La condena de la filosofía

La condena de la filosofía

La Edad Media fue una época de condenas. El poder de la Iglesia estaba por encima de cualquier otro poder, institución o forma de gobierno, y tenía la capacidad de condenar a todo aquel que fuera en su contra, incluso de manera muy sutil.

En el año de 1277 salieron a la luz una serie de artículos que el Obispo Esteban Tempier de París acusó de pensamientos heréticos. Pese a que no se sabe a ciencia cierta a quién pertenecen (se tienen datos que indican que algunas de estas tesis pertenecieron a Siger de Brabante y a Boecio de Dacia), sí se sabe que los textos de 1277 aludían a teorías que para la época eran sumamente condenables, tales como la negación de la providencia, la eternidad del mundo, la suspensión de la libertad moral, la unidad de la inteligencia en la especie humana y la tesis de la doble verdad. Las bases de todos estos pensamientos de carácter herético parten del aristotelismo radical, que dieron como consecuencia el averroísmo latino. Sin embargo, es un hecho que en la época de las condenas comenzaba un conflicto entre las facultades de teología y artes, siendo los maestros en artes los más perjudicados.

Se tienen vestigios de que la primera censura en la Edad Media ocurrió en 1210, condena en la que Roberto de Coribeil prohibió la lectura, tanto pública como privada, de las obras naturales de Aristóteles y algunos de sus comentadores. Pocos años adelante, el mismo personaje prohíbe la enseñanza de la Metafísica. Después, en el año 1228, el Papa Gregorio IX envía una carta a la Facultad de Teología de París en la que reafirma la censura, advirtiendo que la filosofía debía seguir permaneciendo bajo el mandato de la teología.

Ya para 1240 las condenas tenían resonancia, por lo que la lectura de Aristóteles estaba limitada a los textos de la Física y la Ética a Nicómaco. No obstante, se tienen indicios de lecturas de la Metafísica realizadas por Roger Bacon en el año 1245. En el año 1257, por otro lado, el franciscano Buenaventura denuncia la tesis de la eternidad del mundo, ya que ésta niega la creación y la encarnación del Hijo, así como la unidad del intelecto, ya que niega la salvación de las almas.

En 1270 se registra una enorme actividad condenatoria. Tomás de Aquino escribe un texto en el que condena tanto a Averroes como a Siger de Brabante, así como a Gil de Roma, lo que ocasiona un primer listado de condenas del obispo Esteban Tempier. Pero es en el año 1277 en que se realiza el mayor número de condenas. El 18 de enero de 1277 el Papa Pedro de España (ex profesor de la Facultad de Artes) envía una carta al obispo Esteban de París en donde le pide un informe de las doctrinas heréticas que habían estado causando tanto estruendo, así como de las personas que las defendían, lo que ocasiona que el 7 de marzo de 1277 se proclame la condena de 219 proposiciones heréticas, además del libro De Amore de Andrés el Capellan y algunos otros libros de contenido mágico y esotérico. Esta condena estaba principalmente dirigida a los maestros en artes, no obstante, algunos maestros de teología también resultaron afectados; tal es el caso de Tomás de Aquino.

Pero el desacuerdo no se hizo esperar. Al poco tiempo se inicio una resistencia comandada por algunos teólogos como Godofredo de Fontaines, Gil de Roma y Enrique de Gante, los cuales argumentaban que se debía reconsiderar la condena de maestros que no iban en contra de la fe, además de argumentar que tales condenas afectaban la enseñanza de la teología, pues se prestaban a escandalizar a los estudiantes, lo que impedía su progreso. Sin embargo, esta condena perduró por muchos años. Aún en el proceso de condena de Pico della Mirandola se hace mención del texto de Tempier, y no es sino hasta el año 1567, año en el que el Papa Pio V proclamó como Santo a Tomás de Aquino, en el que se pueden considerar extinguidos los efectos de las condenas de 1277.

