Adab

Adab cuento mujer árabe

اداب / Adab

١/1

Madre:

Disculpa por favor mi largo silencio; durante mucho tiempo no he sabido qué decir… Por eso no te he dicho nada. Espero que esta carta esté pronto en tus manos… espero que haya aún unas manos para recibirla. El papel en el que me anotaste la dirección de nuestra vieja casa ya parece casi parte de mi pecho por el tiempo que ha pasado ahí guardado.

No sé si debería empezar por el principio, por contarte lo que pasó justo después de despedirnos, o más bien por el final (porque eso es lo que es esto, madre, el final de mi vida). Tal vez deba empezar por el final; pensar en aquel pasado remoto en que me alejé de ti, todavía me duele demasiado –quizá esa es la verdadera razón de que no haya escrito hasta ahora. Sin embargo, tal vez si te cuento el dolor del presente, éste que está acabando conmigo, me dé cuenta de que aquel otro dolor puedo soportarlo lo suficiente como para dejarte saber qué es lo que ha sido de mí los últimos veinte años.

Hace diez años ya que soy una escritora reconocida en este país. No fue tan difícil: un día me senté a escribir una historia (la historia de la niña del desierto que tanto me gustaba que me cantaras, ¿recuerdas?) y, cuando me di cuenta, estaba firmando copias del libro, presentación tras presentación; escuelas, librerías, foros… cada lugar en que presenté mi libro se abarrotó de gente. Mujeres, sobre todo. Mi nombre sonaba en todos los programas de televisión: “Adab, la joven escritora que había logrado huir de su horrible hogar siendo apenas una niña”. Yo sentía que era feliz.

Ahora sé que nunca lo fui realmente. He llegado a pensar que tal vez me hubiera resultado más fácil vivir bien a tu lado, haberme acostumbrado a… pero dije que no hablaría del pasado. Al menos no por ahora, no quiero que sientas que esta carta es un reproche; hiciste lo que pudiste, pero por eso te hablo del presente, para que cuando llegue la hora de recordar el pasado entiendas la verdadera razón de mis palabras.

¿Por qué me pusieron Adab, madre? Sé que tú nunca has leído mucho, que apenas puedes hacerlo. ¿Acaso mi padre leía, o es sólo por las sagradas escrituras?

Últimamente esa pregunta me ha dado muchas vueltas en la cabeza. Cuando empezó todo el asunto de las presentaciones del libro, el éxito y los libros que le siguieron, yo pensaba que era un asunto providencial, que para eso portaba este nombre. Ahora ya no sé, tal vez fuera sólo una sucia broma de la vida.

No se puede ser feliz en un mundo como éste, madre. Al menos yo no puedo. No soporto la velocidad a la que ocurre todo, la falta de respeto constante, el poco compromiso… la soledad. Aquí la soledad es muy diferente a la que se vive allá; aquí puedes estar rodeada de miles de personas y seguir sola; puedes estar en la cama con un hombre, tenerlo dentro de ti, y seguir sola. Tal vez no sé de lo que hablo, tal vez me digas que tú siempre has estado sola, madre, pero desde donde yo lo veo, la soledad de allá es del espacio –no hay mucha gente rodeándote nunca. La soledad de aquí… no. Mi soledad. Mi soledad es del alma.

Me han convertido en un objeto, madre, y los dejé hacerlo. Es más, lo he hecho yo misma. No sabes lo bien que se sintió al principio. Ser querida, deseada, aclamada. Ser la exótica muñeca de porcelana marrón de tantas personas; estar en todos los escaparates, en todas las televisiones, en tantas y tantas camas. No estar destinada sólo a una, a servir sólo para mantener la casa y parir hijos. La libertad madre es el mejor de los espejos y el peor de los espejismos. Una se siente fuerte, capaz, cuando se da cuenta de que puede elegir con quién va a irse cada noche a la cama. Es la grandeza de ser alguien, madre. Una se siente eterna. Pero no, nada es eterno; todo cambia. Fueron justamente los cambios los que me hicieron darme cuenta de que las cosas no eran lo que yo pensaba. Primero eran tonterías: una palabra aquí, un signo de puntuación allá… pero luego eran páginas enteras las que no les gustaban a los editores. Entonces llegó todo ese discurso acerca de que me estaba perdiendo en la intelectualidad, que ya nadie quería leerme, que la falta de públicos, que si no hacía caso terminaría en la bancarrota. «No, no», intenté decirles, «miren a la gente, siguen viniendo a verme, siguen leyéndome». Pero me asustaron, madre, y los dejé hacer… Un día, yo ya no era yo; era sólo un nombre detrás del cual había un equipo de jóvenes redactores adaptados a las necesidades y al público del momento. Yo no me fui de casa, arriesgándome a no poder volver, para esto. Lo sé, pero apenas ahora puedo decirlo abiertamente… Te extraño tanto, madre.

Debo dejar de escribir ahora, me siento mareada; el alcohol y los recuerdos no me permiten pensar más. Pero no te preocupes, aunque tengo ya todo listo para el final, no voy a hacerlo todavía… Pienso escribirte antes, quizá en un par de semanas.

