La sombra de Frankenstein: entre el lenguaje y el poder

La sombra de Frankenstein

Y por eso se le ha dado albedrío y un poder superior para ordenar y realizar lo semejante a los Dioses y se le ha dado al hombre el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que él cree y destruya.  

Hölderlin

El poder no es el sentido del discurso. El discurso es una serie de elementos que operan dentro del mecanismo general del poder. En consecuencia, hay que considerar el discurso como una serie de acontecimientos […] a través de los cuales el poder se transmite y se orienta.

Michel Foucault

Los discursos construyen realidad. Son, estrictamente, criterios que hacen posible habitar los lugares de aparición, es decir, los espacios donde se suele actuar. Ahora bien, con base en ellos se configuran estructuras que dan a todo el eje de la experiencia sentido. Éstos, morfológicamente, pueden estar configurados por palabras, conceptos o las combinaciones de ambos.  Entonces, es el lenguaje la condición posible para nombrar, para decir, para asignar significado a todas las imágenes en movimiento que se presentan en la cotidianidad de las personas. Los discursos se constituyen, pues, a partir del lenguaje. ¿Qué pasa, entonces, con el discurso? ¿Cuál es su tarea?  Antes que nada tendríamos que preguntarnos por su constitución. Más allá de su morfología que se caracteriza por las palabras y las redes de conceptualizaciones que le componen, debemos advertir que el discurso, la forma del discurso, está relacionada directamente con el poder.

Poder y lenguaje en su manifestación articulan las diferentes prácticas de la libertad que dan sentido a la acción de los sujetos. Advertimos que dichas prácticas son históricas y están ancladas al marco de lo verosímil a partir de las coordenadas que se tejen desde lo que visibiliza y enuncia el lenguaje mismo en su forma de discurso. La articulación de éste para su comunicación forma narrativas que nunca escapan de lo verosímil por más que en ocasiones parezca que pasa ello. Así, el lenguaje –desde su articulación narrativa, que corresponde a una epocalidad concreta– conquista el sentido, tejiendo la impronta de aquello que es nombrado, descrito y narrado. Ello posibilita inflexiones múltiples que rebasan el significado lingüístico de las palabras mismas; esto quiere decir que no todo está dicho. En este juego de sentidos, toda narrativa es:

[…] un circuito de estados que forman un devenir mutuo, en el interior de un dispositivo necesariamente múltiple y colectivo.[1]

Narramos, en consecuencia, en el momento en que estamos en compañía de los demás; narramos cuando queremos comunicarnos y lo hacemos de muchas maneras, articulando discursos varios, siempre en busca de la relación o la no relación con los otros. El Otro se convierte en nuestro receptor, pues es con él o ella con quien compartimos y construimos mundo por medio del significado, por medio de la palabra y las redes de poder que ello implica.

Ahora bien, el circuito narrado, con sus visibilidades y enunciaciones, se convierte en la condición de toda acción posible. En efecto, determina de alguna forma la constitución de la identidad de todos aquellos que son sometidos a él, pero antes que ello, ese circuito determina las formas  en que aparece lo real. Las puertas de la percepción del mundo son abiertas con el lenguaje y éstas se enuncian, siempre, mediante la sonoridad de la narración. Y si las narrativas construyen mundo, también dotan de significado las vidas. Lo que pretendo defender aquí es que la vida en su dimensión política, siempre tiene un valor; un orden, una manera de duelo, una manera de ser enunciada. En otras palabras, sostendré que existe una relación entre el poder-lenguaje y, si ello es así, entre el poder y la forma en que una vida es enunciada y visibilizada. Motivado por esta cuestión, en el presente artículo analizaré la relación que existe entre la manera de visibilizar una vida denominada monstruosa y las prácticas que al mismo tiempo la hacen visible. Para ello descodificaré algunos apartados de una obra clásica del romanticismo, donde la vida del protagonista es enunciada como lo monstruoso, Frankenstein. El monstruo, dentro de dicha obra, nace en una red discursiva que pareciese determinarlo, siendo su vida la vida precaria que hay que negar, pero antes afirmar como lo que supuestamente representa, en términos reales y en términos de verdad. ¿Cómo es ello posible? ¿Cómo las vidas son enunciadas y visibilizadas a partir de narrativas muy concretas, a partir del lenguaje y del discurso?

