La fiesta y Dionisos. Sobre la comedia, la danza y el juego

La fiesta y Dionisos. Sobre comedia, danza y juego

Aunque cada una de las palabras, fiesta y Dionisos, merece múltiples, copiosas y profundas investigaciones, dedicaré al menos unas páginas a estos temas, no sólo por su importancia en relación con la religión, el arte y la cultura griegas —y potencialmente con todo tipo de cultura— sino específicamente por su relación con lo cómico.

La fiesta es la condición de posibilidad —sin exagerar siquiera un poco— de los fenómenos a tratar, a saber, el juego, la danza y la comedia. Sin fiesta, al menos en Grecia, y con mucha probabilidad en diversas partes del mundo, no existiría ninguna de las tres. Incluso la figura del propio Dionisos, con todo lo que ha traído para la filosofía y el arte desde la antigua Grecia, sólo cobra un sentido mayor cuando se le piensa en íntima relación con la fiesta. Es difícil decir si existe una fiesta porque existe Dionisos, o si el propio dios del vino y la danza sólo fue posible a partir del fenómeno de la fiesta. La comedia, quizá en un grado mayor que la propia tragedia, ganó su independencia y autonomía del originario komós dionisíaco, solamente a través de las fiestas llamadas —de forma en extremo sugerente— Dionisias o Leneas (otra manera de referirse a las Ménades que acompañaban a Dionisos). Así pues, considero indispensable referirme al menos brevemente a dos conceptos o figuras centrales en lo que respecta a lo cómico: la fiesta y Dionisos.

Debo por completo lo que entiendo por fiesta a la lectura de una parte del trabajo del helenista, filólogo y especialista en religión, Karl Kerenyi. Aunque este último utilizó el término fiesta en sus investigaciones sobre la antigua religión griega, el concepto termina siendo una especie de resumen de todo lo que Grecia significó y significa todavía. En una palabra —a riesgo de reducir en extremo todo un capítulo de la historia de la humanidad, quizá uno de los más brillantes— Grecia era una fiesta. Una simplificación, en efecto, pero una que vale la pena y es en extremo sugerente. Fiesta fue su religión; fiesta, su poesía; fiesta, su talento especulativo; fiesta fue su tragedia y, en particular, su comedia. Aun su “decadencia” y muerte no están exentas de motivos y matices festivos, como si caminara —bailara en este caso— alegremente hacia su muerte, e incluso desde su tumba siguiera siendo parte esencial de nuestra civilización y, por supuesto, de nuestras fiestas.

Ernest Hemingway, después de vivir en París tras la primera guerra mundial, llamó a la ciudad de las luces a moveable feast. El mismo epíteto, en mucha mayor medida, puede aplicarse a la civilización griega. Desde esta perspectiva, la filosofía y el arte en occidente no han pasado más de dos milenios alimentándose, de una forma u otra, del cadáver inerte de la cultura griega, sino que, en toda la extensión de la palabra, han continuado la fiesta. La idea de muerte, en Occidente —que ha dado a más de uno para cantar y prepararse para su decadencia y final— quizá deba entenderse, como también sugiere el propio Kerenyi, como el sacrificio descrito en muchos de los poemas griegos, donde la víctima derrama su vida y plenitud sobre los asistentes, los robustece —prepara incluso— no para la tristeza que fluye desde y hacia el Hades, sino —permítaseme la expresión— para la casi intolerable alegría de vivir que se desborda en una fiesta. Una vida que se dilata, engorda, hacia su límite: la muerte; eso es la esencia de una fiesta.

A todo esto, ¿qué significa la fiesta? Kerenyi, aunque de forma una tanto críptica y elusiva, define a la fiesta, o festividad, como:

[…] algo con valor propio que no debe confundirse con ninguna otra cosa en el mundo. Se diferencia claramente de todo lo demás y es por sí misma un rasgo absolutamente diferenciador […] El ser absolutamente diferenciadora, puede considerarse una definición mínima de la festividad (Kerenyi, La religión antigua, 1995, pág. 40).

