La inédita muerte esparcida en el viento

Cuento violencia intrafamiliar

Cuando tenía diez años, mi madre solía contarme sobre mi abuelo, un amargado suegro que se sentaba frente a su casa situada al sur de la ciudad; no había luz o agua hasta que su hijo comenzó a progresar, de maraña en maraña, llegando completar sus estudios de bachiller. A sus treinta, un tiempo después de la muerte de mi abuelo; mi padre, un hombre trabajador, logró encontrar su camino al lado de una mujer llamada Doris, no muy alta, de piel morena y cuerpo bultoso; ella era el premio indicado para demostrar a todos que él había sido un hombre bueno y comprometido. Pero en las noches, cuando ella se negaba al sexo, los golpes secos en la cara de mi madre cruzaban los ladrillos de cemento hasta mis infantes oídos. A mis trece años, los golpes desaparecieron al mudarnos a un barrio de mejor estrato; uno más, para ser precisa. A los diecisiete, nuestro estrato pasó de cero a tres.

ㅡ¡Luisa! ¡Ayúdame a cocinar antes que venga tu papá, que me quedé dormida; tú sabes que a él le gusta su comida apenas llegue.

ㅡQue se aguante un poquito el hambre, no por eso se va a morir.

ㅡ¡Mira, cállate! No sé cómo vas a hacer cuando tengas tu marido, tienes que cocinarle.

ㅡ¿Marido? ¿Estás loca? ㅡreí un pocoㅡ. Yo no quiero eso.

ㅡ¡Párate y ayúdame!

Mi madre podía ver que era una buena hija; casi terminaba mi bachiller, y aunque podría demostrarle que podía cuidar de mí y ser yo misma, sus palabras sobre ser una buena esposa nunca cesaron. Desde mi desarrollo, esa etapa donde dejas de ser niña, el discurso sobre matrimonio era su plática favorita conmigo, pero nunca escuché decir a mi madre cómo ser solamente una mujer.

Cuando ella tenía treinta y nueve años, exactamente un año antes de dejar de verla, cierto día mi padre llegó de su trabajo destilando hedor a licor; parecía animado, pero no lo suficiente para demostrar ebriedad. Despreocupado, se quitó su suéter y de inmediato se recostó en su cama: «¡MUJER! ¡LA COMIDA!», gritó a eso de las diez y media de la noche.

ㅡ¿Comida? Sea serio, vienes de la calle borracho mientras yo estoy aquí como tu esclava, lista para darte la comida cada que se te dé en gana gritarme “LA COMIDA”. Me importa una mierda lo que me digas. ¡VAYA Y SÍRVASE SU COMIDA!

El silencio como respuesta de parte de mi padre pareció hacerle comprender a mi madre su realidad. Al mes, ella seguía sirviendo y llevando el plato a los pies de su amado, a la comodidad de una mecedora frente al televisor; sin embargo, ella parecía firme en las palabras que dijo aquél día y mi padre dejó de gritarle por comida; ahora solo se sentaba paciente a esperar. Pasado otro mes, se levantaba a servirse a sí mismo, al igual que a mi madre. La labor de la comida nocturna se volvió asunto compartido entre los esposos, los cuales no se habían casado sino hasta un año antes del acontecimiento. Recuerdo la boda, una ceremonia con los técnicos de la planta donde trabaja mi padre, unas cuantas vecinas listas para incentivar el chisme sobre qué salió mal, y un par de invitados más. La fiesta continuó en la mitad de la calle frente a la casa; hubo poca decoración pero mucho licor, tanto que era imposible que alguien no hubiera vomitado aquella noche. La mañana siguiente, un amigo de mi padre que se quedó a dormir para pasar el guayabo se levantó a orinar; por accidente abrí la puerta y al ver que estaba ocupado pedí disculpas y volví a cerrar; esperé paciente a que terminara y finalmente entré a darme un baño. La cerradura de la puerta estaba dañada desde cuatro meses atrás; Harold, el compañero de mi padre, abrió con sutileza y despacio metió la mano con el celular para tomar fotos; a penas vi el flash de la cámara grité atemorizada, y casi desesperado, Harold intentó salir de la casa. Aquel asunto quedó en el aire; mi padre lo consideró un buen hombre que cometió un pequeño error, y las fotos desaparecieron con el tema. Por pena, decía mi padre, Harold nunca regresó a casa, ni siquiera en las fechas de festejo cuyo fin era terminar borrachos hasta que el sol les diera en la cara.

