Hijo de Oriente

poemas sobre la guerra en Oriente

Pájaros de hierro 

Lo escucho y mi piel se tensa.  

Nada sucede.  

Kiram tiembla entre mis brazos.  

Miro sus ojos e intento que una sonrisa lo tranquilice.  

Mi esposo abre la ventana y apaga la lámpara  

—el olor a aceite roza las paredes de adobe—.  

La brisa apesta a metralla con sangre.  

Hiede desde que Ellos profanan esta tierra.  

El silbido vuelve y se hace agudo…  

La explosión truena y un velo de polvo hace toser.  

Mi esposo, inerte, mira el fuego que lo devora todo.  

«Es hora de dormir», asegura él con una sonrisa a medias, y me abraza.  

Huele a miedo,  

y el hedor se funde con el aroma del té que se seca sobre su barba.  

El sonido del avión regresa demasiado pronto.

Permiso concedido  

Observa la foto de su hijo entre los botones de la cabina.  

Besa la imagen: no siente sus mofletes,  

pero recuerda el aroma a pino que desprenden.  

Solicita pista y despega del portaviones más cercano a las playas del Sinaí.  

Las costas tienen nombres hermosos,  

pero nunca ha querido recordarlos.  

Sobrevuela el último poblado.  

«Se esconden en la oscuridad», piensa, y conecta su radio.  

«F32, F32», reporta: «no hay civiles».  

Central responde: «no gaste munición, regrese».  

Contempla el límite de la aldea,  

desciende de la altura reglamentaria  

y, entonces, lo descubre:  

puede tener la misma edad que su hijo y corre entre las chozas con un perro en brazos.  

«F32, F32», reporta: «civil detectado, solicito permiso para activar misiles».

Distancia de rescate 

Logra zafarse de los brazos de su madre  

que sueña con el alba y la paz.  

Divisa a su perro entre las grietas de la pared.  

No sabe cómo escapó, pero no quiere dejarlo solo porque las cobras se arrastran de noche.  

Su padre no está: salió ahora que los imagina dormidos. 

El perro mueve la cola cuando lo levanta del suelo.  

Y ve a su padre  

entre los escombros del último bombardeo, arrodillado hacia La Meca.  

No es la hora para el ṣalāt,  

mas el patriarca tiene fe en que Al-lah  

—en el silencio de los demás aleyas—  

lo escuchará solo a él. 

Kiram deja a su perro en la cocina y éste comienza a ladrar.  

Trata de tranquilizarlo, pero salta y corre debajo de la mesa.  

El animal levanta sus orejas de golpe:  

un silbido entre las nubes lo asusta,

sin darle tiempo de regresar a los brazos de su dueño.

Pólvora en el viento  

Desapareció en el último bombardeo  

y su padre me golpeó cuando traté de encontrar el cuerpo entre los escombros.  

Dice que mi amigo no ha muerto y regresará  

cuando la pólvora deje de escocer en los ojos.  

No quise contradecirle.  

La madre del muchacho, junto a la puerta, inclinó la cabeza.  

Su chador parecía manchado de tierra y hollín.  

«¡Estuve buscándolo…!», y limpié mis lágrimas sin pedir perdón.  

Regresé entonces donde los míos se esconden  

de los pájaros de hierro.  

Mi hermanita dormía sobre el pecho de mamá,  

quien intentó sonreír, pero no lo logró del todo.  

Su gesto, igual que la pólvora en el viento,  

hizo regresar otras lágrimas.  

Salí a rezar con mi padre: él miraba el horizonte, 

como si ahí hubiesen ido a parar Kiram y su perro.

La esperanza en una sonrisa 

Intentan escoltarnos a un lugar seguro.  

«Los escombros son peligrosos y puede haber derrumbes…»,  

se justifican los militares a través de su intérprete.  

Amin —mi esposo—, no pretende levantarse del banco que colocó junto a la puerta.  

Desde que nuestro hijo se «marchó» no ha probado bocado o bebido el té.  

Tampoco quiere abandonar la casa por si regresa.  

Duele decirle que nuestro hijo de Oriente, 

por ser hijo de Oriente, no volverá.  

Uno de los soldados, decidido a trasladarnos, se acerca.  

Grita algo que el intérprete no traduce, arranca mi litam  

y yo, horrorizada, me cubro con las manos.  

Mi esposo no hace por moverse.  

Me han conducido hacia el vehículo en donde viajan mujeres y niñas.  

Una de ellas me entrega un pañuelo.  

Resguardo nariz y labios con la mirada gacha, sin agradecer:  

mi voz no deben oírla los hombres.  

No quiero mirar atrás cuando el vehículo arranca,  

pero lo hago al escuchar el disparo…  

Amin, junto a la puerta, mantiene en su sonrisa 

la esperanza de reencontrarse con su hijo… 

En esa sonrisa que no lograron borrarle con la muerte.

¿Un lugar seguro? 

El soldado intenta ayudarnos a bajar del camión.  

Ninguna acepta.  

Los esposos e hijos varones, amontonados en otro vehículo,  

buscan desesperados a sus mujeres,  

las toman de la mano —sin importar que otros contemplen el acto—  

y besan sus palmas abiertas hacia el cielo. 

Una intérprete extranjera, ya en el campo de refugiados,  

traduce en árabe y asirio las frases de los militares:  

dicen que el lugar es seguro y estaremos poco tiempo.  

No creo una palabra mal traducida de su idioma.  

Hablan también de retorno:  

«en cuanto las condiciones sean favorables, regresarán a su hogar…».  

Si volviese, solo me esperarían escombros,  

el cadáver de Amin en la puerta  

y el fantasma de mi hijo ausente. 

Los niños huérfanos, que juegan descalzos entre las carpas,  

se detienen para observar a los nuevos que llegan.  

Uno de ellos me recuerda a Kiram.  

Me detengo y él advierte que lo miro. 

No debo zafar el litam,  

hay hombres cerca, pero me gustaría regalarle una sonrisa  

a esos ojos tristes.

Salir de la versión móvil