El racismo de nuestro tiempo. Consideraciones para su estudio y reflexión

El racismo de nuestro tiempo

En los últimos años hemos atestiguado el “resurgimiento” del racismo y la xenofobia en distintos países del globo, así como su fortalecimiento y propagación entre distintos sectores de la población dentro de una misma nación. Recientemente un trágico acontecimiento cimbró al mundo entero en medio de una crisis sanitaria, inspirando a varios ciudadanos de distintas latitudes a volcarse hacia las calles y las plazas públicas para clamar a una sola voz un grito de justicia. El #BlackLivesMatter no sólo es una etiqueta de las redes sociales que marca el trending topic del momento, es un grito que llama al debate social, político e internacional, para tratar el tema del racismo en los Estados Unidos. A la vez, tal movimiento se decodifica como una categoría que obliga a ver dentro de la propia nación y sociedad, es decir, a una escala local, qué vidas son las que importan. 

La muerte de George Floyd, un ciudadano norteamericano, a manos de un policía de la ciudad de Mineápolis, Minesota, ocurrida el 25 de mayo de 2020 volvió a centrar la discusión internacional en el tema del racismo en los Estados Unidos de Norteamérica, sobre todo porque a raíz de este acontecimiento miles de ciudadanos norteamericanos, entre blancos, negros y latinos, unieron sus voces para clamar justicia, libertad e igualdad, en una nación marcada fuertemente por la discriminación cultural, la segregación racial y la intolerancia. 

Este acontecimiento generó en nuestro país, México, un debate “del que nadie quiere hablar” por considerarlo tan innecesario como ilusorio dentro de nuestras fronteras. Lo cierto es que en México existe el racismo, así como también existen el clasismo, la xenofobia, el machismo, la misoginia, la homofobia y la aporofobia, por sólo mencionar algunos. Hablar del racismo en países como México resulta complejo, ya que su desarrollo ha estado acompañado de ciertos prejuicios de la historia nacional, así como de toda una mitología política y social en torno a lo mexicano y su origen. 

El racismo. Una aproximación conceptual

El racismo es tanto una ideologíacomo una praxis. Es una forma de conciencia que determina ciertos comportamientos, conductas, discursos y prácticas que de fondo expresan una idea del mundo, un supuesto “mundo mejor” a partir del temor, el odio, el desprecio y la exclusión violenta, incluso hasta la aniquilación total, del otro. El racismo expresa la lucha por la afirmación de las “razas humanas”, razas que se contraponen entre sí y de las cuales una de ellas se afirma como la superior y verdadera. 

Así lo expresa Christian Geulen en su Breve historia del racismo (2007):

El racismo no es otra cosa que una ≪doctrina≫ de las razas humanas, de sus relaciones mutuas y con la humanidad como conjunto, de su carácter particularizado, de su diferente valor y sobre todo de su eterna lucha […] su tema fundamental es la lucha por la afirmación, valoración, pervivencia y supremacía de comunidades percibidas como ≪razas≫.  

En cuanto ideología, el racismo magnifica lo propio, mientras desprecia y margina lo ajeno; construye una imagen superior de sí, mientras categoriza y trata como inferior a lo otro. El racismo afirma la identidad mientras niega la otredad de lo diferente y fundamenta su praxis en el supuesto extremista del orden, la pureza y la dignidad de una raza superior, verdadera y dominante. 

El racismo como doctrina opera bajo la lógica de lo propio y lo ajeno, lo superior y lo inferior, la magnificación y el desprecio;por esta razón, a lo largo de su desarrollo histórico, el racismo ha estado vinculado, la mayoría de las veces, a la xenofobia: desprecio de lo extranjero y lo diferente que debe ser repudiado, excluido o aniquilado de la comunidad para mantener su pureza y originalidad. 

Diversas teorías durante la modernidad han intentado justificar el racismo como una praxis “natural” del desarrollo humano y civilizatorio, de tal manera que el término “raza” adquiere su sentido biológico-cientificista hacia finales del siglo XVIII, como una categoría de orden y clasificación de la historia natural, humana y social a través del extremismo y el esencialismo racial (Geulen, 2007; Foucault, 2000).

Más tarde, la idea de raza operó como un principio de orden político y social en la conformación del Estado nacional moderno; esto, aunado al desarrollo del imperialismo y el colonialismo europeos, permitió que, tanto la ideología como la praxis racista encontraran sus formas de expansión y afirmación a través del globo, como una suerte de mandato civilizatorio y dignificación de las razas, a través de la guerra, la colonización, la explotación y la dominación étnica, cultural, nacional y racial. 

