Amores perros. Una breve polémica cínica de la erótica contemporánea

Cinismo y responsabilidad afectiva

No pensar en los demás, y hacerlo todo con extremo rigor para uno mismo, también ésta es una moralidad elevada. El hombre tiene tanto que hacer para sí mismo que siempre que hace algo para los demás lo hace negligentemente. Porque se hacen tantas cosas para los demás, es por lo que el mundo resulta tan imperfecto.  

Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos (1875-1882)              

En la conciencia de nuestra época se está gestando y enraizando una aparentemente nueva y medicinal ética de la erótica. Ésta está siendo guiada por una estirpe nacida ayer y, la fatua consecuencia de ello no es otra que la mayor de las ingratitudes históricas. Sus principios son, al menos ante sus ojos, tan innovadores como ellos mismos. Sus miras están puestas sobre las relaciones eróticas, las cuales habían operado bajo un suelo completamente infértil antes de su mesiánico arribo. Su arma principal, la más cara a sus intenciones revolucionarias, es el postulado de la “responsabilidad afectiva”. A lo largo del devenir de la humanidad no ha habido ningún pensador, ningún poeta, ni ningún literato que se le ocurrieran ideas que puedan estar a la altura de esta portentosa inventiva. Kant y su Metafísica de las costumbres no presupone, en el núcleo de sus premisas, nada semejante; Chamfort y su máxima “Jouis et fais jouir, sans faire de mal ni à toi ni à personne, voilá, je crois, toute la morale[1], tampoco.

¿En qué consiste la gran aportación cuya dignidad es tan elevada que amerita ser investigada científicamente por estos sabios? La célebre responsabilidad afectiva busca que los integrantes de las parejas socioafectivas establezcan una mutua sinceridad y una actitud noble ante los sentimientos del compañero. Dicho de otra forma, han redescubierto el significado de la innocentia, actitud consistente en no cometer daño voluntario, que Séneca ya preveía hace dos mil años[2]. El lema, simple, pero no por ello menos potente de esta estirpe, versa: “Procura que tu amor no me duela. Procura no mentirme”. Es en este punto donde este nuevo linaje muestra una ingenuidad propia de quienes son ingratos con la historia.

¿Puede un amor no doler? ¿Somos capaces de expresar la verdad propia más íntima? No hay duda de que podemos expresar lo más cercano a la experiencia de nuestro sentir, sin considerar sus grados cualitativos y cuantitativos, a nuestro ser amado. Por otro lado, que un amor no duela no sólo parece absurdo, sino también tedioso; material indigno para la ascesis cínica.

Diógenes de Sínope, con discreción, insinúa un pesimismo que desmonta el anhelo de un amor y una vida libres de dolor y, con ello, responde a las falacias existenciales de aquellos recién llegados. Diógenes Laercio nos ofrece un primer testimonio al respecto: “Acostumbraba a decir [Diógenes] que todas las maldiciones de la tragedia habían caído sobre él. Que, en efecto, estaba: sin ciudad, sin familia, privado de patria, pobre, vagabundo, tratando de subsistir día a día”[3]. En ese sentido, el destino o el mundo en su totalidad era el enemigo a vencer. Al menos eso invita a pensar después de circunscribir su dolor en el género trágico. Sin embargo, este pesimismo, bastante realista, es de un orden específico porque reconoce que los dolores no proceden del mundo en general, sino de la convivencia humana. Por tal motivo, Diógenes de Sínope condena a la ciudad, símbolo por excelencia de la sociabilidad humana, a las desgracias; mientras tanto, el exilio, símbolo de soledad, es posibilidad de eludir los infortunios[4]. Dicho en pocas palabras, la convivencia con más seres humanos, ya sea en una aglomeración o en un vínculo más íntimo, está condenada al mutuo perjuicio.

