El discurso y lo ridículo

El discurso y lo rídiculo

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La comedia y lo ridículo

La comedia, como lo menciona Aristóteles, tiene de propio, a diferencia de cualquier otro género poético, el ridiculizar; es decir, provocar una pasión alegre que genere la risa en el auditorio:

La comedia […] es imitación de hombres peores, si bien no en la relación a todo tipo de maldad, sino en la medida en que lo ridículo es parte de lo vergonzoso.[1]

La comedia, continúa explicando Aristóteles, es la imitación de actos vergonzosos que, por lo general, son exageraciones de los actos reales. Lo ridículo es una pasión que nada tiene que ver con el dolor o con las pasiones propias de la tragedia; pues, por ejemplo, así  sucede “con la máscara de la comedia, que es fea y distorsionada, pero no expresa el dolor.”[2]

Las acciones cómicas son hipérboles encaminadas a la diversión y provocación de placer. No se pueden negar, al igual que en la tragedia, los probables usos sociales de ella, como la moralización; sin embargo, pareciera más evidente que lo principal es provocar un placer en el auditorio. Sin embargo, la comedia está determinada por su situación histórica, política y social, de la misma forma que dice Werner Jaeger:

La comedia, más que otro arte alguno, se dirige a las realidades de su tiempo.[3]

De esta forma, no se pueden dejar de lado los ámbitos políticos y sociales que están intrínsecos en la comedia debido a su gran determinación cultural; no obstante, lo más importante por comprender en una comedia es la alegría vital del hombre o, como lo menciona Aristóteles, lo ridículo.

Es preciso considerarla [la comedia] más bien en sus orígenes religiosos, como la primera manifestación de la alegría vital contenida en el entusiasmo dionisiaco.[4]

No es sólo aislar la comedia de su contexto histórico, pues eso resultaría imposible; se trata de entender lo propio de ella, lo ridículo o esa alegría vital característica de la naturaleza humana.

[…] algunos filósofos consideraron al hombre el único animal capaz de reír –aunque la mayoría de las veces se le define como el animal que habla y piensa–; con lo cual colocan a la risa en el mismo plano que el lenguaje y el pensamiento, como expresión de la libertad espiritual.[5]

La importancia de la risa es equiparada con el pensamiento o el lenguaje, al ser propios del hombre. Para comprender y tener la sensación de lo ridículo de una comedia, es necesario entender los aspectos sociales que la determinan. De lo contrario, nos resultaría imposible reír al leer una comedia de Aristófanes o al ver una caricatura política.

Una forma de tener cierta noción acerca de lo ridículo es el conocer su genealogía; cómo surgió y de qué elementos proviene. El problema es que no se tienen datos precisos de cómo se originó la práctica de la comedia; los pocos existentes son muy obscuros, “porque originariamente no fue tomada en cuenta.[6]

Lo que se sabe acerca del inicio de la comedia es que se originó en los cantos fálicos y las borracheras rurales, en festejos populares donde se celebraba la alegría vital. En este tipo de festividades no se mostraba la creación poética de la comedia, pero sí se mostraba la alegría vital, que junto con el pensamiento y el lenguaje, como ya se dijo, son propios del hombre.

En estas festividades y borracheras llamadas komos, que es de donde la comedia toma el nombre, se usaban algunos disfraces con mascaras y también se hacían burlas a los espectadores para provocar la risa en los presentes.

[…] se halla la parabais, la procesión del coro que ante el público que originariamente lo rodeaba, da libre curso a las mofas mordaces y personales y aun, en su forma más antigua, señala con su dedo a uno de los espectadores.[7]

Y precisamente son los aspectos circunstanciales de la comedia (la política y la moral), por los que fue tomada en cuenta en la Grecia antigua. Antes, cuando la comedia no trataba asuntos políticos, no se le consideraba importante.

[…] no adquirió verdadera importancia hasta el momento en que la comedia hizo carrera política y el Estado consideró como un deber de honor de los ciudadanos ricos el sostenimiento de sus representantes corales.[8]

La relevancia de la comedia, al menos en este texto, no consiste en su determinación social sino en la pasión que provoca, y esa pasión es lo que genera la risa o lo ridículo.

