La bicicleta blanca

cuento corto de ecología medio ambiente

No tira basura en la calle, recicla el agua de la lavadora para sus macetas, se mueve en bicicleta por la ciudad. Y, a pesar de todo, sospecha que es más parte del problema que de la solución. ¿Por? El sólo hecho de estar aquí. Ya somos tantos, les dice a sus plantas. ¿Para qué tenía que venir al mundo? Mientras acarrea el agua gris del tinaco y las riega, se hace esas preguntas:

¿Para qué?

El sol baña el patio trasero. El aire sucio mueve las hojas y los frutos tiernos. Su cabello también se mueve. Algunas de sus puntas se le pegan a la cara. Escupe, pero es inútil. Las puntas se aferran al borde humedecido de los labios. Caray. Lo mejor será ir por una liga. O mejor de una vez meterse a bañar. Por supuesto, lo hace a jicarazos.

Se encierra en el baño con la cubeta que ha dejado al sol desde temprano. Canturrea alguna vieja canción y desliza la pastilla de jabón que tiene aroma floral. Es un olor lila que le recuerda el paisaje que colgaba en la sala de la casa de sus padres. Un color que asocia con el soberano que según la canción navega en los charcos de agua del campo. 

Más allá, el vertiginoso ir y venir de los coches. Ella recuerda vagamente cuando aquí no había más que terracería y un largo camino empedrado que recorría hasta el bordo, ida y vuelta, en compañía de alguno de sus perros. Con el tiempo, hasta el último de sus perros murió, el bordo se convirtió en un enorme baldío y llegaron los camiones con sus toneladas de basura.  

El agua tibia se lleva momentáneamente su aflicción.

Sale a la calle en su bicicleta. A pesar de todo, el mundo tiene su encanto. Si no hubiera tanto ruido, tantos coches, tanta gente, hasta sería digno de amor. Pero eso ya también desapareció. Rueda a baja velocidad tratando de no morir en el trayecto. Aunque si sucediera, qué. Está a punto de caer en una coladera destapada así que mejor se concentra.

Un lago circundado por florecitas de color lila. Un puente, entre la bruma, conecta una orilla con la otra. Parte del horizonte se refleja en el lago, o viceversa, y el marco de madera clara supone la frontera entre el paisaje y el suelo lunar de la pared. Siempre quiso ese cuadro. Pero su herencia fue otra. El desconsuelo, la total falta de confianza en los demás, es lo que le tocó.

El soberano trabaja y trabaja. Igual que su madre y su padre, para alimentar a toda la prole. Todo el día en el trabajo, todos los fines de semana muertos de cansancio, toda la vida ocupados. ¿Y para qué? Casa, coche, hijos. Nada más. No le cabe duda que los engañaron. Se permite sentir pena por ellos. Se sobrelleva mejor la pena que el resentimiento.

Sobre todo contra su madre.

Ella no tiene casa propia, ni coche, ni hijos. Irónicamente es la pena que le inspira a sus hermanos lo que le permite vivir donde vive. La culpa también hace su parte. Se ocupa de las plantas, da largos paseos en bicicleta y desde hace años tiene ese trabajo que la vuelve invisible. Habla poco, nunca visita a nadie y nadie nunca la visita. Eso le ayuda a sobrellevar la vida.

Nunca ha sabido muy bien qué hacer con ella.

¿La vida?

¿Para qué?

Mejor le hubiera tocado a otro.

Pero las cosas le tocan a quien le tocan. Como ahora que le toca estar de guardia cuando preferiría estar en otro lado. ¿Qué tal allá en el lago, sobre el puente o nadando en el horizonte? No. No se perdonaría la intrusión. Ya bastante tiene con sus cargos de conciencia como para echarle más leña a la lumbre. Acá la gente ya empieza a llenar la plaza. Pancartas van, consignas vienen.

De la mochila saca el overol y la gorra. Ya con el uniforme puesto amarra la bicicleta a un poste y se acerca a sus compañeros de trabajo. A cada cual su carrito, su escoba y su recogedor. Trae bien amarrado el cabello esta vez. Tiene esa costumbre de sacar la lengua y de colgarla entre los labios cuando se concentra. No quiere que el pelo se le pegue o que se lo jalen si hay alboroto.