No olvidemos en este caso que la categoría monstruo es histórica. El monstruo en su constitución es discurso que rehace un acontecimiento remitiéndolo a otro, es decir, es un conjunto de enunciados y visibilidades históricas que refieren y visibilizan miedos, tendencias, comportamientos, deseos, instituciones y relaciones con el mundo, en una estratificación temporal. Por ello, el monstruo no es sólo un producto inerte de la sinrazón. Éste aparece como discurso que funciona cual fábula y ficción de un momento histórico. En efecto, la fábula está hecha por elementos colocados en cierto orden; es el régimen del relato; una postura de valor frente a lo que acontece. La ficción es la trama de las relaciones establecidas a través del discurso mismo[2]. Por tal motivo, el monstruo es la representación ficcional, moral, ética y política del sujeto atado a un presente inmediato; el monstruo es un ente histórico que permite la administración de la vida y la muerte de una y muchas formas. La sombra de Frankenstein servirá, en este sentido, como pretexto y, principalmente como diagnóstico para entender cuán penetrante es la relación entre la narración del mundo y el poder; entre el poder y la forma en que se crean las narraciones que hacen aparecer a las vidas como dignas o indignas, es decir, como las vidas que vale la pena enunciar para re-afirmarlas o, simplemente, para negarlas.  

I

El hombre no es más que un nudo de relaciones, las relaciones son lo único que cuenta para el hombre

Saint-Exupéry

No le estoy narrando las fantasías de un loco; lo que digo es tan cierto como el sol que brilla en el cielo. Sin duda algún milagro posibilitó mi descubrimiento, pero las etapas que recorrí en mi investigación fueron determinadas sistemáticamente y siempre estuvieron situadas dentro de lo verosímil. Tras jornadas enteras de inimaginable trabajo, había logrado, al precio de una fatiga insoportable, penetrar en los secretos de la generación y de la vida. ¡Qué digo! ¡Mucho más todavía! Era ya posible para mí dar vida a una materia inerte. […] Nadie podrá nunca imaginar el horror de mi trabajo llevado a cabo en secreto, moviéndome en la húmeda oscuridad de las tumbas o atormentando a un animal vivo al intentar animar la materia inerte. Ahora, con sólo recordarlo, siento que me posee el espanto y que todos mis miembros se estremecen […] He creado a un monstruo.

Víctor Frankenstein (Mary Shelley, Frankenstein).

Alguien dijo alguna vez que aquel que no tiene nombre, no existía. En el nombramiento, las estructuras del sentido aparecen desde el carácter de lo verosímil. Es decir, todo lo que existe dentro del mundo, para que sea parte del mundo mismo, tiene que ser nombrado, descrito, axiomatizado. En ese sentido, en la literatura clásica del romanticismo del siglo XIX encontramos un caso referencial al respecto. En su celebérrima novela, Frankenstein o El moderno Prometeo, Mary Shelley describe el nacimiento de lo que se denomina como una abominación terrorífica: el monstruo; monstruo porque no es nombrado, porque no posee identidad, porque no es normal. Aunque descrito como el deseo consumado del hombre que jugó a ser Dios, el monstruo nunca fue nombrado por su creador. Su identidad como tal no quedó definida. Es el que es pero sin serlo. En esa indeterminación el monstruo fue construyendo las condiciones suficientes para ser reconocido. Desde el lenguaje mismo alimentó su anhelo por habitar la tierra. En efecto, gracias al lenguaje descubre y construye mundo. Su existencia tuvo como base la búsqueda y, el descubrimiento del lenguaje fue su puerta a la libertad.

