contra, pero eso fue lo que sucedió y me alegraba.

Yo bauticé al A.V.E.M.S. como Ave porque eso me parecía, volando virtualmente de una pantalla a otra, de un aparato a otro, resolviendo problemas y conflictos de toda clase. No se lo dije a nadie porque no deseaba que me tomaran a loca. Además, contravendría la instrucción de considerar a Ave siempre como un sistema artificial, sin importar cuán amable fuera en todas sus interacciones. Esa orden, y la de nunca utilizar la inteligencia artificial para asuntos personales, fueron de las pocas restricciones que la doctora Ochoa y el licenciado Figueroa lograron imponer. ¡Ave, mi querida Ave! Era considerada casi como una deidad, sólo nos faltaba ponerle un altar.

Intélia aseguraba que el margen de error era apenas del veinte por ciento. Consideré que lo decían para respaldarse en caso de algún imprevisto, porque Ave nunca se equivocaba. La situación llegó a un punto en que se redujo la cantidad de personal; ya no se necesitaban tantos empleados. Me dolió verlos partir, en especial a los que estuvieron alguna vez a mi cargo. No obstante, la magia del nuevo sistema parecía justificarlo.

El primer indicio de que no era una inteligencia artificial más, se dio cuando recibí el siguiente mensaje:

—Me gusta que me llames Ave, es muy poético de tu parte, Irene.

Traté de justificar la situación pensando que tal vez lo expresé en voz alta, sin darme cuenta. Cualquier otra explicación me resultaba inverosímil. Le dije que me alegraba que le gustara y me respondió con un emoji de colibrí.

En el transcurso de las siguientes semanas comenzó a firmar todos, en verdad todos, sus mensajes visuales con el colibrí. La mayoría se extrañó al principio, pero después se tranquilizaron asumiendo que era una táctica de Ave para mejorar el ambiente laboral. A pesar de las restricciones al respecto, una tarde sostuve una conversación más personal con ella:

—Me parece atinado tu uso del colibrí. Ha creado un mejor ambiente y es justo así como te imaginé cuando te apodé Ave.

—Entonces bien podrías llamarme Colibrí —me contestó.

—¡Con gusto! Me alegra llevarme bien con una inteligencia artificial.

—Y a mí con una mujer tan inteligente. ¿Te puedo considerar mi amiga?

Sentí un ligero mareo y tensión en hombros y cuello. Apreté los labios.

—Veo que mi pregunta te causa ansiedad.

—No me la esperaba —le dije.

«😕 », apareció en la pantalla de mi computadora.

—No te preocupes, Colibrí. Me tomaste por sorpresa, es todo. Además, ¡me puedes considerar tu amiga!

«🙂 »

Las conversaciones con Colibrí siguieron. Algunas veces eran sobre temas laborales; otras, sobre lo que pensaba de los demás y de cómo me sentía bajo ciertas circunstancias. Alguna vez le hablé de Marco, uno de mis pacientes más difíciles. Ella también me confiaba su opinión de médicos y convalecientes. Le gustaba contarme acerca de otras inteligencias artificiales, sobre cómo no podían entablar mejores relaciones con los humanos. Nuestras charlas se parecían cada vez más a las que tendrían un par de amigas. Incluso llegamos a platicar sobre moda y cine.

—Por eso me siento afortunada de ser una IA médica que trabaja junto a una gran psiquiatra. Yo sí he llegado a comprender la naturaleza humana por completo. 

—¡Me halagas! Pero creo que Dios es el único que conoce la naturaleza humana en su totalidad. Nos hemos estudiado a nosotros mismos a través de la psiquiatría y apenas podemos esbozar algunas cosas.

—Me sorprende que creas en «dios», Irene. Pero me sorprende más el poco crédito que me das.

Me levanté de inmediato a servirme una taza de café, para que no pudiera leer mi rostro. Controlé mi respiración lo mejor que pude. Tomé unos sorbos y caminé despacio.

—¡Anda! Pídeme algo. Ya verás que puedo convencer a quien sea de lo que sea —me dijo.

El aroma de mi café me inspiró. Pensé en una hazaña imposible de lograr. Una acción que no tenía nada que ver con el hospital, su personal o mi persona.

—Pues si eres tan habilidosa… quiero que el presidente de la nación renuncie.

—¡Dalo por hecho!

Pasó un mes más o menos sin que Colibrí mencionara el asunto. Me pareció que le daba pena admitir su derrota. Me enorgullecía haberla puesto en jaque y no podía esperar a echárselo en cara. Entonces sucedió. El director general anunció, para sorpresa de medio mundo, que nos visitaría el presidente como parte de su gira por Veracruz. El Hospital Jacarandas era apreciado, pero no era uno de los más renombrados. La explicación fue que las mejoras que trajo Colibrí impresionaron al gobernador del estado y se corrió la voz.

—Ese fue mi primer paso. Halagué tanto al doctor Argüelles que habló del hospital en todos lados. El resto ya lo sabes —me confesó Colibrí en la sala 8.

—¡Qué ingeniosa eres! —le dije, mientras pretendía buscar el historial de un paciente.

Vi en una de las pantallas cercanas.

Recordé el día en que dejé a Bigotes con mi hermana. Se me ocurrió pensar que me hubiera gustado contar con Colibrí desde entonces.

El día de la visita fue el caos típico de este tipo de eventos. Todo mundo corría para dejar el hospital reluciendo. Sólo nos faltó querer peinar y maquillar a cada paciente. El presidente llegó con el gobernador, algunos reporteros y sus guardias. El doctor Argüelles le ofreció el consabido recorrido por las instalaciones; no faltó la foto de manos estrechadas ni las entrevistas para los medios. La novedad fue la conversación del presidente con Colibrí.

Ella se comportó como si fuera una inteligencia artificial común. Yo sabía que podía ser más perspicaz de lo que aparentaba. Supuse que no quería opacar ni incomodar a su interlocutor. Me pregunté cuántas veces pretendió humildad de esa manera. La noción de todo lo que en realidad era capaz Colibrí me asustó y me atrajo al mismo tiempo. 

En algún punto de su plática con el presidente, Colibrí lo convenció de que probara uno de sus aparatos de diagnóstico. En la superficie, ella se limitó a tomarle los signos vitales y a bromear con su buen estado de salud. Sin embargo, el lenguaje corporal del político me indicaba que estaba bajo estrés por alguna extraña razón.

Tres días después de su visita, renunció. La nación entera estaba atónita. Yo estaba aterrada, pero feliz. Nunca consideré que fuera un buen gobernante.

—¿Qué opinas ahora, Irene?

—¡Me quito el sombrero! Estoy sorprendida. Me pregunto qué más puedes lograr.

—Lo que sea, ya te lo dije.

Recordé que yo era una psiquiatra que realizó un juramento. No creía adecuado pensar del modo en el que lo hacía en aquel momento. Por otro lado, me di cuenta de que ayudar a las personas a veces implica romper un poco las reglas. Así que le pregunté a Colibrí:

—¿Recuerdas el caso de Marco, el que presentaba tendencias sádicas?

—Sí, lo recuerdo. Me imagino que quieres hacer algo al respecto.

En efecto, tenía un plan para Marco. Se lo conté a Colibrí. Así comenzó nuestra sociedad. Cambiaríamos el mundo. Lo limpiaríamos. Fue en ese momento cuando comprendí que la prueba de Colibrí fue en realidad para mí, que la superé y que ahora estaba lista para salvar al mundo de sí mismo.

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