En el fondo, todos somos aristotélicos

aristotelismo

En 2016 se celebraron 2400 años del nacimiento de Aristóteles. El dato fue motivo de festejo para los filósofos, quienes reconocen en el pensador estagirita una suerte de patriarca; un pilar fundamental del oficio del pensar. Pero, por supuesto, la rememoración de Aristóteles no es algo que se agote en las diversas academias filosóficas del mundo contemporáneo, sino que se trata de algo digno de conmemorar por todos los hombres. Aristóteles es un pensador universal, lo cual quiere decir, no solo que es un filósofo que pensó en amplitud y profundidad sobre los temas universales (por ejemplo, tópicos como la felicidad, el sentido de la existencia en general, la razón de las cosas, el sentido de las obras artísticas, el funcionamiento de la razón, entre otros), sino que su influjo ha permeado a prácticamente todos los puntos del globo y casi todos los ámbitos del desarrollo de la cultura humana. La del estagirita, en este sentido, es una filosofía que le habla a todos, sin importar la latitud de la que procedan ni el sitio en el que habiten o el tiempo en el que se encuentren. Y en esta pervivencia del diálogo fecundo, Aristóteles se revela, a pesar de sus 2400 años, como un pensador vivo e, incluso, joven, que sigue dándole al hombre contemporáneo qué pensar.

Pocas veces en la historia (quizá solo en el caso de los griegos, de hecho) se aprecia el advenimiento de grandes pensadores que se suceden uno al otro por medio de la relación maestro-discípulo. Por ello, la grandeza de Aristóteles, por sí misma encomiable, sin embargo no puede quedar separada del hecho de haber sido formada por Platón, así como tampoco la magnificencia de éste puede pensarse sin la fuerte y decisiva influencia que tuvo de su amado Sócrates. El filósofo de Estagira, entonces, es una suerte de heredero que asume lo que su maestro ha aprendido de Sócrates y, además, lo que una tradición ya larga dentro de la propia Hélade ha cultivado por medio de sus filósofos. Sin duda, Aristóteles fue una de las culminaciones más acabadas del genio griego, lo cual le permitió comentar a una gran variedad de autores que le antecedieron y, con ello, legar a la posteridad una gama amplia de temáticas y problemáticas que todavía hoy siguen siendo objeto de discusión.

Prácticamente desde la muerte de Aristóteles, hacia el 322 a.C., su pensamiento ha sido objeto de análisis y controversia. Océanos de tinta se han derramado por el anhelo de comprender, de comentar o de refutar los planteamientos del discípulo de Platón. Es por ello que decir algo completamente novedoso sobre el estagirita ya no resulta factible. A pesar de esto, volver sobre los pasos del gigante de Estagira no es baladí; sin importar las miles de veces que han sido transitados, siempre resulta fecundo.

Sabido es que Aristóteles nació en Macedonia, reino fundado por los primeros jonios, hacia el año 384 a.C. El filósofo perteneció a una familia aristócrata, pues su padre, Nicómaco, fungía como el médico de la corte del rey macedonio Amintas III, padre de Filipo II y abuelo de Alejandro Magno.

Los padres de Aristóteles murieron siendo éste muy joven y su cuidado quedó en manos de un tutor llamado Próxeno de Atarneo. Fue gracias a este último que Aristóteles viajó a Atenas a la edad de 17 años y se incorporó a la Academia de Platón, de la cual fue miembro por veinte años. A su salida de la Academia, Aristóteles comenzó su propio camino por el amplio campo del pensar, consolidándose así como el gran filósofo que es. Como también se sabe, entre las actividades de su vida madura estuvo la de ser mentor de Alejandro de Macedonia y la de haber fundado, como su maestro Arístocles[1], una escuela filosófica: el Liceo, por donde él y sus discípulos andaban caminando y dialogando, motivo por el cual les dieron el sobrenombre de peripatéticos. Aristóteles, como se ve, fue un pensador de gran influjo, ya incluso en su propia vida. Pero, sin duda, la deuda mayor se la debe a la enorme filosofía platónica de la cual, desde el punto de vista de quien esto escribe, en realidad no se separó nunca, radicalmente.