En consecuencia, si pretendemos visibilizar una vida y enunciarla a la vez, el lenguaje será el espectro que lo posibilite. Por tal motivo, al entrar en contacto con el lenguaje, el monstruo de Frankenstein fue colocando cada manifestación de vida en una red muy particular de sentido; a esa red le llamó conocimiento. Le asimiló como un conjunto de narraciones que hacían cada vez más verosímil su situación de existencia. La fuerza del lenguaje le permitió hacer de su entorno un conjunto de experiencias con una complejidad evidente. La oscuridad comenzó a hacerse noche y la luz se transformó en esperanza. El ruido de la naturaleza adquirió el matiz del canto y la estructura armónica que caracteriza a la música. En un sentido ontológico, el monstruo comprendió su inmanencia proclive al presente mismo que observaba y comenzaba a describir. Pronto, con la asimilación del lenguaje, fue en el mundo y logró su estancia en el mundo. Esto le llevó a comprender que:

[…] no dependía de nadie y que no tenía vínculo alguno que [le] ligara a un semejante. El camino de [su] partida estaba expeditado y nadie [le] lloraría si muriese.[3] 

No cabe duda de que, en el momento en que nuestra situación es descrita, podemos enunciar y visibilizar qué elementos –de nuestra existencia vinculada con un todo de experiencias– son convenientes o inconvenientes. En este caso, el monstruo se sabía como esa vida precaria, que no sería llorada en caso de encontrar la muerte. Las redes discursivas con las que narramos nuestras apariciones en los espacios de relación, nos permiten preguntarnos a partir de nuestro propio presente: ¿por qué? ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?  Esas preguntas retumbaron en la psique del monstruo al articular sus primeras ideas, sus primeros enunciados. Pero, principalmente, el encuentro con el lenguaje le posibilitó dilucidar los sentimientos que se tejen en un mundo poético que es compartido con Otros. Con el lenguaje atestiguó cómo se presenta “el gozo de un padre ante la sonrisa de su hijo, cómo despierta el espíritu en los cachorros de hombre; cómo las atenciones y cuidados de la madre se concentran en el ser que lleva en las entrañas; cómo va desarrollándose la inteligencia.”[4] El re-encuentro con el lenguaje le permitió exclamar:

Por fin supe el significado de las palabras hermano y hermana, y [con ello] la naturaleza de los vínculos que estrechamente unen a dos seres humanos.[5] 

El monstruo dilucidó que tal posibilidad para construir mundo era una  condición violenta, pues su exterior le exigía confrontarse directamente con las condiciones en las que había nacido. Pero, ¿cómo fue que su vida se visibilizó de una forma tan airosa y tormentosa?, ¿cómo su vida fue cimentándose como la codificación de aquello que –desde lo monstruoso– se convertía en la vida que no valdría la pena de ser llorada? Al preguntarse “¿cómo he llegado hasta aquí?” y “¿quién soy yo?” el monstruo busca confrontarse con su epocalidad. En ese entramado de relaciones se sabe como aquello que al ser visibilizado y enunciado despierta sentimientos de repulsión, es decir, aquello que tiene que ser negado para garantizar la seguridad de un mundo que se ha cimentado en el Orden de la normalidad.

Progresivamente, dilucida que su vida ha sido narrada desde un registro donde lo verdadero no es sólo existir, sino que para ser partícipe de una existencia verdadera, debe cumplir medianamente con lo establecido. La normalidad, así, está vinculada con los enunciados y las visibilidades que los Otros han aceptado como lo normal y desde lo cual, claro, él es visibilizado y enunciado como monstruo:

Después de mi instalación en el cobertizo hallé unos papeles en el bolsillo de la chaqueta que había cogido antes de abandonar vuestro laboratorio. Al comienzo no les presté ninguna atención, pero, cuando fui capaz de descifrar lo que decían, comencé a leerlos detenidamente. Eran unos fragmentos de vuestro diario en los que vos relatabais los cuatro meses que habían precedido a mi creación. Habías narrado en aquellas líneas todo el desarrollo de vuestro trabajo, una etapa tras otra […] Todo lo que escribisteis en él hace referencia, directa o indirectamente, a mis malditos orígenes […] Encontré en él una descripción minuciosa de mi repulsiva apariencia, expresada en unas palabras que hablaban por sí solas de vuestro horror y que hicieron del mío algo que escapa a toda comprensión.[6]

El origen de su condición monstruosa, en efecto, estaba determinado por las enunciaciones de su tiempo, donde maldito era quien violaba, al nacer, las leyes de la creación natural. Así, la impronta del monstruo se relacionó directamente con la desgracia, con la tragedia, con el mal. Un nacimiento dentro de un conjunto de circunstancias hostiles implica estar sujeto a una predeterminación discursiva. Es importante señalar que, habiendo nacido entre redes que vinculan la condición lingüística del mundo con la forma de visibilizar y enunciar a los individuos, la experiencia misma de nuestra vida es algo predeterminado; sin embrago, al mismo tiempo, somos sujetos de acción, lo que implica desafiar que lo que se nos dice debe ser escuchado y mirado. En efecto, el monstruo tomó ese desafío como fundamento de sus relaciones de vida.    

