Justo al borde del precipicio (eje 3 y periférico), miraba mis pies con detenimiento. La vida, como suelen decir los desventurados, ya no tenía sentido para mí. Nunca pensé decirlo antes, de hecho, nunca lo pensé, hasta ese momento.
El viento pegaba fuerte en mi rostro. Por lo regular la gente piensa que es fácil estar parado a la orilla de un puente peatonal, como si ya no quedara nada más que arrojarse al vacío, pero se equivocan. En ese preciso momento pasan miles de cosas por tu mente: tus padres, tu trabajo, quién dará de comer a tu perro cuando no llegues a casa… Y, aun así, hay una fuerza indomable, turbia, que te quiere jalar de las piernas hacia abajo. Me pasó alguna vez en el metro también, tener esa sensación rara, semi suicida, de querer arrojarte a las vías sin una razón aparente, así, nada más porque hay un profundo vacío que crece adentro.
Me puse de pie tras abrochar mi agujeta. Miré a mi alrededor. En un instante ya había varias personas aglomeradas mirando, más por morbo que por filantropía. Giré mi cabeza hacia el cielo y cerré los ojos. Entonces recordé su mirada, esos ojos marrón que me hacían recordar que todo tiene sentido. Abrí los ojos, miré hacia abajo y vi los coches pasar rápidamente sobre el asfalto caliente. Entonces, justo cuando empezaba a soltar el cuerpo en una suerte de temblorina inexplicable, mi teléfono timbró.
-¿Y si es ella?- Pensé.
Tomé el teléfono en un acto casi reflejo. Abrí mis notificaciones y el mensaje decía:
-¡Felicidades! Usted ha sido acreedor al primer lugar de la Lotería Nacional, sorteo 15599. Favor de comunicarse a la brevedad al número previamente enviado.
Medio confundido guardé el teléfono en la bolsa del pantalón. Recordé de inmediato que había comprado ese cachito de lotería la semana pasada. Bajé de los barandales a medias tintas, escuché murmurar a la gente, y en medio del calor de la ciudad y el sonido atiborrante de los claxons, caminé hacia la calle con un profundo pero único pensamiento en mi cabeza: tal vez vuelva otro día.
