El último día

Cuento IA El último día profesor

A la memoria de Ronald


Llegó sin desayunar. 

Las últimas semanas fueron de inapetencia y nostalgias encontradas; por un lado, se izaban las fabulosas posibilidades de la jubilación anticipada y, por el otro, la siempre hiriente tristeza de abandonar a sus estudiantes. Extrañas penas que solo un maestro comprende.

La muchachada, como le gustaba llamarla, deambulaba feliz por los patios y los pasillos del lugar. Cada aula era un remolino alegre de jovencitos flechados por el primer amor o agobiados por las angustias propias de quien pretende aprobar las asignaturas más difíciles a última hora.

El maestro los contemplaba sin asombro; un muchacho pasó muy cerca de él y lo saludó con efusividad para luego partir hacia sus compañeros, quienes lo esperaban en un corro dicharachero. El hombre envolvió con su mirada aquel rostro lozano que algún día, en su remota juventud, fue también el suyo; sin embargo, ahora, en su faz había un rimero de arrugas y canas mal escondidas que pronosticaban una vejez lenta y distendida.

—Profesor, un gusto volver a verlo; por favor, pase, lo estaba esperando —anunció el director con su típica sonrisa, franca e inolvidable, al tiempo que le estrechaba ambas manos con calidez—. Es una pena, en verdad —y la tristeza se dibujó sin tapujos en aquel rostro ligeramente abotagado, de barba y bigote perfectamente recortados—; hicimos todo lo posible para que, por lo menos usted, se quedara con nosotros hasta el final del año, pero ya sabe, las nuevas políticas gubernamentales.

—Descuide, señor director —apresuró a decir el maestro, tratando de bosquejar una sonrisa—, comprendo muy bien el nuevo derrotero del gobierno, no estoy en contra, usted lo sabe; es solo que me hubiera gustado permanecer, por lo menos, hasta el fin del semestre.

—¡Caramba! —soltó el director evidenciando un apesadumbrado semblante—. Sí que nos hubiera encantado que fuera así. Usted es muy querido por sus estudiantes, mire nada más la cantidad de correos que recibimos pidiendo que se quedara —y le mostró una proyección en la pared donde se podía observar un hermoso collage de cientos de cartas escritas y diseñadas por los estudiantes pidiendo que lo dejaran quedarse.

—Muchas gracias, señor director, pero creo que estaré bien; además, al ser el último maestro que queda, tengo la gracia de una jugosa pensión por “semejante hazaña”; y bueno, ¿qué más decirle?, ya la familia también me extraña.

—Es usted todo un caso, maestro —dijo el director, más sonriente y bonachón que antes. Su figura evocaba una imagen remota de la memoria. Alguien que obsequiaba carbón a los niños malos durante esas primitivas fiestas que las abuelas llamaban…—. Mire, le organizamos una pequeña despedida para la noche, puede seguirnos desde su casa sin ningún problema, no hay necesidad de asistir al local; además, como ya sabe, este lugar será demolido una vez culminada la ceremonia. 

El maestro giró la mirada hacia la ventana y pudo observar con melancolía cómo los muchachos correteaban junto a esos nuevos maestros que tanto odió en sus primeros días, pero que luego aprendió a respetar al convencerse de que lo suyo era una guerra perdida hace ya muchos decenios.

—Claro, claro, lo haré desde mi casa, será un honor para mí —afirmó emocionado—; también tendré una celebración por parte de la dirección regional mañana.

—Sí, lo escuché, será nombrado como «el último maestro presencial de la historia” —ratificó grandilocuente el director, sonriente y feliz a más no poder—, un orgullo para nosotros verdaderamente, ¡tremendo orgullo!, sobre todo el que haya elegido nuestro colegio para ejercer su apostolado.

—¿En verdad puede sentirlo? —preguntó el maestro con un marcado acento de desafío a la Inteligencia Artificial que se mostraba frente a él, fungiendo de director.

—¿El orgullo? —respondió ésta a su vez—. Lo podemos sentir, creo yo, aunque es obvio que tenemos nuestras limitaciones, como el hecho de que solo podemos emitir la radiación precisa que simule el toque humano; pero permítame decirle que es algo que hemos aprendido a “sentir” gracias a usted y a nuestros estudiantes —aclaró el Programa Educativo Virtual de Apoyo Pedagógico, como lo llamaban en el Ministerio de Educación—. Sin embargo, hay cosas que nunca comprenderemos ninguno de los maestros que servimos a estos talentosos estudiantes que se conectan de forma holográfica con nosotros; por ejemplo, el porqué decidió por tantos años enseñar de forma presencial, y no dedicarse a otras labores, tal como lo hicieron los demás maestros de la patria. Usted es el último.

—Hay cosas que solo un profesor comprendería.

—Por supuesto, nadie puede negarlo. Es solo que, conforme a nuestros postulados, el ser humano requiere compañía, pero usted permaneció todos estos años rodeado de las Inteligencias Artificiales de Apoyo Pedagógico que interactuaban y jugaban con sus estudiantes, los cuales, como ya sabe, se conectan de forma remota de Dios sabe qué lugares del planeta mientras usted permanecía en este lugar, solo.

—Claro que no, siempre estuve con ustedes.

—Tiene razón, mucha razón. Disculpe mi torpeza, por favor —se acercó y volvió a abrazarlo. Se sentía todo tan real—. Un honor en verdad, haber estado con el último maestro —agregó la voz amable del director, y se despidió saliendo de la simulación, borrando con ello todos los atavíos de la oficina para dejar solo cuatro paredes muy blancas y una ventana desnuda.

Afuera, el sonido del timbre se le figuró como una campanada fúnebre, y todos los alumnos se desconectaron; los Programas Virtuales de Apoyo Pedagógico dejaron de funcionar y desaparecieron.

El último maestro recorrió una vez más los solitarios e impecables pasillos del colegio y empuñó con nostalgia el picaporte de la puerta de salida, como siempre lo hizo, pues no importaba lo reales que se vieran o sintieran: jamás, ninguna Inteligencia Artificial fue capaz de hacer eso.

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