En primer lugar, pues, la fiesta tiene que ver con marcar diferencias. Pero en Kerenyi, diferencia no quiere decir separación, sino más bien, un punto de contacto entre dos, o varios, planos o realidades. La heterogeneidad de toda fiesta tiene aquí su raíz. Una fiesta nunca se realiza en un solo plano, sino que inaugura espacios y consiste en una invitación a distintos asistentes. Kerenyi trabaja en particular, aunque no de manera exclusiva, con el contraste entre lo divino y humano, el cual, aunque es substancialmente diferenciador, debe entenderse también como interacción. En la fiesta conviven lo humano y lo divino, lo contingente y lo necesario, autonomía y destino, el más libre juego y la absoluta seriedad. En este sentido, Kerenyi coincide y extiende lo que Huizinga había intuido sobre el juego:

Todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es juego, todo lo más una réplica […] El juego no es la vida «corriente» o la vida «propiamente dicha». (Huizinga, 2007, págs. 20-21)

Ambos autores coinciden en concebir el juego y la fiesta, de manera esencial, como un fenómeno de autonomía primaria, independiente de la vida común. Toda fiesta, todo juego, tiene reglas —de hecho es imposible imaginar uno sin ellas—, pero son reglas elegidas, flexibles, autoimpuestas y arbitrarias, que conjugan al mismo tiempo la máxima severidad con la más ligera libertad. Decir que Grecia era una fiesta, hasta cierto punto, es decir también que Grecia era un juego. Pero, mientras Huizinga pone el énfasis en la dimensión lúdica —libre y divertida— que se encuentra, o debería encontrarse, detrás de toda manifestación cultural; Kerenyi, por su parte, como historiador de la religión y helenista, insiste en la dimensión diferenciadora, transfiguradora, del juego y la fiesta. La fiesta, en lo que respecta a Grecia, es un juego que busca rebasarse a sí mismo. No es solamente el elemento del que está hecha la libertad, sino la libertad que quiere ser más que libertad, que quiere alcanzar lo divino. Para Kerenyi, el juego está en íntima relación con su también particular concepto de mitología. Jugar, entrar en una fiesta, es querer vivir dentro del mito por un tiempo determinado. Y, mito, en una de sus acepciones más básicas, quiere decir: el decir de dios. La fiesta, por lo tanto, implica ambos movimientos: el habitar el discurso de los dioses y entrar en contacto con ellos; como el descenso de los dioses para jugar y convivir con los mortales. Es al mismo tiempo —para utilizar términos más técnicos— trascendencia de la inmanencia e inmanencia de la trascendencia. Un niño que juega con las estrellas, pero también las constelaciones que danzan alrededor del niño.

Kerenyi, a pesar de todas las similitudes y paralelos que pueden trazarse entre la religión cristiana y la propia de la antigua Grecia, resueltamente hace hincapié en la originalidad de la fiesta ática. Aunque la fiesta también tiene un papel extremadamente importante que cumplir en la vida cristiana, los griegos carecían por completo de lo que Kerenyi llama “complejo de salvación”. Sus fiestas también están relacionadas con su religión, pero de manera completamente distinta. Las religiones, llega a insinuar Kerenyi, bien podrían clasificarse de acuerdo a su inclinación a la fiesta. La religión griega, para él, es decididamente festiva (Kerenyi, La religión antigua, 1995, pág. 39). Pero al introducir la cuestión de la salvación, incluso de la misma fe, el cristianismo no puede considerarse como una religión festiva al mismo nivel que la religión griega. Para la religión cristiana, en cuanto culto y fe, el derroche extático, orgiástico, de algunas de las fiestas griegas —de las cuales incluso ha llegado a aprovechar elementos—, no es considerado un peligro; no obstante, lo que el crstianismo sí percibe como una amenaza, es la intuición ingenua y característicamente griega de que el mundo está lleno de dioses. La fiesta griega, en efecto, invita a Zeus a que descienda y atienda al convite, pero también a Poseidón que cabalga el océano, a Démeter que habita el inframundo y, por supuesto, a Dionisos, que vagabundea entre los bosques y las vides. Chesterton, lúcidamente, acertó a afirmar que el verdadero enemigo del cristianismo no es el ateísmo, sino el paganismo que parece correr debajo, tectónicamente, de las catedrales y ermitas. El cristianismo, de cierta forma, teme ser devorado por las fuerzas que se convocan en una fiesta; los griegos, por su parte, buscaron precisamente eso. La decadencia y muerte del mundo griego, desde esta perspectiva —y guardando toda proporción— ¿puede ser leída como una cultura que fue superada, devorada incluso, por su propio espíritu festivo?