Es por muchos conocido que a Aristóteles se le suele señalar como el discípulo que se opuso teóricamente a Platón. Incluso, se dice que la filosofía platónica, fundada en las Ideas y, por lo mismo, alejada del mundo concreto, es puesta en cuestión por el estagirita, a quien se le atribuye el hecho de plantear una filosofía empírica, esto es, atendiendo a lo dado en la experiencia y explicando el sentido de las cosas, a partir de estas mismas. Se cree, en suma, que Platón tiene la mirada puesta siempre en algo etéreo, mientras que Aristóteles la tiene colocada en lo concreto, lo material, el mundo fáctico y cotidiano.[2]

Pero acaso esto solo haya sido un modo en el cual se interpretó el pensamiento platónico y el aristotélico, pues en el estudio minucioso de los Diálogos se puede apreciar que Platón no era, como se le suele llamar, un idealista, en el sentido de que perdiera de vista el efectivo modo de acontecer del mundo que nos rodea. No, Platón no concibió un orden deseable allende los sentidos, sino que reconoció que el modo adecuado de ser de las cosas y del hombre mismo, radicaba en algo que rebasa a la mera materialidad y, por lo tanto, que no se puede captar únicamente por los sentidos. Lo real (la Physis, según llamaban los antiguos a la totalidad), es aquello que posee su propio sentido y sus propias normas. Lo real, en suma, tiene formas que le dan sentido a lo que la experiencia alcanza a aprehender. Y dichas formas (el término griego para referirse a ellas es eidénai) son ellas mismas el modo propio de ser de lo real, por lo tanto, se trata de lo mejor que hay y, consiguientemente, de lo más bello y, desde luego, de lo más verdadero. Pero en Platón, la cuestión nunca es la de perderse en la delectación contemplativa de aquellas formas y olvidar por completo este mundo sensible en el cual se habita. Justo por ello, la obsesión platónica por pensar lo político radica en que es preferible hacer de lo sensible algo semejante a lo perfecto para vivir una vida buena, y esto solo será posible si se logra infundar el Bien (la forma suprema, según Platón) en la Polis o Estado y, antes de ello, en el interior de cada humano, es decir, en el alma.

Resulta que, entonces, tanto Platón como Aristóteles articulan su pensamiento sobre la urgencia de alcanzar el mejor modo de vida posible. Y aunque ciertamente Aristóteles enfatiza que discrepa de su maestro, en el fondo, la intención y el sentido de su filosofar son los mismos. Convendría ver, pues, en qué sentido puede apreciarse la cercanía entre los dos filósofos, más que sus diferencias.

La obra de Aristóteles difiere de la platónica, entre otras muchas cuestiones, por el estilo en que fue elaborada. Como se puede constatar, las obras aristotélicas fueron escritas de una manera más sistemática, ponderando un proceder analítico con el cual, los conceptos diversos se descomponen en sus elementos esenciales para poder comprenderlos con amplitud y claridad. Así, la obra escrita del estagirita es un summum de tratados, más que un ejercicio dialógico. Por otra parte, también es sabido que los títulos de las obras y, en general, la clasificación de las mismas no fue algo realizado por el pensador mismo, sino que esta tarea se le suele reconocer a Andrónico de Rodas, filósofo peripatético del siglo I d.C. que organizó la obra aristotélica en virtud de las diversas temáticas que se abordaban en ella. Pese a las problemáticas que ha supuesto la transmisión de la obra aristotélica, es cierto que gracias a ésta se puede tener claridad sobre los conceptos centrales del pensamiento del estagirita y, por lo mismo, mirar con relativa nitidez las nociones afines al pensamiento platónico. Los diversos tratados aristotélicos han sido clasificados de forma tal, que son ciertamente reconocibles los tópicos que trató Aristóteles. El filósofo versó sobre biología, astronomía, zoología, botánica, óptica, física, lógica, retórica, poética, política y ética. Y en todos y cada uno de los análisis se pueden apreciar los trazos generales y fundamentales de su pensamiento más hondo, a saber, el que concierne a la llamada prote episteme o ciencia primera; aquello a lo que Andrónico de Rodas bautizó como Metafísica. Esta ciencia es la más fundamental de todas porque se refiere a aquello que en última instancia sustenta la realidad toda. A las explicaciones últimas que dan razón de todo lo que hay. Aristóteles admite que la ciencia o episteme puede entenderse en dos sentidos: como ciencia segunda y ciencia primera. La deutérou episteme (ciencia segunda) es la que se refiere a ámbitos específicos de la realidad, por ejemplo, la física – que se refiere al movimiento de los cuerpos–, la química – que aborda lo concerniente a la materia– o la biología –la cual versa sobre los componentes de la vida orgánica–. Las ciencias segundas son todas aquellas que cuentan con objetos definidos y cuyos métodos se adecuan a los mismos. En cambio, la prote episteme (ciencia primera) busca las razones que, en última instancia, explican el sentido de todo cuanto es y se da como realidad.