Así pues, el himno “Procura que tu amor no me duela” de los partidarios de la responsabilidad afectiva no sólo es una forma desleal con la historia sino una ilusión, un tratamiento paliativo, para con la condición misma de la existencia. De cierta forma, crear un vínculo que pretenda obviar esa evidente condición no es más que la invención de un espacio anti-físico dentro de la física. Por ello es necesario una especie de amor que se rija bajo esa física y no la contravenga con presupuestos atenuantes. Se necesitan amores perros o, planteado con solemnidad, hace falta más quinogamia (cunogamia-casamiento de perros). Para imaginar uniones de esta naturaleza es necesario revisar el tipo de vínculos generales que establecen los cínicos.

La dimensión pedagógica del cinismo es la más célebre por su rudeza, su comicidad e, incluso, su crueldad. Marie-Odile Goulet-Cazé describe este rasgo de la siguiente manera:

Diógenes y sus discípulos deciden, entonces, ladrar alto y fuerte, sin contención, contra todos los valores impuestos por la sociedad, sus costumbres y sus leyes, en aras de despertar a la gente de su letargo y de hacerles tomar conciencia del hecho que no son libres.[5]

Así pues, la burla es para los externos o no iniciados en el camino de la sabiduría. La pedagogía cínica tiene una dirección centrífuga y exotérica.

La erótica cínica o quinogamia, por otro lado, es centrípeta y esotérica. Los perros no tratan igual a los propios que a los ajenos. Diógenes permite esta distinción cuando, después de que alguien le cuestionó por qué se llamaba “el perro”, afirmó: “Porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan nada y muerdo a los malvados”[6]. Por ello, si la crueldad pedagógica, con sus ladridos y mordidas, está dirigida a los que no son libres; la dulzura erótica, con su movimiento de rabo, será para los adscritos a la filosofía cínica y, con ello, participantes quinógamos.

¿En qué consiste, a grandes rasgos, la quinogamia? Hay dos elementos centrales y vinculados jerárquicamente entre sí que configuran la relación quinógama: el mutuo consentimiento y la parresia. Ésta (lo más hermoso que hay entre los humanos), en tanto capacidad de libre expresión o hablar con sinceridad[7], está vinculada con la dulzura esotérica y se pone a merced del mutuo consentimiento y éste, a su vez, está al servicio de la conservación de la libertad individual.

Por un lado, hay ejemplos de parresia con aquel célebre tono serioburlesco a lo largo de todos los testimonios que tenemos del cinismo. En una de las muchas rebeldías religiosas Diógenes se burló de quien hizo sacrificios para tener hijos[8]; en una de las muchas rebeldías ideológicas, Diógenes se mofaba de quienes interpretaban los sueños[9]; Hiparquia frecuentaba banquetes[10], lugar por excelencia de hombres libres, y abandonó su casa en una de las más célebres rebeldías contra la familia y los valores tradicionales que someten a la mujer. Pues, he ahí la sustancia de la parresia: desnudar los pensamientos necios a través de actos contundentes.

Ahora bien, la parresia dirigida con el tono dulce de la erótica y, no el tosco de la pedagogía cínica, conduce a alegres comunidades sexuales y filosóficas, pequeños núcleos de una revolución sexual cuya vigencia recorre la historia desde el cinismo imperial hasta nuestros días y, quizá, llegará a épocas venideras. Para que ello ocurra hace falta que la parresia se una al mutuo consentimiento, rasgo carente en la parresia pedagógica y, para comprobarlo basta recordar cómo Crates se ganó el apodo de “abrepuertas” por invadir el espacio personal para dar consejos[11].