De esta forma, el racismo se instituyó como un proceso natural y no como una práctica humana y social históricamente desarrollada, pues el imperativo civilizatorio de la raza superior, según señala Geulen (2007), “disimulaba las relaciones de poder con un panorama subnacional de jerarquía racial, en cuyo marco era propio de la naturaleza de las naciones colonizadoras imponerse, y de las colonizadas ser dominadas” (pág. 122). Durante los siglos XIX y XX el racismo como praxis fue uno de los estandartes en la construcción de las soberanías nacionales, tanto europeas como de las incipientes colonias independientes. Desde entonces, el racismo de Estado (Foucault, 2000) articula una ideología y praxis del racismo como un discurso del poder soberano que organiza, disciplina y normaliza al cuerpo social a través del ejercicio de un poder, o mejor dicho de un biopoder, regulador de la vida humana y racial, desde su reproducción sexual y nacimiento hasta su muerte, pasando por una organización y estructuración socialmente jerarquizada, normativa y normalizada. 

Para Foucault (2000) el racismo es un corte en el continuum biológico de la especie humana que establece una cesura para legitimar un dominio biológico en el que opera el biopoder soberano. Pero tan pronto como el racismo se interioriza en la conciencia nacional y colectiva, pasa a cumplir una función social del biopoder, la de establecer un mecanismo de vida/muerte entre la raza superior y la raza inferior:  

La raza, el racismo, son la condición que hace aceptable dar muerte en una sociedad de normalización. Donde hay una sociedad de normalización, donde existe un poder que es, al menos en toda su superficie y en primera instancia, en primera línea un biopoder, pues bien, el racismo es indispensable como condición para dar muerte a alguien, para poder dar muerte a los otros. En la medida en que el Estado funciona en la modalidad del biopoder, su función mortífera sólo puede ser asegurada por el racismo. (Foucault, 2000, pág. 231-232). 

En consecuencia, el racismo cobra su fuerza en la época moderna como un principio articulador y organizador de la vida política y social de los Estados nacionales, y poco a poco se codifica en imágenes, símbolos, lenguajes, ceremonias y prácticas que van llenando su significante como un operador de distinción entre lo magnífico y lo despreciable, entre lo propio y lo ajeno. El racismo como fenómeno histórico y como operador lógico-conceptual, según Geulen (2007), es un concepto ambiguo y flexible que permite dotar de significado y sentido, lo identitario de un grupo o colectividad cuando su seguridad e integridad no parecen estar claramente definidas ni mucho menos garantizadas por la unidad e identidad de sus miembros. De esta manera, el racismo no sólo apela a la “raza”, sino también a todo lo que ella implica, como la cultura, la lengua, la religión y la cosmovisión, que son características del ser humano como ser simbólico, histórico y social. 

En la actualidad, el racismo se ha cifrado en una diversidad de expresiones y prácticas en cuanto se ha adaptado a distintas regiones, tanto a nivel local como global; por ello conviene señalar que, siguiendo a Iturriaga (2016), “es mejor suponer la existencia de múltiples racismos donde las visiones varían, se transforman, reciclan y se adaptan a los diversos contextos” (pág. 40), pero siempre bajo la lógica binaria de lo propio y lo ajeno, lo magnífico y lo despreciable, lo superior y lo inferior como principios raciales ordenadores y estructurales de lo social. Hoy en día vemos cómo un racismo de Estado, “un racismo que una sociedad va a ejercer sobre sí misma, sobre sus propios elementos, sus propios productos; un racismo interno, el de la purificación permanente” (Foucault, 2007, pág. 66) se instaura como la ideología y praxis del imperativo racista de normalizar y normar lo social.  

Hacer visible lo “invisible”. El racismo en México 

El racismo como fenómeno histórico y social ha estado presente en la conformación nacional de nuestro país, aunque no de la misma manera como se desarrolló y expresó en países como Estados Unidos, con el advenimiento del esclavismo negro. Por su parte, desde el México posrevolucionario, la antropología social mexicana desarrolló un discurso hegemónico de la identidad nacional mexicana a partir de su unidad racial, lingüística y cultural (Iturriaga, 2016). Así, México se concebía como una nación homogénea definida por el mestizaje, pero no fue sino hasta la década de los setenta cuando se anunció el carácter “etnocida” del Estado nacional mexicano. Desde entonces, los estudios antropológicos, étnicos y sociales sobre el indigenismo y el racismo en México fueron adquiriendo mayor fuerza y relevancia hasta llegar al reconocimiento constitucional de nuestro país como una nación pluricultural y multiétnica en 1992. 

