Ser libre para poder sentir

Ser libre para poder sentir historia de mujeres

Si a mis 25 años me hubieran dicho que escribiría un texto de cómo el feminismo me cambió la forma de ver el mundo, pensaría que no se trata de mí, porque debía ser “la esposa perfecta”, porque mi propósito en la vida era hacer feliz a un hombre; no lo hubiera creído. Dudaría que pudiera ser buena en algo que no fuera cocinar y reprimir mis sentimientos.

Desde que tengo memoria, recuerdo que crecí en un ambiente regido por mujeres, y si bien nunca faltaron los hombres, la batuta era llevada por la bisabuela Mendoza, quien dirigía a todos sus hijos, sus nietos e incluso a la siguiente generación, con sus ideologías de ser “la mujer perfecta”.

A pesar del mandato de  mujeres, siempre fuimos adiestradas de forma que nuestro matriarcado era ensamblado con teorías machistas y simbolismos de represión para la mujer, de una forma tan simbiótica que no podíamos notarlo; durante años y de generación en generación, las mujeres Mendoza fuimos alineadas para ser mujeres de perfección, para nuestros futuros esposos, nunca para nosotras mismas.

La bisabuela contaba que la mujer debe estar al servicio del hombre para que no falte nada en casa, y como ésta era la única creencia que conocíamos, bueno, la seguíamos al pie de la letra.

Mi hermana y yo siempre con vestidos de holanes nos sentábamos en la sala, con esa alfombra que picaba en las rodillas. La bisabuela preparaba un té diferente según el día de la semana, y esa es una costumbre que hasta la fecha no puedo desarraigar. Se acercaba al sillón forrado de plástico con ese tapiz horroroso y nos decía con voz dulce y suave, casi envolvente –La mujer se comporta como dama, aprende a bordar, a tejer, a coser, a cocinar, a limpiar la casa, debe ver los temas de interés para saber de qué hablar, pero sobre todo debe lavar la ropa de manera que su marido esté feliz con su trabajo y esfuerzo, mantenerlo en condiciones de rey hablará muy bien de ustedes, porque detrás de todo hombre bien vestido hay una mujer que está al pendiente de eso–. Hacía una pequeña pausa para tomar su taza de porcelana con flores pintadas a mano que el bisabuelo le había regalado en su aniversario 40, le daba un sorbo en silencio a su té de anís y seguía hablándonos sutilmente: –La mujer nunca reclama, ni alza la voz, si lo hace es para reprender a los hijos y enseñarles la lección, nunca con golpes, ¡eso es vulgar! –diciendo lo último con el gesto más gracioso de repulsión que tenía, y continuaba– tampoco con escándalos innecesarios, las mujeres reímos de forma adecuada, no hacemos chismes, y no contamos de la vida privada a nadie, usamos vestidos con medias y tacones, nos arreglamos el cabello todo los días, y siempre sonreímos aunque estemos tristes – volvía a tomar la tacita, la miraba por unos segundos, como si fuera a romper en llanto, suspiraba, nos sonreía, y seguía hablando de cómo acomodarse la línea de las medias sutilmente, pero sus ojos melancólicos nos decían todo: ella no era feliz; aunque una niña de 10 años no lo comprendía totalmente y solo memorizaba cómo ser una “buena esposa”. ¡Vaya que me creí cada frase!

¡Claro que esperaba tener un buen esposo!, como el que les había tocado a mi mamá o a mis tías; ¡claro que la lobotomía funcionaba! Yo quería ser la “mujer” que cocinaba algo delicioso y escuchaba su día a día mientras esperaba que pasaran los años para que me regalara un juego de té pintado a mano. Quería ser la esposa perfecta y “hacerlo feliz” ; quién no quisiera vivir la utopía del ama de casa de los 50s y ser la esposa robot, sin quejas ni dramas.

Conformadas con las ideologías de nuestra bisabuela, crecimos sumisamente, atentas y serviciales, pero estábamos recreando el patrón de muchos años atrás; nunca vi la diferencia del machismo que nos regía, no hasta los 16 años.

Algo que al menos puedo agradecerle a la bisabuela es que nos hacía leer mucho, porque, como decía cada que tomaba un libro: –La mujer debe saber de todo, y tener tema de conversación, hablar de la gente es vulgar, mejor que sea de libros –. Y en eso tenía mucha razón; a los 18 dejé de llevar la cuenta de todos los libros que leía.

Estaba en busca de leer textos diferentes a los acostumbrados; fue así como leí La casa de los espíritus, de Isabel Allende, y quede sorprendida; había descubierto una literatura mágica, me sentí identificada, pensaba que mi vida estaba siendo regida por una novela, y no me refiero a la fantasía que conlleva la obra de mi autora chilena favorita; estaba viviendo los segmentos de la generación anterior, y anterior a la mía, estaba justo dentro de las enaguas de la bisabuela. Me aterró la idea de decirles a mis bisnietos que sonrieran aunque estuvieran tristes, mientras ahogaba mis lágrimas en algún té.