No obstante ¿cómo un mutuo consentimiento o acuerdo de voluntades puede ser posible, en tanto resultado elevado de una actitud civilizada, en una escuela de pensamiento que se opone a la civilización y a las costumbres (nómos) y apuesta por el retorno a la naturaleza (physis)? Marie Cazé apunta acertadamente los primeros pasos que debemos seguir para atender este asunto, al afirmar:

Diógenes no pide al hombre regresar al estado animal. De hecho, tiene perfecta conciencia que la naturaleza y fuerza específica del hombre, si bien es primitiva, está dentro del logos. Él solamente constata que el animal sale avante mejor que el hombre porque permanece fiel a su naturaleza original; mientras que el hombre, inventando la civilización con Prometeo y sus convenciones irracionales, se aleja de ello.[12]

Podríamos decir, a partir de lo anterior, que la vuelta a la razón animal que permanece en el hombre necesita remplazar a la razón prometeica. Ésta, a su vez, necesita existir para ser desmontada.  El regreso a la physis va a implicar una ética que toma del estado prometeico y la transfigura, de la misma forma que Diógenes falsificó la moneda[13] (nómisma-currency-moneda-costumbre)[14], para crear una serie de preceptos dignos de quien se pone por encima del ordenamiento común. Dicho de otra forma, ser un perro quínico no es lo mismo que ser un perro ordinario, un Don Juan barato, que se hace de artimañas y argucias para aumentar los dolores del mundo de manera intencionada.

Este perro falsificado en su erótica, retornado a la physis, sabe la importancia de la sana proximidad con sus iguales. Es por tal motivo que Epicteto describe las relaciones esotéricas de los cínicos de una manera tan lúcida:

¿Y dónde me hallarás un amigo cínico? Pues es preciso que ése sea otro igual, para que sea contado de ser como amigo suyo. Ha de ser partícipe de la realeza y servidor digno si va a ser considerado digno de amistad, como lo fue Diógenes por Antístenes, como Crates por Diógenes.[15]

Y como lo fue Crates e Hiparquia. La condición de igualdad es un requisito indispensable para los vínculos quinógamos. Ésta, a su vez, permite que la verdad de sí confesada con la parresia sea entendida en el mismo código de sabiduría, en el mismo lenguaje de ladridos. La quinogamia resulta la más electiva de las relaciones porque no se puede consensuar mutuas voluntades con quienes no son iguales, con quienes son necios y, simultáneamente, demasiado humanos. Los discípulos de Prometeo, hoy, en su nueva faceta de amantes de la responsabilidad afectiva, no entienden el lenguaje de los discípulos de Diógenes.

A esta altura el lector habrá notado que la parresia y el mutuo consentimiento que se establece en la quinogamia no se distancian demasiado de los principios básicos de la responsabilidad afectiva, exceptuando la preconcepción trágica y la paliativa de cada una. Así pues, son estos cuatro elementos (parresía, dulzura esotérica, mutuo consentimiento y visión trágica) los que nos llevan al elemento central y más distintivo de la quinogamia, aquel que hace que la responsabilidad afectiva sea una condición anterior e inferior a la que supone la falsificación cínica de los valores eróticos: el profundo individualismo cínico. 

El hecho fundamental para que nuestra época acoja con los brazos abiertos a la estirpe de la responsabilidad afectiva apunta al profundo desprecio que tiene por todo lo que afirma al individuo por encima de los fantasmas sociales. De esa forma crea adjetivos en tono peyorativo como “egoísta” o “individualista”. Seguir la ley del “yo” es un crimen contra el espectro llamado mundo y, la quinogamia se fundamenta en este delito para demostrar que es una vía falsificadora de una moneda que atormenta al individuo y, a su vez, a la humanidad toda.

Esta falsificación puede ser denominada como la “lógica del onanismo ontológico”. La ocasión en que Diógenes se masturbaba en el ágora y comentaba: “¡Ojalá fuera posible frotarse también el vientre para no tener hambre!”[16], nos revela el sentido propio de esta sabiduría antigua en función de su relación consigo mismo y con los demás. De ahí emerge y se interpreta con facilidad la célebre autarquía, o autosuficiencia, del sabio. Su ley, como ser autosuficiente, es la ley del “yo”; pero el símbolo de lo seminal esparcido nos vislumbra un beneficio para un “no-yo”. En otras palabras, el posible lema que podemos adjudicarle al quinógamo,“Primero yo, luego yo y, al final, yo”, en contra de toda intuición prometeica civilizadora, resulta más benéfico que la lógica de la responsabilidad afectiva, la “lógica de la abnegación”.