Mamá no comentó sobre lo sucedido a pesar de nunca mostrar un acuerdo con las palabras de papá al calificar de buen señor a su amigo, y su silencio me perturbó. No habló realmente conmigo hasta que escuchó mi llanto en medio de la noche por el acto de traición y desconfianza que habían cometido contra mí.

ㅡ¡Las subió! ¡Sé que fue él! Me dejé tomar fotos porque pensé que me quería, mamá ㅡle hablé entre lágrimas.

ㅡ¡Ay hija! Ese pelao’ es un infeliz, ¿cómo se atrevió a subir fotos de ti desnuda? ¡¿Tú por qué te dejaste?!

ㅡ¡UNA PUTA! ㅡse escuchó el estruendo de la voz de mi padreㅡ ¿ESO ES LO QUE ERES? ¡¿UNA PUTA?!

Esa noche entró mi padre enfurecido; el problema de las fotos filtradas por mi exnovio llegó a los ojos y oídos de mi buen padre, quien, encegado por la ira lanzó la primera cachetada contra mi madre, y la segunda contra mí. «¡YO NO QUIERO UNA PUTA DE HIJA! ¿QUÉ TE ENSEÑÓ TU MAMÁ? ¡¿QUÉ LE ENSEÑASTE?!», gritó la última frase a mamá. Ninguna dijo nada, aceptamos el cargo de culpa aunque en el fondo sabía que no era así. Nunca autoricé que esas fotos llegaran a las redes.

Pasados dos meses, mi padre, malhumorado porque le recordaron la filtración de mis nudes, había salido a caminar con mi madre; según narraron testigos, ella, tratando de calmar los humos de su esposo intentó recordarle que no tenía una mala esposa, ni una vida mala, ni mucho menos una mala hija, pero las palabras de consuelo lo enfurecieron más, por lo que comenzó a gritarle a su mujer frente a la avenida.

ㅡ¡TÚ NO ME DIGAS NADA! Eres la culpable de eso desde que me comenzaste a desafiar. ¡YO SOY TU MARIDO Y ELLA MI HIJA! ¡YO SOY EL HOMBRE Y DEBO PONER EL ORDEN!

ㅡ¿Por qué me gritas? ¿Me gritas porque el exnovio de tu hija le tomó fotos encuerada? Eso no es mi culpa, ella no debió dejarse tomar esas fotos, ni que fuera una prostituta, tú sabes que yo la trato de encaminar bien.

ㅡ¡Qué na’ hombre! Ese cuentico no me lo creo todo, ella se puso con sus noviazgos y vainas desde que me empezaste a forzar a ayudarte con las cosas. ¡YO TRABAJO NOJODA! ¡LAS MANTENGO! ¡ME TRATAN LA SERIEDAD, ME RESPETAN! ¡A MÍ NINGUNA DE USTEDES DOS, MANTENIDAS, ME VA A VER LA CARA DE ESTÚPIDO! ¡PAR DE PUTAS!

Aquellas palabras fueron las últimas que llegaron a los oídos de mi madre. Desconcertada, sintió la pesada mano sobre la cara, un golpe tan fuerte que la alejó a un metro de él. El momento se hizo confuso con gritos y expresiones como: “¡LA MATÓ!” por parte de los testigos cercanos. El cuerpo de mi madre cayó con la mirada al cielo, siendo las opacas estrellas lo último que sus ojos pudieron mirar. Cuatro ruedas desfiguraron su rostro, aplastaron sus costillas y senos, fracturaron piernas y cráneo hasta dejarla sin vida de un solo pasón. Su muerte no fue penalizada, tampoco judicializada, el caso quedó archivado como otros cientos, y la muerte de mi madre quedó de boca en boca y de vecina en vecina hasta desaparecer como un rumor en el viento.

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