No obstante, este reconocimiento poco ha hecho eco en la conciencia nacional y social sobre los efectos negativos del racismo en la vida cotidiana. El racismo mexicano, en cuanto fenómeno histórico y social, ha estado dirigido comúnmente hacia los pueblos y comunidades indígenas, pero en los días recientes hemos visto el interés por visibilizar a otros grupos víctimas del racismo y la discriminación, tales como los pueblos afromexicanos o los migrantes centroamericanos que hace unos años evidenciaron los prejuicios racistas y xenófobos que arraigan en nuestro imaginario social y cultural. 

Este hecho nos lleva a reflexionar sobre la manera en que la lógica del racismo y la xenofobia opera en la sociedad mexicana, pues el temor de que personajes extraños, desconocidos y “potencialmente peligrosos” se adentren en nuestra sociedad, invoca discursos de odio y desprecio, así como argumentos al más puro estilo gringo de que los centroamericanos, los migrantes, “nos van a robar nuestros empleos”, “saquearán nuestros negocios y propiedades” o “traerán violencia y delincuencia a nuestra sociedad”. 

De esta manera, entre finales de 2018 y principios de 2019, migrantes procedentes de Honduras, El Salvador, Guatemala, Haití, República Democrática del Congo, Angola y Camerún, emprendieron la marcha hacia “la Tierra prometida”, la “Tierra Blanca” de las oportunidades, la prosperidad y el trabajo. Así, huyendo de la violencia y el crimen organizado, el hambre, la pobreza y el desempleo, miles de migrantes –entre mujeres, hombres, bebés en brazos, niñas y niños viajando en soledad y algunos en familia– se toparon con verdaderos muros de intolerancia, odio y desprecio, cuya fuerza supera por mucho cualquier muro de concreto y piedra. 

El mexicano, despreciado y repudiado en el país vecino del norte, víctima del racismo y la xenofobia, pasó a ser el victimario en su propio territorio. Y así, una vez más vimos cómo la apelación a las ideas de la nación, la soberanía nacional, lo propio frente a lo ajeno, operaron como las nociones elementales para justificar el desprecio a los extraños, a los “peligrosos” y a todas aquellas vidas humanas residuales; vidas desperdiciadas –por citar a Zygmunt Buaman– del capitalismo de mercado, de la corrupción política y económica, de los Estados fallidos y la promesa incumplida de la modernidad: la libertad y la igualdad. 

Pero este episodio es sólo uno más, quizá el más evidente por su naturaleza, del fenómeno del racismo en nuestro país. No se necesita recurrir a los que vienen de fuera para exaltar el odio y el desprecio racista entre los mexicanos, ya que en nuestro imaginario colectivo, así como en nuestras prácticas sociales cotidianas, apelar a criterios raciales y culturales para justificar la exclusión, la discriminación, la descalificación y la desigualdad hacia determinados grupos, resulta ser más común, por no decir “normal”, de lo quisiéramos admitir.  

La sociedad mexicana es una sociedad racista y pigmentocrática, pues una de las formas que el racismo ha adoptado en nuestro imaginario colectivo y en las representaciones culturales, discursos e ideologías, es que, no ser “blanco” es, la mayoría de las veces, sinónimo de pobreza y carencias, de analfabetismo e ignorancia, criminalidad, flojera y otros tantos rasgos peyorativos que ensanchan la brecha social de la igualdad, la inclusión y el respeto. 

Así, la pigmentocracia desplazó a la meritocracia en un sistema social en que ser blanco es sinónimo de movilidad social, ascenso laboral, riqueza económica y patrimonial, así como de influencia, dirección y poder. La blanquitud, según señala Bolívar Echeverría (2010), es una rasgo característico y condición esencial de la modernidad capitalista como rasgo identitario-civilizatorio de un nuevo tipo de ser humano, del “hombre moderno”. El racismo de la blanquitud opera en el ámbito sociológico y cultural como representación de la modernidad civilizada, distinguiendo aquellos individuos que alcanzan la libertad, la riqueza, el honor, el éxito y la buena posición social gracias a su trabajo, esfuerzo y entrega al ethos capitalista, puritano-calvinista, según como lo matizó Max Weber en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo

La blanquitud (las imágenes de la blancura europea moderna) opera como la categoría cultural y sociológica con la que ciframos, clasificamos y ordenamos nuestra realidad social. El racismo de la blanquitud, junto con la pigmentocracia, determina las posiciones sociales y sus jerarquías de poder y control, por ello es que casi siempre, por no decir siempre, encontramos en nuestra sociedad mexicana enormes diferencias y abismales distancias raciales y étnicas entre aquellos que integran la masa popular (el pueblo), de aquellos quienes pertenecen a las esferas de la élite y el poder. En su multidimensionalidad, el racismo mexicano se ha revestido de tintes clasistas y aporofóbicos que promueven discursos y prácticas de odio, exclusión y discriminación que a la vez legitiman las profundas desigualdades sociales que fragmentan nuestra sociedad; en conjunto, esto ha dado lugar a un nuevo tipo de racismo que se funde y refuerza con los símbolos sociales de la pobreza, la desigualdad y la criminalización de las condiciones sociales e individuales de los menos favorecidos.  