Las tesis condenadas en el texto son variadas, pero el mayor peso de la acusación recae en el averroísmo latino. Una de las tesis más condenadas del averroísmo latino es sin lugar a dudas la de la doble verdad proclamada por Averroes, en la cual se sostenía que mientras algo podía ser falso para la fe católica, podía ser verdadero para la filosofía, o viceversa. En este sentido, Boecio sostenía que las dos verdades están en una relación distinta, pues mientras que el filósofo habla de verdades relativas limitadas a principios limitados, el cristiano habla de verdades infinitas e ilimitadas, ya que sus principios están basados en lo sobrenatural.

Otra de las tesis condenadas fue la del monopiquismo, el cual afirma la unidad del intelecto para toda la humanidad, lo que implicaría que todos los seres espirituales, incluyendo el alma, pueden considerarse como núcleos de energía material autoactiva. El monopsiquismo niega la individualidad del alma, lo que implica negar su inmortalidad, que es principio básico de la doctrina cristiana.

Además de estas tesis, es acusada la del cuestionamiento del poder de Dios. Pese a que no hay registro de que se haya negado el poder de Dios, sí se tiene registro de cuestionar sus alcances en el ámbito de lo humano, tal como en la moralidad, lo que ocasionó la condena rotunda de la tesis. 

Es bien sabido (o al menos eso nos dicen los estudiosos del tema) que los maestros en artes mantuvieron una resistencia ante la imposición dogmática de los teólogos debido a que, en los primeros, comenzaba de nueva cuenta a dar frutos la semilla de la filosofía. Y es que el maestro en artes se dio a la tarea de “emancipar” el intelecto humano del conocimiento divino, lo que no fue muy grato para la Facultad de Teología. El maestro por excelencia fue Aristóteles, que les permitió, partiendo de su pensamiento filosófico, elaborar una ciencia moral de carácter racional, lo que ocasionó que la esfera racional se separara cada vez mas de la esfera religiosa, dando lugar a un nuevo personaje: el intelectual, que a su vez que dio paso a la concepción del filosofo como el hombre que se dedica al estudio de la verdad.

Pero esta nueva figura se vio sometida también al yugo de la Iglesia. Comenzó la censura universitaria, un intento de aniquilación de estas nuevas formas de pensamiento; lo curioso es que, mientras más se trataban de bloquear estos “ataques” a la Iglesia, más se propagaba el movimiento. En tanto que los inicios de este conflicto se sitúan en París, se propagaron rápidamente por Italia y Alemania, lo que resultó sumamente problemático para el clero.

Ahora bien, hay que tomar en cuenta que si el filosofo comenzaba a abrirse camino en al ámbito intelectual, no estaba separado de la teología. Pese a que filosofía y teología comenzaban a separarse, el filósofo aún no era un personaje autónomo, cuestión que eventualmente cambiaría. Es evidente que tanto condenadores como condenados formaban parte del mismo bando, y es curiosa la manera en que un grupo excluía al otro dentro de su propia disciplina. Al principio, los teólogos excluían a los filósofos de la reflexión teológica, pero tiempo después se invirtieron los papeles y eran los filósofos los que excluían a los teólogos del quehacer filosófico. ¿Irónico, no?

Bianchi cree que los filósofos nunca pretendieron sobrepasar los límites de la teología, sino que era una estrategia para salvaguardar la autonomía del pensamiento filosófico. Hoy día, pese a que existe un dialogo menos violento y en cierta medida más tolerante entre ambas disciplinas, bien podemos decir que la situación no ha cambiado mucho. En 1277 el filósofo era excomulgado, privado de su posibilidad de enseñar y en el peor de los casos llevado a la hoguera. Hoy, en el alba del siglo XXI, ya no se quema al libre pensador, al individuo crítico y reflexivo; tampoco se priva al filósofo de enseñar. Pero cabria preguntarnos en un mundo entregado a los brazos del capitalismo, a la regulación social, cultural y filosófica, ¿acaso ya no se nos condena?

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