Entre todas las diferencias que introduce la fiesta, quizá la más importante sea aquella que se introduce en el corazón del tiempo. La fiesta no sólo cuenta con un espacio, un mundo propio, sino con un tiempo particular. Hay un tiempo común y corriente; y un tiempo festivo. Kerenyi, utilizando una típica y significativa palabra alemana, los denomina Hochzeiten, esto es, tiempos altos, elevados[1]. Nuestro calendario  —atravesado por ideas y palabras griegas y romanas— puede todavía dar una cierta imagen de la misma idea. La fiesta, dentro del mundo, implica el nacimiento de un nuevo mundo, esto es, de un tiempo y un espacio determinado. Sólo incidentalmente es el tiempo y espacio del desenfreno y el frenesí. Por encima de todo, es el tiempo de lo posible. Implica un grado mayor de licencia que el tiempo común, pero sólo porque el horizonte de las posibilidades se ha ampliado en todas direcciones. Hay, de cierta forma, más espacio y más tiempo. La fiesta dilata, se afirma en dilación y demora. En el tiempo común, uno casi sabe exactamente lo que va a suceder y en qué momento. Es, en la  mayoría de los casos y con sus bemoles, predecible. Aunque las actividades puedan haber sido considerablemente distintas, incluso los griegos estaban familiarizados con el hábito y la rutina. Kerenyi habla de la intranquilidad afanosa de lo cotidiano, algo muy similar al particular estrés —o esquizofrenia— que puede causar la repetición al extremo de un día normal. En el tiempo común, si se quiere una imagen familiar, se trata de ser Sísifo. A diferencia, empero, de lo que pensaba Camus, no se trata de imaginar a Sísifo sonriendo, sino de pensar que, llegado el tiempo a un punto culminante, Sísifo se iría de fiesta. En el análisis cultural de Huizinga, por mencionar sólo un ejemplo, se respira cierta nostalgia, incluso tristeza, sobre nuestra forma de vivir, preponderantemente antilúdica y extremadamente seria. En el mundo griego, la fiesta era capaz no sólo de resistir, sino de revertir la excesiva carga de seriedad que inevitablemente trae consigo la vida, el tiempo, lo cotidiano. Incluso, pareciera como si el tiempo estuviera organizado al revés nuestro, y no se tratase de sobrevivir al peso de los días para, quizá, llegar a un día de fiesta, sino todo lo contrario, de la sobrepujanza del tiempo festivo sobre el ordinario. En la antigua Grecia, era difícil separar completamente lo común de lo festivo, como si el tiempo ordinario consistiera en cumplir a detalle los preparativos para una fiesta. Si el tiempo ordinario consiste en una cierta preparación para lo extraordinario, ¿todavía puede hablarse de un simple tiempo ordinario?

