El extranjero de Camus: entre soledades y rebeldías

El extranjero de Albert Camus

Resumen: El siguiente ensayo sobre El extranjero, de Albert Camus, presenta un breve análisis sobre la trama y personajes del libro.

Advertencia: El texto contiene spoilers.

«Los últimos avatares del humano devenir habían hecho nacer en todos, hombres y mujeres, un manantial de lágrimas”.

Virginia Woolf.

El vacío

La vida es un destello que atraviesa los cuerpos, que trasmuta en lagarto. El respiro se convierte en desatino, cada paso se sostiene del aire, de alguna oración soltada por error. Y en las calles la gente se apretuja, hierve en sudor, pierde la mirada y habla con la zozobra del futuro: se vive al día para no doler el mañana.

Camus presenta al ser surgido del vientre en crisis de la modernidad; se trata de un extranjero en la totalidad de la palabra: extranjero de su era, de su alrededor, de sus emociones, de su corporalidad; extranjero de lo habido y lo faltante; extranjero de lo etéreo y lo terrenal.

Meursault, el protagonista de la historia, no se reconoce en su rostro, mucho menos en su nombre; vaga en lo que carece de sentido, encarna al héroe absurdo. Para el individuo absurdo la moral es subjetiva, bien escribió el propio Shakespeare: “Nada es bueno ni malo, es el pensamiento humano el que lo hace parecer así”. Sobre esta premisa el personaje se desentiende de los antiguos valores sociales, para él la vida es amoral en tanto lo “malvado” y lo “correcto” gozan de relatividad.

El autor reviste a su personaje de una actitud indiferente frente a la vida, aunque también hacia la muerte. Todo el relato oscila entre la fosa y la flor. Para Camus, la existencia es un infortunio que no tiene razón de ser: ¿para qué esforzarse por vivir cuando cada instante guarda miserias incalculables? ¿Por qué luchar si el desenlace es inevitable?

De acuerdo con Albert Camus, el mayor problema filosófico gira en torno al significado o sentido de la vida. Asegura que hay tres caminos para los individuos que se han percatado del absurdo: uno es el suicidio, el cual resulta en la salida fácil; otro es reconocer lo incoherente del día a día pero sin darle gran importancia. Por último se propone la aceptación, la resignación ante una realidad que supera toda voluntad humana.

El personaje de L’étranger sostiene entre los dedos la sinrazón de la existencia. Lo mismo le da la salud que la enfermedad. Actúa sin convicción, aniquila toda esperanza.  Imprimiendo la lógica del autor, se diría que Meursault logra la aceptación filosófica al no proponerse cambiar lo que ya es; alcanza su libertad al decidir afrontar lo cotidiano desde la apatía.

Sobre esta misma senda, en uno de sus aforismos, Emile Cioran escribió: “Somos y seguimos siendo esclavos mientras no logramos curarnos de la manía de la esperanza”. Resulta que nuestro héroe del absurdo, al menos por un tiempo, logra dejar sin aliento a la esperanza, pero la libertad que recibe resulta menos utópica de lo que esperaba Cioran. En lugar del paraíso sin el peso de la historia, Meursault se mira en el espejo sin nada entre las manos.

Esto explica por qué no reacciona cuando su madre muere, cuando le ofrecen un trabajo nuevo o cuando María le confiesa su amor: madre, romance, trabajo, muerte…, todos conceptos sin importancia, significantes huecos que han sido almuerzo del mito creado por la posmodernidad.

El extranjero ya no tiene fe, las esquirlas de su ser se han quedado tiradas en el asfalto. Cuando todas las estructuras son destruidas, ¿de qué se sostiene el sujeto? ¿Hacia dónde corre para esconderse del tifón? Lo único que sobra es el ensimismamiento: si afuera no queda nada, habrá que acurrucarse en lo profundo de uno mismo.

Laura Achard Arrosa y Jorge Galeano Massera, en su artículo La soledad, un problema de nuestro tiempo, afirman que habitamos en una sociedad esquizoide en vías de transformarse en autista, esto a causa del desgaste empático; “cada quién se rasca con sus propias uñas”, como canta el dicho popular. Ahora el Otro se desvanece para dejar desnudo al Yo. Achard y Galeano resaltan que la atmosfera mundial es de fragmentación y rechazo, ante esto dejan al aire un fuerte enunciado: “Solos, cada vez más solos”.

El texto pasea por una sociedad vacua, resquebrajada y aburrida. Cuando Meursault es enjuiciado, todos acuden como cucarachas para llenar los huecos de su monotonía; enganchándose a valores frívolos se encargan de señalar, de juzgar. El exceso de personalización hace imposible que se reconozcan en el otro.

El hombre es sentenciado por no llorar en el funeral de su madre, por fumar cigarrillos o beber café en el entierro; los ojos sobre su espalda aborrecen al que “no siente”, aun cuando esa misma sociedad escupe y decreta sobre el semejante sin la menor consideración, siempre bajo medidas simuladas y morbosas. Repudian a Meursault al señalarlo asesino, al tiempo que lo sentencian a muerte sin remordimiento alguno. El ente social se vuelve una masa enfermiza.