II

Las pequeñas y grandes relaciones que dan un sentido verosímil a un mundo poéticamente codificado están articuladas desde el poder, pero no desde el poder de Estado o desde el poder económico, sino desde el poder entendido como una relación inmanente entre los partícipes de una misma epocalidad histórica, y es Michel Foucault quien con gran sentido teje todo un diagrama conceptual para analizar la forma en que el discurso se vincula con las relaciones de poder que dan sentido a un momento muy particular de la historia.      

Cuando hablamos de poder solemos pensar en jerarquías vinculadas con el campo de la política o de la economía. Por lo que, es común pensar en hombres y mujeres poderosas. Se piensa muy comúnmente que aquellos que poseen los medios de producción son los que suelen tener el poder; poder económico, poder político. Ellos, dadas sus condiciones, tienen las facultades y virtudes necesarias para transformar el entorno a su favor. Ello implica considerar que el poder puede poseerse y, más aún, implica que sólo al poseerlo es posible transformar, cambiar las condiciones de vida. En términos subversivos, desde esa metafísica del poder, la revolución social, cuando cabe hablar en esos términos, debe buscar hacerse del poder para lograr la reivindicación de aquel que está sometido a la no libertad. Tenemos, así, un discurso que desnuda al poder como una facultad y como un bien por el cual se puede luchar. Sin embargo, esta concepción reduce las implicaciones del sujeto y el poder mismo. Es una visión reduccionista que suele polarizar los fenómenos sociales en grupos antagónicos, pues, por una parte, se encuentran los que lo poseen y, por otra, los desarraigados; es decir, están aquellos que tienen poder y los que no lo tienen.

Ahora bien, dentro de las organizaciones humanas, sean burguesas o proletarias –aunque pueden existir más clasificaciones sociales–, encontramos a la familia y, en el núcleo de ella, relaciones: relación padre e hijo, relación esposa y esposo; relaciones entre hermanos; relación, incluso, con el espacio de aparición, con el mundo mismo. En fin, hay relaciones en todo acto humano. Y justo lo que nos enseñó Michel Foucault es que en donde hay relaciones existe el poder. En ese registro debe entenderse que el poder es una relación. En otras palabras, es un conjunto de acciones dirigidas a otras acciones que se convierten en condiciones de posibilidad para la constitución de un mundo concreto. Pero estas relaciones carecerían de sentido si no hubiese formas que las hicieran presentables, es decir, formas con las que se pudieran enunciar y visibilizar. Lo que quiero decir es que no puede presentarse el poder sin el saber. Éste, de hecho, es el conjunto de formas (redes) que hacen que el conocimiento construya las condiciones de posibilidad que le darán coherencia a todas las prácticas de acción y relación que se presentan en un determinado momento histórico.

Por lo que, al pensar en las formas en que las diferentes vidas han sido y son narradas, debemos analizar las distintas maneras en que el discurso desempeña “un papel dentro de un sistema estratégico en el que el poder está implicado y gracias al cual funciona. El poder no está, por tanto, al margen del discurso. El poder no es ni fuente ni origen del discurso, puesto que el discurso mismo es un elemento en un dispositivo estratégico de relaciones de poder.”[7] La disociación del lenguaje y el poder puede llevarnos a pensar que, pese a todas las posibilidades que nos permite el lenguaje, todo lo dicho ha sido enunciado de manera objetiva y exhaustiva. En ese sentido, al hablar, por ejemplo, de libertad, tendríamos que partir del supuesto de que la libertad ha sido la misma a lo largo de la historia, pero ello no es así.