Un binomio perverso: racismo y desigualdad en México 

En un estudio realizado en 2019 por la organización Oxfam México, se expuso la estrecha relación que guardan la desigualdad social y la pobreza con el racismo, señalando que las características socioeconómicas de origen y las de origen étnico-racial son dimensiones entrelazadas que legitiman una historia social y cultural de privaciones, desventajas y desigualdades económico-sociales: 

Desde la perspectiva del tiempo presente, la acumulación originaria de desventajas se manifiesta en la asociación entre las características étnico-raciales de las personas y sus condiciones socioeconómicas de origen. Quienes hablan lenguas indígenas, se autoidentifican como indígenas y afrodescendientes, o tienen tonos de piel más oscuros, suelen también provenir de familias con mayores carencias sociales y de territorios con menos niveles de desarrollo socioeconómico (Solis, et al, 2019, pág. 19). 

De acuerdo con este estudio la racialización de las desigualdades sociales perpetúa la desigualdad de derechos y oportunidades de los grupos que, histórica y socialmente, han sido desaventajados y víctimas de la discriminación y la exclusión, tales como los indígenas, los migrantes o los afrodescendientes, quienes en su mayoría inician sus vidas en condiciones de desigualdad y precariedad como producto de la acumulación originaria de privaciones y desigualdades y, por ende, están condenados a ser víctimas de la discriminación y la exclusión sistémica legitimada por toda una ideología y praxis racista que arraiga en el imaginario colectivo la ilusión de perennidad del status quo. 

Bajo estas consideraciones, Alice Krozer (2019) afirma que “la realidad es que la pobreza tiene rostro moreno, mientras que la élite sigue viéndose blanca” y es que aun cuando en la actualidad existen campañas y programas que promueven valores como el respeto, la tolerancia, la inclusión y la pluralidad de distintos grupos étnico-raciales, lo cierto es que en la superestructura de la sociedad, los discursos y las ideologías dominantes aún se cifran bajo códigos y símbolos racistas, donde la blanquitud es el criterio predominante para clasificar y jerarquizar el orden social, del mismo modo que las características personales como el color de piel “morena”, la lengua “indígena” o la cultura “tradicional” son predeterminantes sociales y económicos de las desigualdades y exclusiones.  

La relación entre racismo y desigualdad no es un binomio nuevo que vemos aparecer en la escena social, pues así como ambos fenómenos han estado presentes a lo largo de nuestra historia nacional, ambos han estado presentes en una suerte de círculo vicioso; un binomio perverso que hoy en día se hace visible porque se denuncia, se expresa su perversidad y se lucha por reclamar justicia, reconocimiento, inclusión, igualdad y respeto de los derechos de quienes han sufrido la exclusión y criminalización racista. 

En los últimos meses, el tema del racismo-desigualdad se ha matizado de un tono político, colocándolo en la discusión pública y no sólo en el ámbito académico o institucional. De la misma manera, diferentes voces se han sumado, ya sea negativa o afirmativamente, a entablar una discusión abierta sobre el racismo y la desigualdad. Vinculada con el clasismo, la cuestión de la racialización de las desigualdades ha evidenciado toda una lógica de estructuras institucionales, como la propia política y la economía, y prácticas sociales, como los discursos e imaginarios colectivos, que arraigan a este fenómeno en las entrañas de lo social como un problema de estatus, pertenencia y seguridad. 

Como señalé al inicio de este texto, el racismo opera bajo una lógica binaria entre lo propio y lo ajeno, lo magnífico y lo despreciable, a partir de la construcción simbólica e histórica de grupos sociales específicos que no pertenecen a “lo propio” del estatus del grupo dominante. En este sentido, la racialización de las desigualdades separa aquellos que sí poseen riqueza de aquellos quienes carecen de ella; bajo un panorama dicotómico de lo social, la élite blanca se preocupa por mantener su estatus privilegiado al no “mezclarse” con la masa popular, con el pueblo, a través de la delimitación clara y concisa de sus fronteras ideológicas, culturales y prácticas.  