En lo que decidía si ser una oveja más en el corral de las Mendoza o salir corriendo descarriada para cambiarme el apellido, me topaba con más escritoras que hablaban de una represión a la mujer, y así llegó a mí la fabulosa Virginia Woolf con su obra Una habitación propia; con ella aprendí que no debía hacerle caso a la sociedad, y a tomar mis propias decisiones, mismas que hasta entonces había elegido erróneamente, pues pensaba que las lecciones de la bisabuela eran ley de vida. Agradezco a Virginia Woolf porque me hizo huir del corral.

Desafortunadamente para la familia, siempre he sido curiosa de saber más; no me bastaba darme cuenta de que no quería ser una “buena mujer” ; quería leer de esas autoras que escribían de amores prohibidos, de libertad, de no seguir las reglas. Quería saberlo todo y poner en práctica las habilidades que estaba adquiriendo. Mis ojos se abrieron, aunque el momento de la verdad no llegaría sino hasta muchos años después.

Conforme pasaba el tiempo, más retrógrada veía la idea de encontrar a un esposo para prepararle un baño caliente después de que llegara de trabajar, almidonar sus camisas y sonreír todo el tiempo.

No me molestaba el amor romántico de cuento de hadas, en realidad lo anhelaba, pero quería a alguien que caminara a mi lado, no frente a mí, con mis gustos y pensamientos, como un equipo, y no como una “abnegada madre mexicana”,  como definían los hombres Mendoza el deber de la mujer.

No soñaba con ser ama de casa, ni pertenecer al grupo de mujeres que sufren en silencio; quería viajar, ser libre y sin ataduras. Me habían programado, y me negaba a eso. Quería amor libre.

Como hilado por el destino, a mis 20 años llegó a mí la revelación más grande que pude tener, junto a una frase que hasta la fecha sigo citando: “No se nace mujer, se llega a ser”. Estaba ahí, esperando retumbar en mi cerebro, un libro llamado El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. Aún guardo el mismo ejemplar, casi deshojado de tantas veces que lo he leído. Se convirtió en mi reflexión de la realidad que es ser mujer.

Comprendí que podía ser todo, sin perder la esencia. Cambió mi forma de ver la vida, ya no existía represión en mí para elegir el camino, y no fue solo por una frase, fue el trabajo de toda su vida lo que corría por mis jóvenes y entusiastas venas hasta el latir de mi corazón.

En ese momento supe que quería escribir, ser escritora con esa mentalidad, tenía un modelo perfecto a seguir, y no era mi bisabuela. Ya antes había presentado la curiosidad de ser escritora, pero no había tenido una inspiración real, pues no tenía en cuenta mi potencial. Su escritura no era como aquellas a las que me había hecho adicta, en las que la ficción y el horror tomaban las riendas; no me mal entiendan, en verdad disfruto leer desde poesía hasta novelas detectivescas, pero esto era diferente, podía sentirla en mi interior.

Ahí estaba yo, enamorada de la escritura francesa de 50 años atrás, de la época en que la bisabuela solía aprender a “ser buena esposa”. Era increíble la delgada línea que dividía las creencias de ambas partes en una misma época.

Esos años de mi vida fueron como entrar a una dulcería y elegir todo lo que pudiera cargar. Admiré más obras, conocí otro universo, mujeres desde todas partes del mundo haciendo un cambio por otras mujeres; empoderándolas con su ejemplo en las artes, ciencias, música, literatura, y en su lucha diaria por ser escuchadas, por igualdad, por libertad.

Remedios Varo, Leonora Carrington, Camille Claudel, Louise Bourgeois, Zaha Hadid, Ana Mendieta, Rosario Castellanos, Agatha Cristie, Gabriela Mistral, Yayoi Kusama… mujeres que me inspiraban, mujeres que no tenían cabida en un mundo de hombres, y que vivieron en años difíciles estando adelantadas a su época. Pioneras de una revolución que llegó a mí cuando menos lo esperaba, y justo cuando las necesitaba. Quería ser parte de ellas, gritarle al mundo que las mujeres pueden hacer lo mismo que los hombres, que pueden tener igualdad en el reconocimiento de sus habilidades.

Me adentré en sus historias, le contaba a mis amigos de ellas, recomendaba lecturas y citaba frases que memorizaba. Deseaba tanto gritarle al mundo que no necesitaba que me regalaran un juego de té de porcelana pintado a mano en el aniversario número 40, no lo requería más.