No más emisiones. Energías renovables. Gobiernos corruptos. Eso gritan quienes, al dejar la plaza, también dejan su botella de agua, sus pancartas rotas, su huella de carbono. A barrer y a juntar todo para echarlo al carrito y de ahí al camión que luego lo irá a tirar allá por donde ella vive. La marcha ha convocado a poca gente. Aunque eso va cambiando.

¿Para bien o para mal?

Eso no lo sabe.

Ella no cree que el mundo vaya a cambiar: en todo caso, se convertirá en un enorme baldío.

Cuando se imagina una catástrofe se angustia por las plantas y los animales. Por lo demás hasta le da gusto. Cree que la naturaleza tarde o temprano se va a vengar y sólo espera que le toque verlo. Lo merecemos, dice. Desamarra la bici y antes de irse encuentra una credencial al borde de la banqueta: una mujer joven, podría ser ella misma en otro tiempo, que también vive por su rumbo.

Le queda de camino así que irá a buscarla para devolverle su credencial. Pero, antes, quiere darse una vuelta por el centro para comprarse un postre o de perdida un pan. Son más caros, sí, pero saben a frutas o a mantequilla y no sólo a azúcar como los de la tiendita de la esquina. Además, está bonita la tarde: antes de morir le regala su última luz.

Al día siguiente, antes de irse al trabajo, se da cuenta que la bici está ponchada. Se entretuvo mucho arreglando el patio así que ya no le da tiempo de parchar la llanta. ¡Qué fastidio viajar en camión! Todos apretados, encima unos de otros, atrapados en ese trayecto que dura el doble y a veces el triple de lo que ella tarda en su bicicleta. Además, ¡cómo manejan esos brutos!

Pasa el resto del día barriendo calles. Esta ciudad tiene reputación de ser limpia, pero ella sabe que no es precisamente porque la gente no tire basura. Ella y toda su cuadrilla se ocupan de mantener viva esa reputación. Al menos en esa parte de la ciudad en la que sí hay botes de basura, calles bien alumbradas y cableado subterráneo.

Ya los quisiera ver allá por mis rumbos, dice para quien quiera escucharla.

¿Pero quién va a querer?    

Al salir, en vez de ir por pan, irá a entregar la credencial.

Ayer se le olvidó, pero hoy no. Como no tolera subirse al camión otra vez, decide caminar la hora y media que la separa de su casa. Con la credencial en la mano va buscando la dirección. Conoce el rumbo así que no le cuesta trabajo. Al llegar toca el zaguán negro con esa moneda de a diez que se acaba de ahorrar. Tres toques moderados.

Al fin el zaguán se abre. Ella reconoce el rostro ovalado, los ojos grandes y la piel morena. La mujer joven sonríe, se lleva una mano a la boca y, en seguida, le da las gracias. La perdí en la marcha, dice. Sí, ahí mero la encontré, contesta ella. La mujer joven le ofrece un vaso de agua y la invita a pasar, pero ella se niega. Tiene que ir a arreglar su bici así que será para otra ocasión.

Además de la luz espléndida de la tarde, ahora la acompaña una íntima sensación de bienestar en su regreso a casa. Es como una mariposilla de color vivo que revolotea entre las plantas. Hace mucho que no sentía eso. Ahora es ella la que sonríe, tímidamente, para sí misma. En casa desmonta la llanta, parcha la cámara y vuelve a montarlo todo.

Mañana se pueden ir mucho al carajo con su camión.