Este “racismo de clase” se define como la ideología y praxis que identifica el estatus y la posición social a partir de la racialización de la identidad individual y colectiva, de modo que la pertenencia a una clase social está preconcebida y configurada desde los rasgos étnico-raciales de la persona. El culto a la blanquitud, su comportamiento, gusto, preferencias, lenguaje, vestimenta, códigos simbólicos, ademanes, dieta, etcétera, parece ser la norma social bajo la cual se define la pertenencia a una clase, la pertenencia al privilegio del elitismo blanco. 

 Para el racismo de clase no basta con poseer capital económico para acceder a un estatus social, pues, aunque la piel sea morena hay que blanquearla simbólicamente. Hay que ejercer un trabajo político sobre el cuerpo, teñir el pelo, ruborizar las mejillas y vestir como la gente blanca viste. Sólo así, y de cierta manera, se podrá salir de la estigmatización racial y clasista de estar condenado socialmente a la desigualdad, la exclusión y la pobreza por el color de la raza. 

Consideraciones finales

El racismo como fenómeno histórico y social ha operado desde su surgimiento como una ideología y praxis política del Estado; es un mecanismo homologador y normalizador de las sociedades occidentales modernas. Siempre sujeto a las condiciones materiales, ideológicas y dominantes de la época, el racismo se manifiesta como la expresión de una cosmovisión de lo humano y lo social, bajo la proyección de una imagen de hombre y mundo que busca imponerse, ya sea por la dominación, el sometimiento, la explotación o la aniquilación. Por ello, el racismo es un principio articulador de lo social que opera desde distintos estratos de poder y se diluye en las prácticas sociales de la vida cotidiana, determinando, modelando y orientando nuestras representaciones socioculturales, bajo las cuales ordenamos, clasificamos, percibimos, valoramos y actuamos en torno a lo social. 

En las líneas anteriores vimos la manera en que el racismo se expresa desde su lógica institucionalizada en la cultura moderna y civilizatoria. Asimismo, reflexionamos sobre el fenómeno del racismo en México como un problema que se expresa en múltiples dimensiones de la vida social y cultural de nuestro país, desde la propia construcción nacional mestiza de un país “sin razas” hasta su mutación como un problema que integra la desigualdad social y de clase como principio explicativo, y en el peor de los casos justificativo, de la racialización de la pobreza y la desigualdad. Si bien el racismo en México ha existido desde la instauración de la Colonia, con su respectivo sistema de castas, no es sino hasta hace algunos años cuando diversas voces de académicos, especialistas y, sobre todo, de la ciudadanía y sociedad civil, se han hecho escuchar para manifestar que el problema del racismo en nuestro país existe y es más grave y profundo de lo que podríamos imaginar. 

Como cualquier fenómeno histórico y social, el racismo no es estático ni inmutable, no es sustancial ni inherente a la biología humana; el racismo es un ejercicio del poder despótico y arbitrario, de toda una estructura de relaciones sociales, institucionales y sistémicas, producto de la acción humana a través del tiempo y la cultura. Combatir el racismo, sus prácticas, discursos e ideologías, desde las prácticas cotidianas, es un ejercicio de conciencia crítica, social e histórica, que implica asumir nuestro compromiso moral con el valor y la dignidad de la vida humana en su universalidad. Hoy nuestro compromiso es con la libertad, la igualdad y la dignidad de todas las personas, de todas las nacionalidades, de todas las culturas y de todas las condiciones. Nuestro compromiso moral no es con esta o aquella “raza”, es con la humanidad en general.  

Bibliografía y referencias

Echeverría, B. (2010). Modernidad y blanquitud. México: Ediciones Era.

Foucault, M. (2007). Genealogía del racismo. La Plata: Altamira. 

Foucault, M. (2000). Defender la sociedad. Buenos Aires: FCE. 

Geulen. C. (2007). Breve historia del racismo. Madrid: Alianza Editorial. 

Iturriaga, E. (2016). Las élites de la Ciudad Blanca. Discursos racistas sobre la Otredad. México: UNAM.

Krozer, A. (2019, marzo 7). “Élites y racismo. El privilegio de ser blanco (en México), o cómo un rico reconoce a otro rico”. Nexos. Economía y sociedad. https://economia.nexos.com.mx/?p=2153

Solis, P., Güemez, B., y Lorenzo, V. (2019). Por mi raza hablará la desigualdad. Efectos de las características étnico raciales en la desigualdad de oportunidades en México. México: OXFAM.          https://www.oxfammexico.org/sites/default/files/Por%20mi%20raza%20hablara%20la%20desigualdad_0.pdf

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