El extranjero es el símil literario del Naufragio de la esperanza de Caspar David Friedrich: espacio helado, alrededores rotos, despojos nada más. Ni la luz, ni el azul de los cielos son capaces de aliviar las fracturas. Sucede que la luz vuelve más siniestros los desechos.

Ahora traigo a colación Paris-Texas, película de Win Wenders, en la que el protagonista huye por años; corre sin cesar para escapar de sí mismo, para dejar der ser humano, para olvidarse del timbre de su propia voz. Cosa parecida sucede con Meursault, después de la riña entre Raimundo y el árabe, decide alejarse, salir a la playa y fundirse con el olvido, ser de la sombra e ignorar los ecos.

Es en este paseo cuando vuelve a encontrarse con el árabe y lo asesina: 1, 2, 3, 4, ¡PUM! Disparos sucesivos que ya no importan. Para el extranjero, su vida carece de significado; entonces no hay razón para darle valor a la de los demás. En el suelo sólo ve un pedazo de carne macilenta, insignificante; otro cuerpo desechable e insípido.

El sol lo sofocaba, lo enloquecía; un hombre hedonista que responde ante los impulsos corporales, no así a los sentimentales, no podía actuar de forma distinta. El desenlace es fatal, inminente. Se habla de un individuo de forma, pero no de contenido, con los colmillos puestos en la superficie, en lo carnal-voraz.

El arrebato asesino, justificado por el clima tórrido, es explicable bajo la visión de las “violencias hard” de Lipovetsky: mientras la personalización suaviza las costumbres de la mayoría, quienes quedan fuera de este privilegio se ven absorbidos  por la radicalización de la agresión, participes de la pornografía diaria. Es fácil comprender que el protagonista fue presa de un ímpetu repentino; se trata de una crueldad trivial, deshabitada de toda explicación, articulada bajo los lindes de la indiferencia.

En Stalker de Tarcovki se observa un motivo relevante al tema: el personaje principal sufre ante la desesperanza, es consumido por la angustia de un mundo distópico en el que ya nadie cree. Se ha anquilosado tanto el llanto y la fe, que resultan casi imposibles los atisbos de alguna emoción real, alejada del mercado o la farsa. La vida se sume en el salitre de la decepción y la pérdida de toda ilusión genera seres capaces de asfixiar sus propias migajas de felicidad. Con el pecho desvestido y el individualismo latente no queda sino la mancha tenebrosa del humano que se convirtió en máquina.

La sentencia de muerte también deja de manifiesto un engranaje infinito que puede interpretarse como la no-vida que arrastran todos. Dentro de esta existencia nadie se salva de la condena, cada persona representa a un penado tratando de escapar de su mísero destino. La fatalidad se lleva tatuada en las manos, en las cadenas invisibles que aparecen desde el nacimiento.

Se vive bajo la triste ilusión de libertad, con pensamientos de seres libres, pero con grilletes de presos: la cárcel extendida: el zoológico cool. Lo trágico-absurdo es desear la carcajada y el suicidio a una misma vez, es ser Meursault y esperar con paciencia al alba y su guillotina. La liendre se posa entre los labios, las horas despojan, los tiempos corrompen…

El grito de Meursault

Las palabras también cansan, se vuelven una carga insoportable. Las válvulas de escape no funcionan y el lenguaje llega desde el más allá de la muerte para dar vida con sus manos putrefactas.

¿Qué hacer para huir de la palabra? Sobra el grito; queda su función revolucionaria, catártica. El grito llega como una explosión, como una ruptura que devora lo cotidiano para generar una forma nueva, abstracta, caótica. Edvard Munch lo sabía de cierto: entendía el grito.

El extranjero también era un rebelde, se dejó llevar por el humo, aceptó no ser capaz de entender, no saber para qué valía llorar o amar, se supo en un mundo de grietas y engranajes. Su espíritu subversivo no se valía de calcomanías con el rostro de algún guerrillero, iba mucho más lejos; generó una ruptura en el centro mismo del ser. De esta manera desintegró los lazos que lo unían a un sistema enviciado, habitado por seres alienados, capaces de juzgar al otro, pero incapaces de enfrentarse a sí mismos.

Como William Burroughs con el opio, Meursault usó la indiferencia para rebelarse. Esa fue su forma de gritar, de darle la vuelta a la manija. Se alejó de la realidad social para ser parte de su propio mundo; un espacio donde no importaban las palabras, ni los ritos aprendidos, ni París, ni Dios o el Diablo. Lo único relevante era darles la espalda a los inventores de la bomba atómica, a quienes golpeaban a sus esposas, maltrataban a sus animales y aun así hablaban de moral, rezaban en las noches y cargaban una biblia bajo el brazo. Su escape fue copular con la soledad.

Este hombre eligió el absurdo, no como imposición. Sí como salvación. Vagó con la absoluta certeza de no ser trascendente, de asistir a un infierno que simula ser un edén industrializado.

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