Andar en bici es lo más parecido a volar. Claro que hay que perderle el miedo. Cada vez hay más ciclovías y eso ayuda. Es verdad que están llenas de coladeras destapadas o de vidrios rotos, basura, transeúntes y coches estacionados, pero la intención se agradece, piensa ella con ironía. Ni su mamá ni su papá tuvieron tiempo de enseñarla, pero, de todos modos, ella aprendió. La tía Laura, una versión menos pagada de sí misma que su madre, fue quien le enseñó en, apenas, quince minutos: si sientes que te caes a la derecha, tuerce el manubrio a la derecha, si sientes que te caes a la izquierda, ¿qué vas a hacer? Exacto: tuerces el manubrio a la izquierda. Y no dejes de darle. Y hasta la fecha, le da. Aprendió tarde, pero una vez que supo andar en bici, ya no se quiso bajar. La tía Laura no era de andar en bici. Lo suyo era más bien sentarse a ver pasar la vida mientras fumaba Marlboro rojos, bebía cerveza y escuchaba canciones tristes. Algunas cosas le habrán pasado a la tía Laura que siempre la hicieron desconfiada, biliosa y mordaz. A ella también le pasaron cosas y cómo no si su padre y su madre nunca estaban en casa. En especial su madre siempre tan dada a llenarse la boca hablando de lo trabajadora que era. Vieja loca. La tía Laura se murió muy pronto. El cigarro, el resentimiento, el cáncer. Cualquiera de las explicaciones que se barajaron a ella le parecieron sólo eso: una vulgar explicación, tonterías, la necedad de hablar por hablar. Para ella, la tía Laura se fue y punto. Se quería ir y se fue. Ahí te ves, le dijo la última vez que hablaron. Igual que ella se irá, temprano o tarde, pero mientras eso sucede, se regalará un postrecito. La otra tarde, al pasar, descubrió un modesto café en una orilla del centro. En sus vitrinas había muchos postres en los que creyó ver un exquisito flan que exudaba oro y oscuridad. Se le hizo agua la boca. Pedaleó y pedaleó hasta que reconoció el toldo guinda y el viejo portón. Bajó de la bici, la amarró al armatoste de tubo que ocupaba todo un cajón de estacionamiento y cruzó el umbral.

A la mañana siguiente pensó que era curioso haberse encontrado en ese nuevo café a la joven de la credencial. Hola, dijo la joven al reconocerla y ella, esta vez, correspondió la sonrisa. Aquí trabajo, dijo. Ella no supo qué más decir así que se limitó a sonreír y a pedir un flan. La dulce amargura del caramelo le encantó. Sin darse cuenta se relamió los bigotes.

Tu bici está bien padre, dijo la joven cuando ella le quitaba la cadena. Yo no sé andar, ¿tú crees? Me da miedo. Ella le respondió que era la cosa más fácil del mundo y retóricamente se ofreció a enseñarle. La joven sonrió nuevamente y nuevamente se llevó la mano a la boca. Aceptó, pero sin dejar que el mundo le viera los dientes chuecos.

Ella y su gran bocota. ¿Por qué se habría ofrecido a enseñarle? En fin. Tenía las tardes y casi todos los fines de semana libres así que qué más daba. En el fondo ella pensaba que la otra bien pudo haber sido su hija así que, quizá, no estaría mal ayudarla. Quedaron en una fecha imprecisa, una tarde que la joven no tuviera que trabajar, y listo.

Sonrió para sí mientras pedaleaba rumbo a su casa. Una mariposilla revoloteaba a su alrededor, pero ella ni cuenta se dio. Iba con los puños bien cerrados sobre el manubrio y la lengua de fuera sin perder de vista el camino. ¿Qué habría sido de ella si hubiera decidido tener aquel hijo? Ay no, pensó mientras manoteaba para espantar una mosca o quién sabe qué. Ay no, dijo de nuevo, y no pudo reprimir ese oscuro recuerdo que a cada tanto volvía. Tal vez si no hubiera sido a la fuerza, ella hubiera podido y a lo mejor querido… No, no, no, dijo, y un claxonazo casi la hizo caer cuando ella se pasó el alto sin darse cuenta. Chinga la tuya, pendejo, gritó con un puño en alto. El mundo estaba repleto de mierdas como ésa así que no. ¿Para qué traer a alguien nomás a sufrir?

No, no, no.

