Cuento nihilista

Estudiante de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus mayores pasatiempos son la literatura, la fotografía, viajar y sin duda escribir.

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Después de mucho pensar llegué a la conclusión de que merecía morir.

Tranquilo, sediento, con unas ganas terribles por beber un poco de… me da lo mismo, bebería hasta aceite de auto si supiera que embriaga. Tengo tanto tiempo metido en mis ojos que las ilusiones me parecen demasiado reales, siniestras, espantosas, crueles bromas. Es un acto simple eso de escupir.

Recuerdo aquella ocasión en que vomité en una iglesia. Todo era absurdo, era como jugar con el amigo invisible de un niño estúpido. Una señora, pequeña y con un aliento tan apestoso como el baño del lugar en el que vivo, manoseaba a un chico con una veladora, dibujaba cruces en su cuerpo. Un ritual, sin duda, de agradecimiento, pues aquella iglesia era famosa por su capilla de algún Santo milagroso que, por supuesto, no conozco. No lo sé, sólo recuerdo aquel apestoso aliento inundando la habitación, pegando directamente en el cerebro, dándome ganas de despertar y azotar la cabeza de la pequeña vieja contra la gran puerta de madera. No, me daban ganas de escupirle unas palabras con mi aliento ebrio, luego tirarla al suelo, incendiar su cabello y cuando su primer grito de mujer en llamas me provocara una sonrisa, entonces sí, con mucho gusto, azotaría su pequeñita cabeza maloliente contra la gran puerta de madera.

Caminé algunos minutos en el pueblo que rodea la iglesia (pueblo estúpido, ¡tienen un lago y rodean una iglesia!), lleno de puestos y con sus paredes pintadas de colores que reflejan el sol obscenamente. Los ojos me decían que huyera, los pies también, pero me fue más fácil sentarme en un puesto de comida que está (si ya no está sería una tragedia) sobre la avenida principal, a un lado del estacionamiento de la única licorería de aquel subdesarrollado pueblo. No recuerdo qué comí, pero se muy bien que me encantó la comida, pues pagué y, además, deje una pequeña propina (cosa extraña) a la linda y obesa mesera. Fumé y regresé casi corriendo. No, miento. Regresé con el paso cansado, lento, con los músculos adoloridos. El trabajo no me sienta bien, sin embargo, el creer que lo que hago es realmente un trabajo, me hace sentir de maravilla a pesar del cansancio. ¡Vamos, he escuchado que hay algunos que hasta piensan que hacen arte! Yo soy muy simple y mi funcionamiento es básico. Me resulta repugnante, por ejemplo, el comportamiento de un abogado. Sí, sé de sobra que su trabajo es importante (me han sacado de la cárcel en más de veinte ocasiones), pero aún así me es repulsivo su modo de andar por las calles. Odio a las personas viejas y especialmente a las mujeres que caminan por ahí creyendo que el mundo les debe respeto por ser viejas. ¡Qué descaro! Alguien (me refiero, tal vez, a mí) debería provocar el dolor necesario a esas ancianas. Digo necesario (y me avergüenzo hasta los huesos) sólo por decir algo, pues no quiero de ninguna manera continuar diciendo “necesario para que pase esto o aquello”. Sólo es causarles dolor. Que entiendan que, por lo menos yo, no le debo a nadie (sólo dinero, eso no importa) y que, de una manera casi enferma, me gusta provocar dolor.

Aquella mañana era una de esas en que la memoria falla. Acostumbro dormir en lugares tranquilos y hasta donde sé, cuando uno está en un lugar extraño, siempre se va a encontrar un lugar tranquilo en el interior de una iglesia. Duermo en las bancas de enfrente, en alguno de los lugares que están pegados a las paredes. Es seguro. No se tiene ningún problema a menos, claro, de que súbitamente comience una misa. Uno adopta casi naturalmente una posición parecida a la que tienen las señoras fanáticas. No se puede dormir durante mucho tiempo, pero es de gran ayuda. Aquella mañana fue fácil.

El viaje había sido largo, molesto, cansado y seco. Qué triste estar tanto tiempo con ellos sin beber un poco, o sin un poco de veneno en la mano. No se atrevan a pensar mal, el veneno se lo daría a ellos. Sí, incluso a mi madre (aunque en aquella ocasión no, pues ella durmió todo el camino y claro está que así no se puede decir algo molesto).

Aquella mañana. Su aliento apestoso dirigido directamente a mi cara. Uno, dos, tres. Lo pienso mucho. Recuerdo al mago, amigo mío. Ilusionista se decía él, pero yo sabía que en verdad era un mago (debo aceptar que no entiendo la diferencia). Nos decía que… no lo recuerdo, pero vi fuego salir de su sombrero y recuerdo haber pensado que lo siguiente en salir sería un conejo asado. No. Seguía el número fuerte, el espectáculo favorito: volaría sobre nuestras cabezas. La ilusión fue tan real que mi amigo se fue volando. No me gusta la magia desde entonces.

Un paso más de aquella anciana y un nuevo rezo. El asco, la furia. Lo pienso mucho tiempo. Cuento. Uno, dos, tres, cuatro…

No me costó trabajo llegar a la conclusión de que ella merecía morir.

Aquella mañana había llegado con ese odio particular a mi familia brotándome de la nariz. Intenté calmar un poco el calor de mi sangre con algo de cerveza. Fue cansado, sólo hay una licorería en ese pobre pueblo. Bebí y el sueño me empujó a buscar un lugar solitario, tranquilo. Quién iba a pensar que también mi abuela estaría en la iglesia. Fue difícil. Por alguna razón esa anciana pequeñita le da gracias de mi salud y de mi existencia a su dios personal, a Dios (¡qué poco original!). Me llamó con dulzura. Me pidió que la acompañara a la capilla menor. Fui tal vez por no discutir, por tratar de que el tiempo pasara rápido y por evitar una discusión. No sé, creo que tal vez también influyó el estar ebrio. No me parecía tan malo el asunto. Verla rezar podría ser un poco divertido. Sin embargo, cuando se levantó y se acercó a mí con la veladora en la mano, supe que eso acabaría mal. No era tanto el ridículo ritual. No, era el fétido aliento pegándome en la cara.

Quise hacer muchas cosas. No pude. Me limité a azotar su pequeña cabeza contra una figura de yeso, a vomitar la borrachera sobre ella y a escupirle un poco de mi saliva densa. Escupir fue fácil. La gran puerta era en verdad hermosa.

Aquella mañana comí algo exquisito en un puesto que está en el estacionamiento de la única licorería de aquel desgraciado pueblo.

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