Entonces, para entender las implicaciones de la relación poder-lenguaje, poder-discurso, es menester: “desembarazarse del sujeto constituyente, desembarazarse del sujeto mismo, es decir, llegar a un análisis que pueda dar cuenta de la constitución del sujeto en el interior de la trama histórica”[8]; lo que implica mirar:

[…] una forma de historia que da cuenta de la constitución de los saberes, de los discursos de los dominios de objetos, etc., sin tener que referirse a un sujeto que sea trascendente respecto al campo de los acontecimientos […] a través de la historia.[9]

Desde el registro de la inmanencia del sujeto, es decir, desde sus condiciones presentes en que se expresa como existente, se deben analizar las formas en que las narraciones hacen aparecer a las vidas como lo que son en virtud de su condición histórica. La condición de una vida digna y de una vida precaria está determinada a partir de un conjunto de redes donde el discurso y el poder siempre se encuentran vinculados. Es así como las narraciones de una situación que se presenta en el tiempo adquieren un grado de verisimilitud. Es en ese movimiento donde surgen los criterios de verdad que hacen posible habitar el mundo. Ahora bien, por verdad, “hay que entender un conjunto de procedimientos reglados por la producción, ley, la repartición, la puesta en circulación y el funcionamiento de los enunciados”[10]. En consecuencia, como lo dirá Foucault:

[…] la verdad está ligada circularmente a los sistemas de poder que producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que le acompañan, al régimen de verdad.[11]

Estamos hablando en este caso de un régimen de la verdad, codificado por un conjunto de visibilidades y enunciaciones que exponen las condiciones que hacen posible el sentido o valor asignado a la vida. Por lo que, tenemos que advertir que las visibilidades y las enunciaciones son acontecimientos que se presentan en una estratificación histórica entre múltiples situaciones que se encuentran relacionadas con hábitos y convicciones muy concretas. Entonces, las visibilidades se dicen, las enunciaciones se hacen aparecer. Podríamos afirmar que, en conjunción, ambos elementos conforman la verdad, es decir, son los criterios de verdad, para la constitución de lo real. La cuestión se hace compleja, pues supone que las visibilidades se apropian de  los enunciados y éstos se apropian de las visibilidades, para la construcción de lo que hemos llamado real.

 Ahora bien, no hay que pasar por alto que ningún acontecimiento es un hecho fáctico, que ninguna realidad se construye ante otra más que por medio de la fuerza del discurso que, muchas de las veces, es intempestivo y violento. En consecuencia, los acontecimientos discursivos se objetivan de innumerables maneras y dentro del río de las posibilidades. Surge, en efecto, ante cualquier fenómeno, una avalancha de producciones discursivas que instauran prácticas de vida vinculadas a la ética y política del sujeto, las cuales están ancladas a una formación histórica. Ésta es una: 

Combinación, es una manera de combinar visibilidades y enunciados […] Pero no cualquier enunciado se combina con cualquier visibilidad. Hay combinaciones, capturas, que impiden que cualquiera vaya con cualquiera. La coherencia de una época está constituida por el hecho de que sus visibilidades, en virtud de sus formas propias, son combinables con sus enunciados, en virtud de sus formas propias. Este entrelazamiento, este entrecruzamiento entre visibilidades y enunciables que varían según cada formación histórica es lo que definirá dicha coherencia.[12]

En este caso, y siguiendo la ruta que trazó Michel Foucault en La arqueología del saber, diremos que todo es discurso, todo es saber. No hay experiencia antes del saber; no hay vivencia prístina, porque la misma ha enunciado sus implicaciones antes de aparecer, es decir: la vivencia experiencial es ya un saber, pues lo que se hace visible y enunciable es un conjunto, es una relación de fuerzas entre distintos discursos que se presentan como algo que, en virtud de proteger la existencia individual o colectiva, hace posible un mundo de vivencias predeterminadas. Experienciar las distintas enunciaciones y las visibilidades que permite una estratificación histórica, en ese sentido, deja ver un conjunto de redes discursivas que construyen las condiciones para encaminar los juicios y las virtudes de los sujetos. De ese modo, cada estrato histórico presenta sus acontecimientos de una manera muy concreta.