La fiesta, por lo tanto, es la ocasión en que ocurre lo que normalmente no sucedería. Sin el contexto de una fiesta es imposible concebir que algunas personas actúen como lo hacen. Actos, palabras, relaciones, carecerían de todo sentido si no fuera por una fiesta que les justifica al mismo tiempo que les hace posibles. Esa totalidad de acciones, de hecho, si no tuviera el cobijo y contexto que brinda una fiesta, compone una buena definición de lo que significa en general lo absurdo, lo ridículo, e incluso una buena parte de lo cómico. Lo esencial, empero, para Kerenyi, es remarcar el hecho de que dentro de una festividad son posibles acciones que de otra manera no sucederían jamás (Kerenyi, La religión antigua, 1995, pág. 43). En otras palabras, la fiesta es la condición perfecta para la creación y la improvisación. Si bien no se debe aminorar la importancia de la licencia —darse el tiempo, el permiso— y el desenfreno, la fiesta, entre aquellos griegos, está fuertemente vinculada a fenómenos poéticos, creativos. Atender a una fiesta o festividad, por lo tanto, es asistir al nacimiento de una realidad. Para Kerenyi, no es ninguna casualidad que muchas de las más altas creaciones del espíritu griego tengan como base la misma experiencia espiritual, la fiesta, aunque con matices propios y también diferenciables. Un caso que vale la pena mencionar de forma especial es la danza. No porque sea el único fenómeno que se puede asociar a la fiesta, sino porque quizá sea el menos documentado. Kerenyi, con gran lucidez y soltura, dedica algunas de las líneas más significativas de su investigación sobre la fiesta, precisamente, a lo que esta última debe a la danza. Si es capaz de afirmar que la danza permanece festiva en su esencia, también es posible afirmar que la fiesta permanece, en su alma y médula, danzante (Kerenyi, La religión antigua, 1995, pág. 43). Esto principalmente por dos motivos. La danza, desde la antigua Grecia hasta la actualidad, consiste en movimientos corporales distintos a los comunes y corrientes. Todo hombre, en potencia, es un bailarín, pero no se mueve comúnmente como un bailarín, sino que es parco y tacaño hasta el extremo en la variedad de movimientos que utiliza. De la potencialmente infinita variedad de movimientos y posiciones que están al alcance del cuerpo humano, el hombre común y corriente —todos nosotros— apenas y utiliza un par de ellos. En buena medida, quizá, porque la vida cotidiana no requiere de variedad, sino de regularidad. La fiesta, hay que insistir sobre ello, hace posible no sólo lo que comúnmente no sería imaginable, sino lo que de otro modo no sucedería jamás. Los movimientos, contorsiones, retorcimientos, encogimientos, e incluso, las muecas, ademanes y gesticulaciones que pone en acto una persona común y corriente que baila en una fiesta —ni siquiera un bailarín profesional, por llamarlo de algún modo—, no sólo nacen de la fiesta, sino que son la fiesta. Kerenyi llega a llamar a la danza la materia prima de toda ceremonia (Kerenyi, La religión antigua, 1995, pág. 43). Hay fiesta porque hay aquellos que bailan. Por otra parte, en segundo lugar, si se considera a la danza como un lenguaje, no es posible afirmar de forma alguna que se trata de un lenguaje convencional, por su forma ni por su contenido. Sus movimientos, formas, no pertenecen a lo habitual, pero tampoco, por así decirlo, el mensaje que intenta transmitir. La dificultad de traducción de la danza al discurso, cierta incompatibilidad originaria entre la palabra y el movimiento, que llega hasta nuestros días, ya estaba presente en la Grecia antigua. El lenguaje, parece insinuar Kerenyi, sin importar el grado de maestría y sofisticación —belleza incluso— que pueda alcanzar, es siempre lenguaje convencional, usual, común, cotidiano. La danza, al igual que la fiesta, consiste precisamente en romper, o llevar hasta sus últimas consecuencias, a lo común. En la danza se asoma la plenitud que no requiere palabras ni algún otro tipo de acompañamiento; la distribuye en derredor. Se marca una diferencia, al tiempo que hace a otros partícipes de ella. Según Kerenyi, Erato, la musa de la danza, significa: la que despierta el deseo (Kerenyi, Los dioses de los griegos, 1991). Deseo que se traduce en actos pocos comunes, extravagantes, absurdos o, en una palabra, creativos.

La íntima relación entre la fiesta y lo creativo, en el mundo Griego antiguo, estaba particularmente manifiesta en sus festivales, mismos que, al tiempo que contenían todos los elementos de una fiesta —contención es una palabra importante en este caso— se convertían también en el escenario de competencias poéticas cuyos hijos más insignes quizá sean la tragedia griega y, no en menor medida, la comedia ática. Incluso lo que se sabe sobre la redacción de los poemas homéricos y su interpretación no está exento de matices festivos. Y la tragedia y la comedia, la fiesta, tenía un personaje central alrededor del cual se arremolinaban los poemas dramáticos: Dionisos. En lo tocante a esta singular figura de la mitología griega, habría que tener cuidado de no caer presas de la poderosa y, sin duda, sugerente lectura, que hace Nietzsche. De hecho, es muy probable que tal cosa, un distanciamiento total de la postura de Nietzsche, sea hoy imposible. Lo dionisíaco ya tiene un lugar dentro del arte y su discurso, y es en buena medida un logro de Nietzsche el que sea de esa manera. No obstante —debido en parte a la considerable dificultad de saber qué es realmente lo que Nietzsche designaba con el nombre de Dionisos— creo necesario intentar al menos completar la figura, perfilar un poco más detalladamente su imagen y significado. Nietzsche, se puede afirmar sin lugar a dudas, no agotó la figura de Dionisos. A pesar de la profundidad de sus intuiciones al respecto, sería una verdadera lástima quedarnos solamente con la versión que Nietzsche construye del dios del vino. Especialmente, porque no es muy difícil hacerlo. No solamente helenistas como Kerenyi han ampliado considerablemente la figura y el significado de Dionisos con gran lucidez, sino que ya el propio Rhode, amigo de Nietzsche y también filólogo, difiere en muchos de los juicios que su amigo, a veces acertadamente, lanzaba sin mucha consideración sobre esta figura mítica. A Nietzsche, dice sarcásticamente Rhode, no le vendría mal ponerse a trabajar de una vez honradamente y como un buen artesano. (Rhode, 1983, pág. XX). No se trata aquí, empero, como en las corrosivas palabras de Rhode, de descalificar las intuiciones nietzscheanas sobre Dionisos, sino de aprovechar y, si es posible, redirigir y completar esos flechazos para comprender un poco más, no sólo las fiestas dionisíacas, sino sobre todo la comedia. Nietzsche, hay que mencionarlo, siguiendo una línea que proviene desde Aristóteles, sólo escribe un Origen de la tragedia, y si bien mucho puede inferirse sobre la comedia en esa obra —al igual que en la Poética deAristóteles— todavía hace falta insistir no sólo en lo que Dionisos aporta a la comedia, sino en cómo la comedia puede ser considerada un testimonio —incluso, más fiel que la tragedia— sobre el dios —dice Kerenyi— de la vida indestructible (Kerenyi, La religión antigua, 1995).