Para Aristóteles, aquello que nunca cambia y que siempre permanece siendo lo que es, es la sustancia (ousía, en griego). Se trata de lo invariable y autosustentable por antonomasia. Es, por lo tanto, absoluta y necesaria. En contraposición, cuanto pueda decirse sobre la sustancia, es siempre algo añadido o accidental (en griego, symbebékos). Por ejemplo, lo sustancial de una planta no radica en su color, en su figura, en su aroma ni en su situación geográfica. Aquello que hace de la planta una planta, incluso escapa a un término específico. Pero –jugando un poco con los términos– su planteidad es lo que sustenta a la planta concreta y todos los atributos que se pueden percibir de ella (v.gr. color, olor, textura, posición, etcétera) corresponden a accidentes de la planteidad, es decir, a cuestiones innecesarias que solo le dan apariencia a una planta concreta, pero que no determinan el ser-planta de todas las plantas existentes (pues, en efecto, no todas las plantas tienen el mismo color, olor, textura o posición). De suerte que Aristóteles es el filósofo que declara que lo sustancial de las cosas se halla en las cosas mismas. Y, ciertamente, cuestiona a Platón por haber indicado que lo esencial de las diversas entidades que pueblan el mundo radica en algo más allá de las entidades mismas, dando la impresión de que se encuentran en otro sitio, en un lugar celeste al que solo la razón (lógos) puede acceder.

Aristóteles informa, entonces, que las cosas del mundo sensible son un compuesto, cuyos elementos operan invariablemente en todas y cada una de las cosas del mundo. Dichos elementos son, para el de Estagira, principios del cambio, y son los siguientes: la materia, la forma y la privación. Materia es aquello que subyace a las diversas formas de las cosas. Es aquello dúctil, pasivo y carente de razón, sin lo cual no sería posible realizar las formas. Estas últimas, por su parte, son abstractas, estructurales y ordenadoras de la materia. Persisten siempre idénticas a sí mismas y no pueden desaparecer. La privación, por su parte, no es propiamente un algo, se trata del desplazamiento que ejerce la materia cada que transita de una forma a otra. Por ejemplo, cuando la semilla germina y comienza a echar raíces, la entidad ya no es, propiamente, una semilla. Es decir, la materia de la cual está constituida la semilla ha comenzado a abandonar la forma “ser- semilla” o su semilleidad. Este proceso hace que, literal- mente, la materia se prive de cierta forma y, consecuentemente, adquiera otra. Por ello, la materia se conserva siempre transitando de forma en forma, hasta alcanzar la forma última que la sustancia está destinada a obtener.

De los tres principios mencionados –materia, forma y privación–, se reconocen dos modos en los cuales una determinada sustancia puede encontrarse: o bien en acto o bien en potencia. Que algo esté en acto significa que la materia se encuentra realizando una determinada forma y, por ello, se dice que determinada entidad es, actualmente, dicha entidad. Que algo esté en potencia implica que la entidad, aunque posea determinada forma, aún no logra alcanzar otra subsecuente ni tampoco su forma última. La potencia es, por tanto, el aún-no-ser lo que se está destinado a ser, mientras que el acto es haber logrado ser lo que se es.

El hecho de que haya tres principios y dos modos de hallarse la entidad (acto y potencia), permite reconocer también la presencia de cuatro causas que explican el proceso dinámico de todo lo que hay. Estas causas son las siguientes: causa material, causa formal, causa eficiente y causa final. La causa material y formal tiene que ver con el hecho de que la materia es lo que propicia que una entidad se realice en conjunción con una determinada forma (de aquí que la forma sea, a su vez, otra causa). La causa final se refiere a la forma última que una entidad debe alcanzar para realizarse plenamente. Por su parte, la causa eficiente tiene que ver con una cierta energía que echa a andar el movimiento de la materia en pos de una de- terminada forma, hasta llegar a la forma final. La causa eficiente, entonces, es la máxima responsable del movimiento.

