Nómadas

Nómadas cuento postapocalíptico

El hombre inventó la palabra guerra para excusar la destrucción de “el otro” con el fin de obtener la paz, de ser libre. Ahora, sumidos en un momento de muerte sin conmiseración, como dicta ese instinto asesino que domina a nuestra especie, la siguiente víctima es el planeta. Los que seguimos de pie maldecimos a la sequía provocada por la tala, a las nevadas e incendios que se volvieron frecuentes, como si la Tierra, inestable por una ebullición global, al fin tuviera prisa por deshacerse de su especie más parasitaria. El último terremoto acabó con la mitad de la población, luego vinieron las enfermedades por la radiación que se propagó de los campos de pruebas de armas nucleares a los últimos espacios que se creían libres de contaminantes, y el hambre como exterminio casi definitivo del mundo que conocimos, donde ahora el más fuerte devora al débil, incluso si alguna vez compartió la mesa con él. Al final, el tsunami vino para lavar el pecado de nuestra especie. Cada paso que damos quienes aún sobrevivimos absorbe la sangre de nuestros muertos, destruye los restos de huesos que de a poco se convierten en polvo, en astillas que se incrustan; vestigios que ansían fusionarse con aquellos elegidos de la casualidad, quienes siguen en marcha buscando una esperanza, o quizá solo prolongando su irremediable deceso.

Yaga tiene las plantas de los pies moradas y húmedas, insensibles. De a poco, va quedándose atrás —como se dispuso en la formación— cual señuelo para los depredadores que no temen mancharse la boca con la sangre de su especie, con el fin de que, ante un ataque, los demás tengan tiempo para escapar. Su espalda encorvada apenas si encuentra el soporte necesario en la barreta que le hace de bastón, donde un paso de ella tarda lo que tres de los otros. Celina voltea tras de sí al no escuchar sus murmullos habituales y constata cuán atrás está la anciana. Silba y el resto del grupo se detiene. La cadena humana hace llegar hasta el final una lata con agua y un ramito de flores marchitas.

No mucho después del terremoto, me encontraron en la montaña. Mataron a los pocos animales que me quedaban y se los comieron frente a mí, quien durante tanto tiempo los mantuvo a base de hongos, yerbas e insectos; luego se fueron y me negué a acompañarlos. Pensé por primera vez que la muerte humana era un proceso justo y no trágico. Tras el tsunami, que vomitó las osamentas metálicas de taladros petroleros y tambos repletos de veneno, dejé mi refugio y emprendí un viaje en busca de habitantes. Encontré una barreta que me serviría de protección y apoyo, pese a que incluso con ambas manos me costaba levantarla.

—Yaga, quédate conmigo, vámonos más lento, aunque nos perdamos del grupo. Solo en ti confío.

Ante la súplica de Celina, la anciana le convida una flor a la que todavía le queda aroma y ésta desaparece de un bocado.

—Yo estoy vieja, pero tú eres lenta por esa barriga que tienes. El blanco en tu espalda no podría ser más grande, muchacha.

—Quiero que mi bebé alcance a ver una nueva tierra, con ellos o contigo. Ya después podré morir en paz.

La altura de la montaña me salvó, a otros, el naufragio en un punto remoto; unos menos estuvieron en el aire antes de que el mar limpiara la primera capa de destrucción. Dudo de la humanidad de algunos quienes nos guían. A estas alturas pueden ser ángeles o demonios caminando entre nosotros. En mis pensamientos más recónditos, me figuro que Celina hubo de comerse a su pareja antes de que la encontráramos. También le faltan algunos dedos.

La formación se detiene, la anciana y la mujer la alcanzan. Algunos de los viajeros hacen un círculo en el suelo para encender una fogata y repartir agua turbia para beber.

Nuestros paseos no son tan largos a falta de fuerzas. Se reparten hojas tiernas, trozos de corteza, y a cada uno se le ofrece una esfera de sangre seca y salada que se desmorona al contacto con la lengua. Yo prefiero mascar flores silvestres que alcanzo a esconder entre los pedazos de tela que me sirven de ropa. Celina escarba en la tierra con su mano incompleta, busca alguna lombriz que llevarse a la boca y solo yo me doy cuenta de con cuánta voracidad chupa las falanges que le quedan.

De noche, los viajantes se acurrucan para procurarse calor. Alguno trepa a un árbol y se ata a la copa, otro cava un hoyo y se coloca ahí con una interesante cantidad de piedras y metralla que lo resguardan. Los del resto se lamen, besan y frotan para buscar consuelo.

Celina apesta, lo sé por lo que otros dicen, aunque mi olfato no sirva para constatarlo. Lleva las piernas húmedas por la orina que deja correr por su piel como mecanismo de defensa; incluso me ha pedido ayuda para untar sus extremidades con heces, haciéndome también repelente a cualquier contacto que no sea verbal. Ella y yo contemplamos a los demás desde lejos. Sin mí, ya se hubieran muerto: por hambre o envenenamiento a causa de las plantas que sobreviven de este lado del mundo apenas explorado. Yo los guío hasta el Valle Aracné con la promesa de que los nutrientes de esas alimañas les darán fuerzas para aguantar el viaje hasta donde, según, quedan los restos de una ciudad a la que el armamento no pudo derribar. La delgada línea entre proteínas y toxinas fatales por un lado, y la confianza absoluta que dicen tenerme, por el otro. En momentos así, creo que hace mucho dejé de ser humana para convertirme en una hija de la guerra.

En la oscuridad, un estrepitoso aullido despierta a los nómadas.

—Perros… —dice alguien, y todos se emocionan por esas criaturas que tenían meses sin ver; no falta aquel que tantea en busca de un cuchillo.

Perros de diferentes tamaños, algunos heridos, otros con el hocico babeante. Los más atrevidos se acercan moviendo la cola en un encuentro donde la domesticación sale a flote pese a la catástrofe. Algunos viajeros se atreven a mostrar un lado cálido como ya habían olvidado; los perros huelen, se sienten y se escuchan como un hogar, pero ninguno se acerca al hediondo rincón donde Yaga estrecha su metal.

Los perros ladran, luego aúllan, después muerden, gruñen, chillan, tragan. Arrastran pedazos de cuerpos que no pudieron oponerse a la presión de mandíbulas y colmillos; los humanos que quedaron cubren sus heridas y órganos expuestos. Celina jala para sí una mano que disputa con una perra lactante y ya no distingo cuál de las dos es el animal.

Yaga, quédate conmigo, tengo provisiones de sobra —señala tripas y huesos, humanos y no—; podremos buscar hongos y flores para ti, sigamos juntas hasta que nazca. Solo en ti confío para heredarle un mundo que empezará de cero.

Y le creo.

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