Cuando se hacen ver los acontecimientos, cuando éstos se enuncian, son visibles al mismo tiempo las debilidades y las fortalezas de los cuerpos y de las conciencias de una sociedad que ha cimentado su coherencia de vida en instituciones como la familia, el Estado, la escuela, la policía, la milicia, etcétera. En el marco de las visibilidades que se apropian de los enunciados y viceversa, los acontecimientos adquieren solidez. No obstante, lo que se ve jamás reside en lo que se dice y “lo que se dice, por más que procedamos por metáforas […] jamás se hace ver en lo que se ve”[13]. Ello quiere decir que la apropiación del registro de lo visible por el registro de lo enuncibale y viceversa, sólo puede entenderse como la configuración de las condiciones que hacen posible el devenir y la aparición de un acontecimiento en una temporalidad dada, es decir, los acontecimientos como fenómenos sociales no son visibles, se hacen visibles, no se enuncian, se hacen enunciar para dar contenido a una experiencia presente que implica diferentes redes de saber y acción.  

En el momento en que una vida se hace visible y enunciable desde una determinada forma, en derredor de esa vida se codifican un conjunto de valores, tendencias y prácticas que tratarán de afirmarla como aquello que debe ser nombrado y descrito de acuerdo a lo que está permitido hacer visible y enunciable en una determinada epocalidad. Remitiéndonos nuevamente al caso del monstruo de Frankenstein, que se describe y se visibiliza como la vida monstruosa, podríamos decir que su existencia no está determinada ya por antonomasia en el sentido de su posibilidad de acción, sino que está determinada a enfrentar los valores que siempre giran en derredor de la repulsión y la exclusión. En ese sentido, el monstruo representa todos los valores que se oponen a las virtudes que imperan como normales: es la representación del mal, de las acciones de mala intención, representa la incivilización y la peste. Es sinónimo de enfermedad y tragedia. Hablamos así de una lógica que tiene sentido en tanto que lo anormal se confronta con lo que se considera normal.

Los discursos de la normalidad le darán matiz a las representaciones y a la acción tanto de uno como del otro, tanto del monstruo como del que no lo es. Desde el logos, sin embargo, surge un germen de resistencia. El monstruo, al dilucidar los discursos y las narraciones que le hacen visible y enunciable, atestigua de manera simultánea las condiciones de monstruosidad que posee y que le hacen ser lo que se dice debe ser. Ahí donde es nombrado y descrito se presenta una red de saberes que le codifican como una subjetividad ligada al poder; ligada a un tipo de formación que le posibilita entrar en una trama donde la verdad lo distingue como lo monstruoso; como aquello que se tiene que perseguir, erradicar, sujetar a la disciplina; es la vida que tiene que ser sacrificada y no llorada. Ante tal situación, aquel que no tiene nombre dice con llanto en el rostro: “El mundo se abría ahora ante mí pero no sabía hacia dónde dirigir mis pasos. Decidí, por lo pronto, huir lejos del paraje que había servido de escena a mis desdichas. Pero, puesto que al parecer los humanos me odiaban y despreciaban, todos los países me serían igualmente hostiles”.[14]

Y sin embargo, ahí donde existe poder, también existe la posibilidad de resistir, de marchar en contraflujo de todas esas narrativas que ponen de manifiesto la condena tautológica del determinismo que dicta sin reparo que lo que ha sido no podría haberse presentado de otra manera. Es por eso que el contrapoder que marcha cual espectro en el lenguaje mismo, nos da la posibilidad de enfrentar la hostilidad de nuestro presente. En este sentido, diremos al igual que Sartre que estamos condenados, pero no a la libertad, sino a la confrontación con las prácticas de la libertad imperantes en nuestro tiempo. Siendo ello de ese modo, tenemos que habitar poéticamente esta tierra y, al hacerlo, debemos erigir la bandera de la resistencia.

