Ausländer (Extranjero)

Cuento Auslander (extranjero)

Allí estaba él, plantado como un idiota con sus dos maletas a cuestas ante la puerta cerrada del apartamento en el que en teoría le esperaba su amigo Paco. Martín pulsó el timbre por séptima vez sin conseguir más efecto que una vieja entreabriese la puerta contigua y asomase su cara de pocos amigos, escupiéndole una parrafada en el más puro e ininteligible alemán.

Ich…. spreche kein deutsch! –atinó a decir Martín balbuceando. “Yo no hablo alemán”, era una de las pocas frases en el idioma de Goethe que había conseguido memorizar tras hacerle caso a Paco y tomar el autocar rumbo a Múnich.

La vieja no pareció impresionarse con que el hecho de que el visitante tratase de decir algo en su idioma y siguió con su perorata incomprensible para Martín, quien tan sólo pudo identificar tres palabras: ausländer (extranjero), raus (fuera) y polizei. El hombre trató de explicarse en su inglés macarrónico:

My friend is Paco.

Martín oyó que la anciana volvía a repetir las palabras raus y polizei. Aquella vieja seguro que llamaría a la policía y se organizaría un pequeño y estúpido escándalo. Se imponía agarrar su equipaje y dirigirse al restaurant en el que trabajaba de camarero su amigo Paco.

Martín abandonó el inmueble y comenzó a deambular por la calle solitaria con el propósito de encontrar un taxi mientras arrastraba sus dos maletas trolley. Era de noche y nevaba. Sólo a él se le podía ocurrir viajar a Alemania en pleno invierno. Circulaban escasos coches y, de vez en cuando, algún tranvía silente semivacío de pasaje, que se dirigía cimbreante y fantasmal rumbo a un destino misterioso -imposible saber a dónde con aquellos letreros rotulados en alemán-. Martín iba leyendo las inscripciones que indicaban los nombres de las calles con la esperanza de dar, aunque fuese por casualidad, con la Berlín Strasse, la calle en la que se ubicaba La Alhambra, restaurante “de ambiente español” regentado por un kosovar y en el que laboraba su amigo Paco, asturiano. Mientras transitaba por aquella ciudad de mensajes indescifrables, Martín se sentía como si hubiese aterrizado en otro planeta en el que hablaban un idioma alienígena, casi hostil. La lengua tedesca le era endiabladamente incomprensible. Tras fijarse en todos los letreros con que se topó, apenas sacó en claro que verboten significaba prohibido.

La nevada arreciaba y no se avistaba ni un puñetero taxi. Martín comenzó a sentir aprensión.  Las calles seguían desiertas y tan sólo se adivinaban sombras de vida tras los cristales de las ventanas iluminadas de las viviendas. No veía nadie a quien preguntar por la dirección del restaurante. Además, como todos los nativos fuesen tan simpáticos como la vieja vecina de Paco, iba apañado. “¡Qué asco tener que emigrar”, se dijo. Él, un licenciado en Derecho obligado a emigrar a Alemania para trabajar de friegaplatos en un restaurante de postizo tipismo español, como un machaca cualquiera. “La dama blanca tuvo la culpa de todo”, volvió el hombre a conversar consigo mismo.

Su adicción a la cocaína era la culpable que hubiese hecho un desfalco en el bufete en el que trabajaba. Condenado por apropiación indebida y falsedad documental, había logrado que el Juez le suspendiera la pena de prisión a cambio de someterse a un programa de desintoxicación, manteniendo, no obstante, la pena de inhabilitación profesional. La cocaína tuvo la culpa y, también, su novia Diana; rubianca, pija de pico fino y gustos caros. Aquel fue un amor que exigía lubricarse con una chequera holgada, más ancha aún que sus ingresos ciertos e inciertos. Cuando la sentencia se hizo pública, su amada no tardó ni treinta segundos en marcharse con otro. Diana era española por los cuatro costados, como si el destino quisiera desmentir la sociología barata y racista de Martín; él, que siempre había visto en las extranjeras que se emparejaban con españoles como a unas vulgares fulanas buscavidas, se veía obligado a admitir que oportunistas e interesadas las había de todos los pasaportes.

Martín comenzaba a desesperarse, ¿es que no había taxis en aquella maldita ciudad? Tenía frío y comenzaba a embargarle una honda sensación de tristeza. Pensó en lo difícil que era emigrar, aun sabiendo que su odisea ni siquiera había empezado. Hubo un tiempo en que él echaba pestes de los que emigraron a España, negaba que existiese el conocido como síndrome de Ulises y le repateaba escuchar a un inmigrante quejarse; si tan mal estaban, por qué no volvían de una puñetera vez a su país de procedencia, así era como pensaba. También opinaba que los inmigrantes que llegaban a España eran espabilados sin escrúpulos que robaban los puestos de trabajo a los españoles, cuando no, simplemente, delincuentes.

Martín llevó sus ideas a la práctica y se afilió a un partido xenófobo bajo cuyas siglas fue elegido concejal en las elecciones municipales de su pequeña ciudad. El suyo era un partido formado, en su base, por gente rara, boba, resentidos sociales y elementos racistas que salían del armario; mientras que la dirigencia la constituían individuos de extrema derecha, podridos de dinero, que manipulaban a la gente con discursos demagógicos, explotando el malestar social general en favor de sus intereses privados. Martín se desgañitó desde su escaño de regidor en demonizar a los inmigrantes atribuyéndoles ser la causa de todos los males de su municipio y del país entero, a la par que exigía expulsiones en masa y mano dura policial. Claro que aquellos eran otros tiempos, tiempos felices para Martín, antes de que la sentencia judicial arruinara su doble carrera profesional y política.

Cansando, aunque inquieto por la sensación de desamparo que experimentaba, Martín se sentó en el banco de un parque. Si no encontraba rápido un taxi corría el riesgo de morir congelado; la sensación de frío era cada vez más intensa. Cesó la nevada, pero la ciudad comenzó a ser invadida por la niebla.

No los vio, surgieron a su espalda, vomitados por la noche y la niebla. Un grupo de cabezas rapadas ataviados con cazadoras verdes, pantalones y botas militares, comenzaron a interrogarle en alemán. Martín sintió el hachazo del miedo, con un tono de voz indeciso y humilde les respondió:

Ich…. spreche kein deutsch.

Comenzaron a gritarle, sólo entendió dos palabras: ausländer y raus.  Antes de que Martín tuviera tiempo de reaccionar, la jauría se abalanzó sobre él y comenzaron a lloverle puñetazos y patadas. El sonido de la sirena de un vehículo policial hizo huir a los atacantes. Un par de agentes llamaron a una ambulancia que lo transportó a un hospital.

A la mañana siguiente, su amigo Paco escuchaba la narración del suceso de labios del propio Martín, que se curaba de sus heridas acostado en una cama de un pabellón hospitalario. Paco le dijo que había tenido mala suerte; se había topado con una pequeña banda de neonazis que se dedicaban a cazar extranjeros, pero debía entender que aquellos sujetos que le habían propinado una paliza eran una “minoría insignificante”, para nada representativa del pueblo alemán.

-Serán insignificantes para ti. Te aseguro que para mí han sido muy significativos, me han roto tres costillas.

-Bueno, Martín, ya sabes lo que quiero decir; malnacidos racistas los hay en todas partes.

Martín suspiró antes de responder:

-Sí, es cierto, los hay en todas partes.

Salir de la versión móvil