Ésta, en su forma discretamente nihilista (negadora del mundo y su física) y posmoderna grita: “¡Amor mío, promete no hacerme daño!”; cuyo valor auténtico es: “¡Amor mío, niégate! ¡Di no a tu sí! ¡Di no a tu ley!”. Todo rasgo de individualismo, de excedente y excelente masturbación, desaparece en ese fatuo instante. El hecho de que esta nueva raza haya optado por crear la “responsabilidad afectiva” implica la ineluctable renuncia a la figura del sabio. Han dejado sus afectos y pasiones en manos de otros. Se han entregado al servicio y males del mundo sin una seguridad propia.

El quinógamo no puede sino responder por sí mismo, pues sólo en él está su ley. El daño que ocasionará es el mismo al que condena la existencia. Por ello, la distancia que establece el quinógamo con el responsable afectivo es el beneficio a la humanidad toda. Un beneficio que este último apenas ofrece, con serias limitaciones e ilusiones, a su bien amado. El cínico moderno, Diderot, muestra la resolución de esta polémica en una imagen que no podemos dejar de guardar en nuestra memoria, para meditar noche y día, y así evitar alejarnos de la quinogamia:

Es un árbol que ha secado algunos árboles plantados en su vecindad, que ha ahogándolas plantas que crecían a sus pies; pero ha alzado su copa hasta las nubes, sus ramas se han extendido a lo lejos; ha prestado su sombra a los que llegaban, que llegan y llegarán a descansar alrededor de su tronco majestuoso; ha producido frutos de un gusto exquisito y que se renuevan sin cesar.[17]

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Bibliografía

Chamfort, Maximes et pensées. Caractères et anecdotes, Paris, Gallimard, 2014.

DENIS, Diderot, El sobrino de Rameau, Titivillus, 2017.

Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, Madrid, Alianza, 2013.

Epicteto, Disertaciones por Arriano, Madrid, Gredos, 2015.

GOULET-CAZÉ, Marie Odile, Le cynisme, une philosophie antique, Paris, Vrin, 2017.

Séneca, Sobre la clemencia, Madrid, Alianza, 2005.


Nota del autor

La alegre ocasión de escribir en torno al helenismo siempre supone un compromiso educativo implícito. Esto se debe a que interesarse en aquellas sabidurías antiguas revela una increíblemente seria y auténtica preocupación por el cuidado de sí y, en consecuencia, por el cuidado de los otros. De tal forma que el lector, al aproximarse a cualquier escrito de helenismo, puede tener la hoy escasa garantía de que se acerca a alguien que procura un bien para él.

Notas

[1] Chamfort, Maximes et pensées, 319.

[2] Sen, Clem., I, I, 5.

[3] Diog. Laert., VI, 38.

[4] Ibid, VI, 49.

[5] Marie-Odile Goulet-Cazé, Le cynisme, une philosophie antique, p. 457.

[6] Diog. Laert., VI, 60.

[7] Ibid, VI, 69.

[8] Ibid, VI, 63.

[9] Ibid, VI, 43.

[10] Ibid, VI, 96, 97

[11] Ibid, VI, 86

[12] Marie-Odile Goulet-Cazé, op. cit., p. 482.

[13] Diog. Laert., VI 20.

[14] Marie-Odile Goulet-Cazé, op. cit., p. 388.

[15] Arr. Epict. Diss., III, XXII, 62-63

[16] Diog. Laert., VI, 47.

[17] Denis Diderot, El sobrino de Rameau, p. 10.

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