Dionisos es quizá una de las figuras más polifacéticas de la mitología griega, pero lo ha sido desde un inicio, no por influencia de Nietzsche. Aunque en los poemas homéricos Dionisos no se encuentra en el catálogo de los dioses olímpicos, Kerenyi habla con seguridad no sólo de un Dionisos posthomérico, sino también de uno prehomérico. En algunos relatos, es un hijo de Hades, en otros, un segundo Zeus (Kerenyi, Los dioses de los griegos, 1991, pág. 247). Aunque Rhode y muchos otros —el propio Nietzsche en cierta forma— insistan en que el culto de Dionisos se introdujo en Grecia proveniente de Tracia o de alguna otra región de Oriente, resulta innegable que sólo en Grecia encontró, por decirlo así, la tierra más propicia para asentarse, dispersar su semilla y echar fruto. Dionisos gusta de la fiesta. Kerenyi también menciona relatos que se refieren a Dionisos como el sucesor de Zeus, el quinto regente del mundo. A mi parecer, no hay algo más complejo y parcial que asignarle a Dionisos un único ámbito o posicionamiento.

De entre los muchos nombres que rodean a Dionisos —encubriéndolo de cierta forma— podrían incluso derivarse no sólo otros nombres, sino vínculos e ilaciones. La comedia y la tragedia ática hicieron de Dionisos su estandarte y orgullo, y organizaron festivales en los que no sólo se destilaba un ambiente festivo, sino una más profunda relación con el dios. Es más que pertinente, en este sentido, no sólo referirse a Dionisos como el dios del vino y la fertilidad, sino también como el dios de la fiesta, de la danza, del juego y la comedia. A este respecto, con el fin de hacer esta relación menos arbitraria y más natural, habría que insistir, por lo pronto, en dos de los principales atributos o configuraciones de Dionisos: que es comúnmente representado como un niño, y aún con mayor frecuencia como una figura con rasgos bestiales. Incluso en los momentos que podrían representar un golpe cruel para nuestra sensibilidad, como el sacrificio y despedazamiento de Dionisos, se trata muchas veces de una figura infantil. Un niño es hervido, despedazado y después, de distintas formas, recompuesto. Pero lo que habría que destacar es que Dionisos es una figura infantil, un niño vulnerable, que de ninguna forma podría, por ejemplo, asesinar con sus propias manos a dos serpientes que fueron enviadas a matarlo. En la primera fase de su vida, afirma Kerenyi, Dionisos es un niño divino. A pesar de su divinidad, o precisamente por ella, Dionisos es una suerte de niño eterno que, por supuesto, tenía consigo juguetes. El nuevo Zeus, el nuevo gobernante del mundo, tiene dados, una pelota, un trompo, manzanas doradas, bramador y vellón (Kerenyi, Los dioses de los griegos, 1991, pág. 250). Como ya se mencionó antes, existe una afinidad esencial entre la fiesta y el juego. A través de la figura de Dionisos se introduce una suerte de común denominador para ambos términos: el niño, la puerilidad eterna, la juventud indestructible. Simplificando excesivamente, se puede decir: el juego es todo lo que el niño hace; la fiesta, por su parte, es todo lo que se hace para él.