La risa y lo ridículo

Ya en la retórica, lo ridículo será como cualquier otra pasión de la psicología, tomando en cuenta que la retórica considera como aspecto fundamental la persuasión por medio de las pasiones. Este método no será bien visto por la filosofía, ya que obtiene sus objetivos al mover las pasiones de los hombres y no al demostrar la verdad.

Pese a que la risa es una pasión como cualquier otra, para la retórica ésta tendrá una característica peculiar, la cual consiste en que no hay un método o un reglamento a seguir para provocar la risa, a diferencia de todas las demás pasiones que sí lo tienen.

[…] la broma y los chistes; los cuales, aun si todas las otras cosas pueden ser impartidas por un arte, son ciertamente propios de la naturaleza.[9]

Provocar la risa es una disposición natural, una disposición que no puede ser enseñada y de la cual no existen ni “ejercicios ni maestros.”[10] Aunque Quintiliano expresa ciertas estrategias para generar la risa, termina reconociendo que es más propia de la naturaleza humana que de un arte.

[…] su uso es muy simple, si de los defectos ajenos, o los reprendemos, o los refutamos, o los encarecemos, o los echamos en cara, o nos burlamos de ellos.[11]

Los usos de lo ridículo de Quintiliano son muy parecidos a las propuestas de Aristóteles: el ridiculizar lo vergonzoso, el exagerar los defectos.

Cicerón hace mención de algunos griegos que quisieron reglamentar lo ridículo y exponer un cierto método de cómo realizarlo; sin embargo, de ellos opina lo siguiente:

[…] pero los que han intentado impartir algún método y arte de esa cosa [lo ridículo], a tal punto han resultado insulsos, que ninguna otra cosa suya, a excepción de la insulsez, hace reír.[12]

Aquella alegría vital pareciera que también es el origen de lo ridículo en la retórica, por la que unos cuantos son capaces de mover hacia la risa a los demás.

Pienso yo, en verdad, que un hombre no inurbado puede acerca de toda cosa discutir más chistosamente que los chistes mismos.[13]

Lo ridículo parece no poder ser expuesto o metodizado, muy probablemente debido a que no se puede teorizar o a que es demasiado contextual y determinado por el ámbito cultural, mientras que también representa una cualidad propia y muy compleja del hombre, junto con el pensamiento y el lenguaje.

Es muy probable también que esa falta de reglamentación de lo ridículo haya provocado pensamientos peyorativos contra la risa, pues la comedia misma no fue considerada importante sino hasta que surgió la comedia política, con ciertos reglamentos desconocidos.

Al igual que la retórica, lo mismo que la comedia, antiguamente se consideró a lo ridículo como algo vulgar:

Aunque el hacer reír parezca cosa tan liviana como que es propio de chocarreros, graciosos y gente de poco seso con todo no sabré decir si es la cosa que más influye en los afectos y en lo que menos podemos irnos de la mano.[14]

Sin embargo, Quintiliano reconoce la gran utilidad que puede tener la risa, incluso como uno de los afectos que más determinan.

La utilidad de lo ridículo en la retórica tiene por objeto (dejando de lado el persuadir, pues eso es propio de todas las pasiones de la psicología retórica): el amenizar la plática y desaparecer el aburrimiento, “como la sal que condimenta la comida y resulta agradable para el paladar.[15]

Lo ridículo aparece como un simple juego para amenizar las pláticas y hacerlas placenteras.

El discurso y lo ridículo

La risa que buscan tanto Cicerón como Quintiliano no es, en sentido estricto, la risa que pretendo usar en el texto, pues los oradores romanos consideran lo ridículo como una pasión que se puede provocar intencionalmente, que si bien es una disposición natural y por ende no se puede aprender, en sus tratados lo ridículo depende del sujeto que pronuncia el discurso.

El Discurso es indeterminado; es decir, no importa quién sea el vocero del mismo, no podrá controlar ni manipular su sentido; incluso, al contrario, será el Discurso el que determine al sujeto y a todos los pertenecientes a él.