Con amor…

Adab.

٢/2

Madre:

De nuevo empiezo pidiéndote perdón; esta vez por haber cortado de manera tan abrupta el hilo de mis palabras. Ya no podía más, pero al menos ahora tienes idea de qué ha sido de mi vida.

¿Recuerdas todo lo que soñábamos cuando hablábamos bajito por las noches después de que la abuela se había dormido? A veces, cuando estoy ante mi ventana –como ahora mismo –mirando las estrellas, recuerdo esas noches en que salíamos de la vieja casa a sentarnos entre los arcos de alguna de las terrazas para contemplar el cielo. Aún me parece oír tu voz cuando me susurrabas que no ibas a dejar que aquel mundo me engullera entre sus fauces de dolor, que preferías morir antes de verme sufrir lo que tú habías sufrido… ¿te costó realmente la vida, madre?, ¿estará esta carta, junto a la que te mandé antes, descansando sobre la arena en el lugar de tu entierro? No he sabido nada de ti, no respondiste mi carta… pero espero que no sea el caso. Me daría vergüenza pensar que lo dejaste todo para que me convirtiera en esto. ¡Siento asco sólo de pensarlo!

Creo que tenía razón; confesarte por escrito el horror que ha resultado esta nueva vida me permite ahora hablar del pasado, que es lo que de verdad me hace falta.

Hoy hace ya veinte años que nos despedimos, madre. ¿Qué pensarías a tus cuarenta y siete de tu hija de treinta y dos, que aunque conservó intacto su “botón del pecado” está tan mutilada de sí misma? Me da miedo pensar que la que soy ahora podría darte vergüenza. Simplemente nunca aprendí cómo vivir bien aquí.

Estoy segura de que cuando me dijiste “ve y disfruta”, la noche en que me encargaste a Alá y me dejaste aquella bolsa con comida y un camello en el borde del desierto, no te referías a esto, a vivir así. Pero nunca supe a qué sí te referías… Tal vez sólo estabas pensando que cualquier cosa que no fuera ser forzada a sangrar mientras tú ayudabas a sostener mi atormentado cuerpo era igual que disfrutar. No lo sé.

Me gustaría volver, preguntarte tantas cosas que nunca he sabido de ti, traerte conmigo… empezar una tercera nueva vida, pero ahora juntas. No te conozco, madre, ahora lo sé, pero algo dentro de mí me repite a cada momento que eres lo único que sigue atándome al mundo. Es casi como si te debiera algo.

Casi como si… qué horribles palabras. Sé muy bien que gracias a ti soy libre. Al menos, te debía estas cartas.

«Nosotras no estamos hechas para esta vida, Adab», me decías, «nosotras no deberíamos estar aquí, sufrir tanto. Hay tanto que hacer en el mundo, tanto que conocer. Pero tú vas a irte, te lo prometo». Creo que hubiera sido mejor que hablaras sólo por ti, madre. Al final yo tampoco estuve hecha para esta otra vida… o quizá nadie lo está. No sé.

Lo que sí sé es que a los doce años no estaba lista para medio morir de hambre y sed en el desierto, para llorar gritándote cada noche que regresaras por mí, que no me importaba que me arrancaran partes de mi cuerpo. No estaba lista para estar sola, madre. Tampoco para ser rescatada por turistas, gente que –aunque David y Rose siempre quisieron sólo ayudarme –no dejaba de ver en mí a una especie de flor exótica del desierto, un espécimen que habían rescatado. No estaba lista para ser acicalada y correctamente vestida, ni para tener que aprender yo sola un lenguaje completamente nuevo, y no estoy hablando sólo de las letras y la lengua; en este mundo hasta los arcos y las terrazas bajo las estrellas representan cosas completamente distintas.

Pero aprendí, madre, y he seguido aprendiendo desde entonces. Una de las cosas más importantes que aprendí ha sido preguntar, no quedarme callada, reflejarme en el espejo de la libertad y dejarme embriagar por su espejismo.

Hay una pregunta que necesito hacerte. Intenta por favor no sentirte herida por ella, necesito preguntarte.

¿Realmente querías que fuera libre o sólo te diste cuenta de que no ibas a ser capaz de sostener el cuerpo desnudo de tu hijita mientras era mutilado? Perdóname si te hago sufrir, madre. Soy una mala persona, en eso es en lo que me he convertido. Por supuesto que querías que fuera libre; querías que fuera feliz. He sido yo quien no ha sabido lograrlo.

Ahora te dejo, madre. Ya es hora.

Espero que cuando leas estas palabras –que será cuando yo ya me haya ido (la cuerda está lista, como la brida del camello que me diste) –no las malinterpretes; espero que entiendas que necesitaba decirte todo esto para poder liberarme de este mundo. Que necesitaba yo misma darme cuenta, mientras te lo decía, de que realmente todo ha sido mi culpa, por no quedarme contigo. Tú siempre me has amado… y yo, también,

Te amo…

Adab.

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