Juego y travesura —si vale la expresión— son dos de las actividades preferidas, “profesionales”, de Dionisos. En este sentido, no es en contraposición, o fondo subterráneo de Apolo, como deberíamos entender una buena parte de lo que significó Dionisos para los griegos, sino como una figura infantil, juguetona y traviesa, que más que un contrario, parece contagiar a todo el que lo enfrenta de la misma sensibilidad lúdica y festiva que brota de él. Todos —mortales e inmortales­— caen víctimas de Dionisos, pero no fulminados por el rayo o una lucha sangrienta, sino simplemente porque no es posible oponerse con seriedad a un niño, a la profunda fuerza y alegría que emanan de él. Si lo propio del niño —podría incluso decirse, del dios— es jugar, y como juego pueden entenderse casi todas sus acciones, la respuesta de las nodrizas, y de todos aquellos que forman parte del comité, del convite del niño divino, es la fiesta. La fiesta se celebra con el dios, pero también para el dios, para entretenerle, mantener la sonrisa en sus labios. Las Dionisias y las Leneas, por ejemplo, las festividades en las cuales se presentaron algunas de las obras más sublimes del ingenio griego —entre las cuales incluyo obviamente a las comedias de Aristófanes— no sólo marcan una incisión en el tiempo, sino que deliberadamente buscan entretener, quizá a dioses y hombres por igual. Ya no se trata del komós dionisíaco, sino de una festividad que, si bien pierde en salvajismo, gana en ingenio y alcance. Los rituales órficos, las ménades dionisíacas, debían mantenerse escondidas, en la noche, en montañas altas e inaccesibles. Las Dionisias, por su parte, estaban abiertas, al menos en principio, a casi cualquier persona. Especialmente en la comedia, domina un espíritu popular —no necesariamente democrático— que busca expandir considerablemente el radio de acción de la fiesta. Si se les compara con el komós, las Dionisias y Leneas pueden parecer algo domesticado, pero sólo si se entiende por domesticar lo que originalmente mentaba: entrar a una casa. Con las festividades dramáticas, el espíritu del komós, por decirlo así, entra a todos los hogares, pero no deja con ello de dirigir su mirada al dios. Las Dionisias, al igual que otras festividades del tipo, eran sobre todo competencias. El escenario, al aire libre en su mayor parte, era un auténtico campo de batalla en donde se luchaba encarnizadamente. Es muy difícil, al menos para mí, imaginar a un poeta contemporáneo, incluso a un público susceptible a ello, dispuesto a subir a la palestra y enfrentar su obra a la de los demás, siquiera de forma similar a las competencias griegas. Huizinga afirmaba, precisamente sobre los griegos:

Lo mismo que cualquier otro juego, la competición aparece, hasta cierto grado, sin finalidad alguna. La seriedad con que se verifica una competición, en modo alguno significa la negación de su carácter lúdico. (Huizinga, 2007, págs. 70-71)

Pero es pertinente preguntar todavía, ¿lúdico para quién? Para Kerenyi, la cultura Griega no buscaba solamente, a través de sus fiestas y competiciones, entretenerse a sí misma, sino con la plena conciencia —como una de las muchas nodrizas de Dionisos— de estar entreteniendo al dios. Se trata, en resumen, a través de la competencia y la festividad, de despertar lo que Kerenyi denomina la risa de los dioses.

Desde el punto de vista de Zeus, la humanidad transparentaba el comportamiento de los titanes astutos y necios. Pero los mortales comunes y corrientes de Grecia gustaban de compartir esta característica, siempre rayana en lo cómico para la sensibilidad griega. (Kerenyi, La religión antigua, 1995, pág. 103)

Aun aquello que tiene todas las notas de un evento trágico, sub specie aeternitate, puede cobrar, incluso debe hacerlo, un efecto cómico. Pero, de nuevo, no es necesario recurrir a la eternidad para explicar lo cómico. Se trata de entretener a un niño, el cual ríe con más frecuencia de nuestras caídas, yerros, e incluso de nuestras tragedias, que de los dispares frutos de nuestro ingenio. Se puede objetar que la fiesta griega estaba dirigida a un muy especial niño divino. Pero —quede como interrogante— ¿qué niño no lo es?, ¿qué niño no representa una suerte de manifestación de lo divino, quizá la única accesible hoy en día? No es algo infrecuente, no sólo en la religión griega, sino en casi toda religión, representar a los dioses como niños. Las “cosas de niños” quizá refieran, desde un inicio y todavía, a cierta alegría secreta y titánica que corroe el centro del mundo.


Notas

[1] Comúnmente, Hochzeit significa la ocasión de una boda, pero no hay que torcer mucho la palabra para leer también un tiempo especial, tiempo de florecimiento, tiempo de fiesta. Como si cada uno de los días que pasan, acumulándose, dejarán tras de sí una suerte de energía residual que explota inevitablemente después de un determinado tiempo.

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