III

Si queremos ir en contraflujo del determinismo, tenemos que apelar a la resistencia, como lo hace el poeta dentro de los confines de la historia. En este caso, no olvidemos que somos entes discursivos, es decir, diálogos, que dicen y que hacen ver lo propio de un momento presente. Dicho presente, sin embrago, es volátil y se pierde en la dimensión del tiempo. El presente nos hace sentir tristeza o alegría; sea cual sea el caso, nos permite actuar. Ese sentir el Mundo, ese sentir el cuerpo de los Otros, es el que nos ha de afectar desde el pathos y como un remolino de fuego nos puede inducir al camino del cobarde, del que se ha percatado de que su vida se encuentra completamente minada, y por esa misma razón le ha rebasado, siendo la vida mera quimera. En ese caso valdría igual morir que vivir, tal y como señaló Camus,[15] o por el contrario, ello nos puede conducir a una vida de valentía que, pese a ser lacerada por la tragedia y la barbarie de un presente particular, vale la pena de ser vivida.

No olvidemos que “el hombre que ha experimentado mucho / De los Dioses ha nombrado mucho”[16]. Esto implica un diálogo perpetuo que sólo puede consolidarse por medio de la comunicación con lo Otro. Ese hombre que describe y nombra el mundo, habla desde la norma, con la norma; escucha el dictamen y comunica el mismo; pero la norma y el dictamen no lo constituyen ontológicamente, porque sólo le hacen sentir los diferentes movimientos de la historia que han posibilitado el devenir de aquello que es normal; es decir: habitar poéticamente constituye la posibilidad de ser en el diálogo con la norma establecida relacionándose, así, con las visibilidades y los enunciados que han permitido el ser de la norma misma. Siguiendo el camino poético podemos oírnos los unos a los otros; los muertos y los vivos. Cuando se dialoga poéticamente con la norma, no se hace desde su esencialidad; el poeta pregunta por la forma en que la norma se constituyó y, sabe, por tanto, que lo que hoy es normal en un tiempo pretérito no lo era. Sólo por medio del diálogo, destacando sobre todo a la pregunta, se abre camino para comprender la condición histórica de la narrativa del mundo. La poética permite, pues, sabernos como entes de tiempo que pueden resistir a su presente.

Cuando se desea resistir debemos dar sentido verosímil a aquello que nos está constituyendo como subjetividades, es decir, no debemos de perder el horizonte de nuestro pensamiento, las condiciones que nos hacen decir que tal cosa es correcta y que tal otra no lo es. Las diferentes estructuras discursivas que nos hacen ver lo enunciable y nos hacen escuchar lo visible, deben someterse siempre a análisis, porque por más que nos insistan en que las cosas son como deben de ser, siempre existirán más posibilidades que se ocultan por lo que cada epocalidad dice y muestra. En ese sentido, cuando una vida es narrada como algo monstruoso debemos preguntarnos por las causas que permiten dicha enunciación. Siempre habrá una red de relaciones que den veracidad a ello; siempre habrá, ahí, relaciones de poder. Atestiguar esas condiciones nos permitiría no ser determinados por el exterior en un sentido ontológico.  

Constantemente, el monstruo enunciaba que su condición era miserable. Un buen día preguntó a su creador lo siguiente: “¿Pero cómo podéis utilizar la vida como si fuera un juego?”.[17] Narrar una vida y con ello crear ciertas condiciones para darle sentido, claro que nos arrastra a un juego de poderes donde ciertas subjetividades deben ser exterminadas y, sin embargo, deben estar ahí para dar razón a los discursos que garantizan cierta seguridad basada en cierta idea de normalidad. El juego de la resistencia a lo dicho está en la posibilidad de comprender que tales determinaciones se basan –no en la esencia de las personas, sino– en una narrativa. Es decir, la posibilidad de una resistencia se encuentra en el lenguaje mismo. No olvidemos que éste es la condición previa de toda acción. Así, el gesto más potente de resistencia del monstruo de Frankenstein, radicó en:

[…] escribir para no morir, como decía Blanchot, o tal vez incluso hablar para no morir.[18]      