Pero como toda radical joven de nuevas creencias, me topé con pared, y los siguientes 7 años guardaría en mi interior esas epifanías reveladoras de un feminismo que saboreaba solo en mi corazón; ese corazón que se apagaba y aceptaba su destino como bien nos enseñó la bisabuela.

Mi vida iba rumbo al precipicio, había llegado el momento de tener un esposo a quién cuidar, a quién servir, sin importar mis necesidades ni mis nuevas creencias sobre libertad.

Trabajaba sin cesar, preparaba comida, arreglaba la casa, mantenía el orden de los armarios para que siempre Él pudiese encontrar el color que buscaba. Los miércoles preparaba un pastel o un pay, según la elección que Él me diera. Los viernes teníamos visita de amigos, en la cual las mujeres salíamos a fumar, algunas para quejarse de su respectivo marido, pero no yo, ¡oh no señor!, porque “las mujeres no se hablan de su vida privada”. Sonreía y alababa a mi esposo; decía que era guapísimo, perfecto, el mejor hombre… ¡aaaay Bisabuela, si tan solo nos hubieras advertido que dolía tanto mentir!

Los sábados madrugaba para lavar toda la ropa de la semana, y el domingo no podía darme el lujo de quedarme en la cama después de las 8 am; había desayuno que hacer y tareas que revisar. Cada noche veía a la ventana y me repetía como mantra: “eres la esposa perfecta”, suspiraba y me iba a dormir. Sobrellevar la odisea de cada semana, era algo sin emoción, sin cambio, rutinario, como de robot.

Poco a poco olvidé a todas las musas que en algún momento iluminaron mi esperanza para no ser como las otras Mendoza. Ahí estaba yo, siendo el orgullo de la bisabuela como “la esposa del año”, sin llorar frente a Él, aguantando sus infidelidades, tal como me había instruido: una mujer se aguanta, ¡porque es mujer!, aunque ande con otra, siempre serás su mujer, y nosotras las Mendoza, aguantamos hasta la muerte. Menos mal la bisabuela está muerta, ya hace años de eso, porque seguramente hubiese ardido en cólera al saber que no seguí las instrucciones de aguantar.

Me cansé, como muchas, pero como pocas, alcé la voz, y no me permití volverlo a aguantar. Pensé en mi hija; no quería que pasara por lo mismo, no iba a darle el ejemplo de sumisión ante nadie. No iba a promover que ella sufriera una relación falsa.

Recordé mi espíritu radical de querer cambiar el mundo; volví a ver en mí y escuché mi corazón por fin. –¡Soy libre!– me decía a mí misma mientras lloraba en el baño tras haber firmado el divorcio. Intentaba recuperar mi memoria, esa memoria de lo que en verdad quería ser; en ese plan no estaba zurcir calcetines del padre de mi hija mientras Él tenía una aventura.

Caminé con la frente en alto; no había fracasado en una relación, no había fallado al ser una buena esposa; saboreaba la victoria de respirar mi esencia de nuevo. No me importaba qué pensaría de mí la sociedad. Mi motivación ya no era satisfacer a nadie que no fuera yo.

Llegué a los 33 años sintiéndome feliz, estaba haciendo lo que soñaba, ya no cargaba con la imposición de “ser una mujer hecha y derecha”, que en realidad me hacía verme chueca. Reabrí los ojos a mis deseos, era un nuevo comienzo, tenía otra oportunidad de ser parte del cambio, ayudando a más mujeres a cambiar su mentalidad, señalándoles la oportunidad de un nuevo inicio de vida y realización, sin importar su edad, compartiendo mi historia de vida. Hoy mi historia queda como anécdota vivencial que puede servirle a otras personas para no caer en el abismo en el que estuve.

Hoy, no solo las enseñanzas impuestas por la bisabuela quedaron atrás, también las ideas falsas que fui adquiriendo en todos estos años. Con la mente abierta a nuevas teorías solo tengo un legado y un aprendizaje que ofrecerle a mi hija, a mis nietos y a mis bisnietos: ser la mujer u hombre que deseen ser en la vida sin importar qué dirá la sociedad, sin satisfacer las necesidades de nadie, con la convicción de lograr sus metas, de sentir orgullo por cada uno de sus pasos, sin pisar a nadie; apoyando mujeres, motivando mentes, alimentando de sabiduría el alma y el corazón.

Esa conexión de mirar a otras mujeres con la esperanza de sonreír y disfrutar sin ser abusadas, sin estereotipos de perfección, que aman libres, me motivó a contar esta historia.

Sea cual sea tu lucha, no hace falta ser la esposa, hija, madre, mujer perfecta, mientras sigas el sueño que te motiva a sentirte plena. Aprende a escuchar tus emociones, a honrar y agradecer en el ser que te has convertido con el paso de los años.

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