Pero, si bien Aristóteles explica todo lo anterior atendiendo estrictamente a las cosas, cuando plantea el origen mismo del movimiento, es decir, algo así como la causa por la cual hay causas, señala que lo último más fundamental de toda la Physis es una entidad que prescinde por completo de materia, pues es acto puro, por consiguiente, pura forma. Siendo acto puro, esta entidad es sustancia en grado sumo, pues es radicalmente absoluta: su sostén es ella misma, en tanto realidad suprema de ser. Esta entidad, a la que Aristóteles llama “Primer Motor Inmóvil” e, incluso, “Dios” (To Theon), es aquella responsable del movimiento de las cosas y, por lo mismo, de la dinámica vital y perenne del universo entero.

Lograr la comprensión del “Primer Motor Inmóvil” sería la culminación del ejercicio teorético de la razón. Sería, para el filósofo estagirita, haber alcanzado la sabiduría. Pero al hacer esto, el hombre comprende varias cosas, entre ellas, su situación en el orden de lo real y, por lo mismo, el sentido mismo de su existencia. De este modo, el que logra comprender el sentido último de todo, por consiguiente, quien entiende la forma de ser de todo lo que es, entiende también el modo propio de su ser. Y habiendo contemplado lo más bello, bueno y verdadero, no podrá sino reconocer que tratar de ser lo más parecido a ello es lo más cercano a la felicidad. Así, la contemplación teorética tiene una consecuencia ética: tras entender lo fundamental del ser, el individuo ya no puede sino intentar ser como lo más digno de ser. Por ello, el hombre sabio lo es en doble sentido: teóricamente y prácticamente.

Sin lugar a dudas, la filosofía de Aristóteles es una de las más ricas por la cantidad de ideas que de ella han resultado. Pero no solo eso. Cabe afirmar que prácticamente todos los hombres, sin importar el rincón del mundo al que pertenezcan, continúan siendo aristotélicos.

Desde que el filósofo de Estagira comenzó a emplear los términos que, al cabo de los siglos, devinieron en palabras como sustancia, accidente, potencial o potencia, se fraguó, no solo una serie de nociones que hoy por hoy resultan habituales, sino una manera de entender el entorno y al propio ser. Así, Aristóteles es más que el nombre de un pensador famoso; su importancia va más allá de ser una pieza de museo en la sala de exposición de los filósofos desaparecidos hace miles de años. No. Aristóteles ha brindado, por decirlo metafóricamente, la vista al entendimiento, dotando con ello al hombre de una manera de ver y de apropiarse de todo cuanto lo rodea y atraviesa. Por Aristóteles, pues, hay un horizonte desde el cual hacer frente al entorno que siempre interpela; hay asideros conceptuales para caminar con pasos seguros por el sendero de la existencia. Por eso, los que están naturalmente impulsados al saber, ahora cuentan con herramientas que les facilitan navegar en el inmenso mar de opiniones en pos de aquello que es verdadero y, por lo mismo, bello y bueno.

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Notas

[1] Recuérdese que el verdadero nombre de Platón fue Arístocles y que Platón era solo un apodo con el cual todo mundo conoció al filósofo atenienese. El apodo, traducido al castellano, significaría algo así como espaldón, aludiendo a la corpulencia del autor de los Diálogos, la cual fue presumiblemente grande. Platón fue, pues, el filósofo de «las espaldas anchas».

[2] Uno de los testimonios que refuerza esta opinión, según la cual, Platón y Aristóteles son antagónicos, lo da el famoso cuadro del pintor Rafael Sanzio, titulado “La escuela de Atenas (La scoula di Atene)”, donde se presenta como protagonistas del pensamiento antiguo a Platón, sosteniendo el Timeo y señalando hacia el cielo junto a su discípulo Aristóteles, quien hace una seña con su mano hacia el piso, indicando una búsqueda materialista de la realidad, portando bajo su brazo el libro de la Ética a Nicómaco. Platón y Aristóteles, pues, siendo los pilares del pensar occidental, invita a pensar el cuadro de Rafael, son antagónicos.

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