Días después se encontraron en un parque cercano. Ella se sentía extrañamente de buenas, con los ánimos renovados, sonriente. La joven llegó con esa bicicleta blanca a la que tuvo la sensatez de pasarle por encima un trapo húmedo antes. Ella sacó de su mochila una bomba y les echó aire a las llantas. Apenas quince minutos le bastaron a la joven para aprender a andar en bici. Cuando se descubrió ya andando sola entre jardineras pelonas y llenas de basura sonrió con tal intensidad que la tarde sintió celos de ese prodigio. Esta vez la joven no pudo taparse la boca porque las manos las llevaba en el manubrio. Su maestra sonrió espontáneamente, aplaudió y alzó los brazos en señal de triunfo. ¡Agüevo! La tarde se llenó de pájaros que sólo sabían graznar.

Cuando ella fue al café por uno de esos flanes el sábado siguiente, la joven le tenía preparada una sorpresa. En una maceta lindamente pintada a mano había un esqueje del que florecía una chispa de color lila. Soy Alhelí, dijo la joven mujer. Mucho gusto. Ambas rieron. Como me dijiste que te gustan las plantas, te traje una. Rieron y chocaron los puños.

Apenas llegó a su casa, le buscó un rincón en el que le diera mucha luz en el patio. La nueva maceta encontraría su lugar entre esas plantas bien cuidadas que brotaban de viejas latas de chiles u otras macetas de cerámica, barro y plástico al pie de la barda perimetral. La cuidaría tanto como a las otras y pronto tendría un patio cubierto de flores lilas.  

Más tarde la visitarían batallones de abejas chiquitas, arañas flamantes y aves bonitas. Bo-ni-tas, canturreó. Bonitas y no esos feos pajarracos que de un tiempo a la fecha habían invadido la ciudad. Esa misma noche llovió y llovió. El clima se había vuelto loco. ¿Lluvia a mediados de noviembre? ¡Qué es eso!, dijo, como si alguien pudiera atender su reclamo. A la mañana siguiente ella fue a ver sus plantas y se encontró su nueva maceta ahogada. De camino a su trabajo, con charcos por todas partes, cayó en más de un hoyo y a punto estuvo de ser tragada entera por una coladera. Barrer las calles y levantar la basura era una labor doblemente ardua en días así. Estaba tan de malas que una tarde se cortó el pelo casi al ras y en varios días no se paró por el café ni por ningún lado.

En su nueva maceta echó semillas y composta de su cajón. Eso no se iba a quedar así, dijo, buscando revancha. Cuando al fin se decidió a ir por un flan, no encontró a Alhelí. Esa primera tarde no hizo ni dijo nada. Pero luego de varias tardes que ya no la vio, se animó a preguntar por ella. No supieron darle razón. Dejó de venir y aunque le marcamos varias veces, nunca contestó.

Ella se dio cuenta de que, en efecto, ni siquiera tenía el número de Alhelí. Bueno, a lo mejor había conseguido un mejor trabajo o había cumplido su amenaza y de irse a marchar con su colectivo a otra ciudad. Ella declinó el postre, se bebió el café de un trago y ese frío amargor la acompañó todo el camino de regreso hasta la casa. Volvió a llover.

El siguiente sábado le tocó otra guardia. Esta vez no le molestó y ni siquiera pensó en atravesar ningún puente ni en nadar en ningún lago. Estaba hasta acá del agua y, además, creía que con un poco de suerte se encontraría a Alhelí. Se puso el overol y la gorra, amarró su bicicleta. La plaza empezó a llenarse, pero de Alhelí ni sus luces.  Ella se angustió. Quizá no debió beber tanto café. No aguantó más y se acercó al primer contingente de mujeres que vio. ¿Ustedes conocen a Alhelí? Esas mujeres jóvenes se miraron entre sí y, en grupo, señalaron con el dedo hacia el horizonte cercano. Apenas más allá, otro grupo de mujeres sostenía una gran pancarta en la que aparecía su foto: ahí mostraba la sonrisa abierta, plena, triunfal. Uno de los dientes de enfrente se escondía parcialmente detrás del otro, como si una amenaza se cerniera sobre él. Los dientes laterales estaban más atrás y del borde superior asomaban las puntas de un par de colmillos que acentuaban el cariz infantil de la sonrisa. Debajo figuraba su nombre escrito con letras muy grandes y un moño negro mal dibujado. Un camión de transporte público la había matado al invadir la ciclovía días atrás. 

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