Otro aspecto es diferenciar entre la retórica y la retoricidad; la primera es el arte que pretendía la persuasión por medio de figuras; la segunda son los elementos figurativos o persuasivos del Discurso.

En pocas palabras, en la retórica clásica puede haber un control del sentido del discurso; en la retoricidad, el Discurso se da a sí mismo su sentido y determina el sentido de los demás, determinando incluso el pensamiento.

Es en esta forma de consideración del Discurso, que pretendo mencionar cómo se manifiesta lo ridículo desde el Discurso mismo. Un ridículo no intencionado, como el que menciona Cicerón acerca de los que quieren reglamentar lo ridículo:

[…] pero los que han intentado impartir algún método y arte de esa cosa, a tal punto han resultado insulsos, que ninguna otra cosa suya, a excepción de la insulsez, hace reír.[16]

Lo ridículo se manifiesta cuando unos oradores pretenden enseñar cómo controlar lo ridículo. La producción de la risa no es voluntaria por los oradores, sino que es manifestada por su evidente fracaso, por no mostrar su propósito, o por mostrar un objetivo diferente, por no decir contrario del propuesto. Esa figura de la retoricidad es llamada ‘ironía’.

La ironía produce jocosidad al manifestar el intento fallido de dar sentido a un discurso. ¿Quién no ha reído con los Diálogos de Platón en los que se muestran las ironías del lenguaje?, o ¿quién no se ríe de la caricatura política que expresa las ironías en el discurso de los políticos?

Un aspecto que no se tiene que derivar del surgimiento de lo ridículo por la ironía, es que ésta se puede controlar y de ahí querer manifestar lo ridículo por iniciativa propia. Que si bien, se reconoce que Sócrates manifestaba las ironías de sus adversarios, hacía justamente eso, manifestarlas, mas no producirlas. Las ironías se encontraban en el discurso y Sócrates sólo las manifestaba.

Lo ridículo sería pues, o una determinación de la naturaleza humana, o bien, una pasión del Discurso. Tanto una como otra son posturas muy convincentes. Lo ridículo como natural e intrínseco en el hombre muestra que no está en el discurso, sino que ciertos discursos lo provocan en el hombre.

Un argumento que defiende la otra postura es que lo ridículo está en el Discurso por sus determinaciones sociales. ¿Quién se puede reír de una comedia de la que no entiende su contexto social e histórico? Por ejemplo, observando la actitud acética exagerada por parte de Sócrates en Las nubes, es obvio que alguien que conozca la vida de aquél se reirá de tal representación escénica, y quien le desconozca podrá parecer indiferente; ¿quién puede reírse de un discurso jocoso de Cicerón si tampoco conoce sus determinaciones?, como el discurso En defensa de Celio, en el cual el defendido Celio es acusado de múltiples crímenes que no cometió, siendo la causa de la acusación el despecho de una mujer. El discurso rara vez hace alusión a las acusaciones, y todo el tiempo hace referencia al despecho de Clodia. Desconocer la relación entre Celio y Clodia haría difícil la interpretación del discurso y, por ende, el poder reír. En ejemplos más claros, ¿quién puede reír por un albur, típico en la cultura mexicana, y no entenderlo?; por lo cual es evidente que la determinación social también influye en lo ridículo.

A mi entender, ambas se complementan, para lo ridículo es necesario tanto la alegría vital intrínseca en el hombre como las determinaciones discursivas.

Notas


[1] Poética. 5, 1449a

[2] Ibidem

[3] Jager. 325

[4] Ibid. 327

[5] ibid. 326

[6] Poética. 5, 1449a

[7] Jaeger. 327

[8] ibid. 328

[9] Cicerón. Acerca del orador. II, LIV, 216

[10] Marco Fabio Quintiliano. Institución Oratoria., VI, III, 2

[11] Ibid., VI, III, V

[12] Cicerón. Op. Cit. II, LIV, 218

[13] Ibid. II, LIV, 217

[14] Marco Fabio Quintiliano. Institución Oratoria., VI, III, 2

[15] Ibid. VI, III, 4

[16] Cicerón. Op. Cit. II, LIV, 218

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