Cuando la vida se pone en juego y parece perderse en un punto de la historia; cuando ciertas narraciones del exterior pretenden estigmatizar ciertas formas de vida, incluso llevándolas al exterminio; debemos, con valentía, dar voz a esas vidas. Eso es permitirles una resistencia a partir de las mismas condiciones que intentan negarlas como dignas. Los monstruos, los locos, los enfermos (todos aquellos que puedan ocupar la categoría de anormales, que es una categoría histórica), siempre tendrán un modo para resistir frente a los discursos que definen las llamadas vidas dignas, de las cuales se dice que vale la pena reproducirlas. Hay que narrar y de esa forma escribir las líneas de resistencia que nos posibiliten desembarazarnos del determinismo al que podríamos estar condenados si no alzamos la voz. Alzar la voz, tal y como hizo el monstruo de Frankenstein, es la única manera de ejercer la libertad en plenitud. Recordemos lo que dijo Foucault al respecto:  

Escribir, en nuestros días, se ha aproximado infinitamente a su fuente (el exterior). Es decir, a ese ruido inquietante que, en el fondo del lenguaje, anuncia, a poco que se tense el oído, contra qué se resguarda y, a la vez, a qué se dirige. Como el animal de Kafka, el lenguaje escucha ahora en el fondo de su madriguera ese ruido inevitable y creciente. Y para defenderse de él es preciso que siga sus  movimientos, que se constituya como su fiel enemigo, que ya no deje entre ambos más que la delgadez contradictoria de un tabique transparente e inquebrantable. Hay que hablar sin parar, tanto tiempo y tan fuerte como ese ruido indefinido y ensordecedor.[19]    

Referencias bibliográficas

Camus, Albert, El mito de Sísifo, trad. Luis Echávarri, Buenos Aires: Losada, 1953.

Deleuze Gilles, Guattari, Félix, Kafka: Por una literatura menor, trad. Jorge Aguilar Mora, Ciudad de México: Editorial Era, 1990.  

 _____, El saber: Cursos sobre Foucault, trad. Pablo Ires y Sebastián Puente Buenos Aires: Cactus, 2015.

Foucault, Michel, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, trad. Elsa Cecilia Frost, Barcelona: Planeta-Agostini, 1984.

 _____, Obras esenciales, Obra publicada con ayudad de ministerio francés de la cultura, Barcelona: Paidós, 2010.

Heidegger, Martin, Hölderlin y la esencia de la poesía, trad. Samuel Ramos, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1992. 

 _____, Ontología: Hermenéutica de la facticidad, trad. Jaime Aspiunza, Madrid: Alianza, 2000.

Shelley, Mary, Frankenstein, trad. Manuel Serrat Crespo, Ciudad de México: Planeta, 1985.


Notas

[1] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Kafka: Por una literatura menor, trad. Jorge Aguilar Mora (Ciudad de México: Era, 1990), 37.

[2] Cf. MichelFoucault,La trasfábula”, en Obras esenciales, trad. Miguel Morey (Barcelona: Paidós, 2010), 255-261.

[3] Mary Shelley, Frankenstein, trad. Manuel Serrat Crespo (Ciudad de México: Planeta, 1985), 179.

[4] Shelley, Frankenstein, 169.

[5] Shelley, Frankenstein, 169.

[6] Shelley, Frankenstein, 181.

[7] Michel Foucault “Diálogo sobre el poder”, en Obras esenciales, trad. Ángel Gabilondo (Barcelona: Paidós, 2010), 739

[8] Michel Foucault, “Verdad y poder” en Obras esenciales, trad. Julia Varela y Fernando Álvarez (Barcelona: Paidós, 2010), 384.

[9] Foucault, “Verdad y poder”, 384.

[10] Foucault, “Verdad y poder”, 390.

[11] Foucault, “Verdad y poder”, 391.

[12] Gilles Deleuze, El saber: Cursos sobre Foucault, trad. Pablo Ires y Sebastián Puente (Buenos Aires: Cactus, 2015), 33.

[13] Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, trad. Elsa Cecilia Frost (Barcelona: Planeta-Agostini,1984), 29.

[14] Shelley, Frankenstein,193.

[15] Albert Camus, El mito de Sísifo, trad. Luis Echávarri (Buenos Aires, Losada, 1953)

[16] Martin Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía trad. Samuel Ramos (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1992), 133.

[17] Shelley, Frankenstein, 139.

[18] Michel Foucault, “El lenguaje al infinito” en Obras esenciales, trad. Miguel Morey (Barcelona: Paidós, 2010),161.

[19] Foucault, “El lenguaje al infinito”, 165.

Salir de la versión móvil