Tras los vestigios de la historia y la política en La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera

La insoportable levedad del ser guerra

Introducción

Las guerras mundiales, los campos de concentración y exterminio, el holocausto, la expansión de la dominación rusa y el fracaso del comunismo, son sólo algunos de los hitos que conforman el desolador panorama del siglo XX. Walter Benjamin vislumbró este derrotero en las denominadas “Tesis de filosofía de la historia” a través de la imagen del “ángel de la historia” que atónito mira hacia al pasado y, en lugar de una cadena de acontecimientos:

ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. Bien quisiera demorarse, despertar a los muertos y volver a juntar lo destrozado. Pero una tempestad […] lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro.

(Benjamin, 2002: 54).

¿Qué vestigios pueden quedar después de todo esto? Y en este contexto, ¿qué cabe esperar, todavía, de la política y de la historia? Consideramos que la novela de Milan Kundera, La insoportable levedad del ser, constituye a su modo una respuesta a estas interrogantes, o más bien varias respuestas, porque cada personaje dentro de la novela es un universo existencial que consuma “no sólo su historia personal sino también, además, la historia suprapersonal de las aventuras europeas” (Kundera, 1992: 44). Procuraremos delimitar, entonces, los universos existenciales y las concepciones de la política y de la historia de los cuatro personajes principales de la novela: Tomás, Teresa, Sabina y Franz.  

Las historias de estos personajes se desarrollan en el contexto de la consolidación y la expansión de la dominación rusa en Europa central, en general, y en la nación checa, en particular. Estas circunstancias condujeron finalmente al fracaso del comunismo, cuyo punto de inflexión definitivo se produce con el aplastamiento por parte de los tanques rusos de la denominada Primavera de Praga. Cada personaje enfrenta y recrea bajo estas circunstancias su vida, su trama de relaciones y su visión de la política, pero ninguno de ellos puede sustraerse de la tempestad de la historia, como dice Benjamin, que los arrastra hacia el futuro y bajo cuyo peso en ocasiones parecen sucumbir. Pero no sólo la historia escapa al control de los individuos, también la trama de sus propias vidas se les escurre irremediablemente. La casualidad, el azar y la irracionalidad de los sentimientos, son las fuerzas configuradoras de los trayectos de vida, que se presentan, así, como espacios donde prevalece lo inesperado, lo imprevisible, lo trágico y lo cómico. Las decisiones que se toman, pero también las omisiones, generan consecuencias que no podemos prever. Y puede suceder, así, que acciones poco trascendentes desde la perspectiva de los actores, como es el caso de la nota sobre Edipo y los comunistas que Tomás escribió, pueden generar consecuencias sumamente significativas que modifican de una vez para siempre el curso de la vida. Las acciones de las personas resultan, entonces, impredecibles porque están sujetas no sólo a los actores que las llevan a cabo sino también a las reacciones de los demás[1].

Pero, además, las acciones son irreversibles puesto que no podemos modificar lo que sucedió, ni volver atrás y tomar una decisión diferente (Arendt, 2001: 241)[2]. Por eso, el proceso de toma de decisiones es sumamente complejo; después de su primer encuentro con Teresa en Praga, Tomás no sabe si debe llamarla o no; cree sentir amor, pero al mismo tiempo duda y siente temor. En la vida, y también en la historia, nos vemos arrojados a la acción e impelidos a tomar decisiones, sin poder contemplar y comparar las consecuencias de las diversas decisiones posibles. Cualquiera que sea la decisión que tomemos, siempre nos quedará vedado saber qué hubiese sucedido en caso de haber tomado una decisión diferente. Esto es precisamente lo que Kundera llama inexperiencia:

El hombre, dado que vive sólo una vida, nunca tiene la posibilidad de comprobar una hipótesis mediante un experimento y por eso nunca llega a averiguar si debía haber prestado oído a su sentimiento o no.

(1993: 37).

A tal punto La insoportable levedad del ser se estructura en torno de “la inexperiencia como una cualidad de la condición humana”, que, el primer título que Kundera había pensado para esta novela era “El planeta de la inexperiencia” (1992: 124).

En la vida y en la historia, “el hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo” (Kundera, 1993: 12). Por eso, la vida y la historia son materia de improvisación constante, y no el producto planificado de una voluntad racional. No hay un autor de la historia que digite sus hilos ocultamente, sino actores que, al mismo tiempo, actúan y padecen en la historia. Pero, además, a los actores también se les escapa la posibilidad de comprender cabalmente un acontecimiento porque sólo “es al final (final de un amor, de una vida, de una época) cuando el tiempo pasado se revela de pronto como un todo y asume una forma luminosamente clara y acabada” (Kundera, 1992: 58). De modo que, en La insoportable levedad del ser, la imprevisibilidad, la irreversibilidad y la imposibilidad de comprender plenamente, constituyen la trama de la vida de los personajes y de la historia misma. A pesar de sus divergencias, todos se mueven en este ámbito inestable y efímero de las acciones humanas, y por eso “la Historia debe en sí misma ser comprendida y analizada como situación existencial” (Kundera, 1992: 41). Indagaremos en los siguientes apartados las implicaciones de esta afirmación.

Teresa

Comencemos con Teresa. Cada personaje nace de un par de palabras clave, de una frase, de una reflexión, de una situación existencial[3]; Teresa nació de la tensión irreconciliable entre el alma y el cuerpo. La madre de Teresa basó su vida en la belleza, pero la belleza perece y, con ella, también perece la propia singularidad que constituye la piedra fundamental de la identidad. Cuando la belleza de su juventud, a la que los muchachos rendían culto, se le esfumó, la madre de Teresa advirtió que todos los cuerpos son iguales, que todos están sujetos a las mismas bajezas y que en consecuencia no tiene sentido avergonzarse de ellas, ni ocultarlas. Así, Teresa concibe el cuerpo como absoluta homogeneidad y fuente de la humillación, mientras que el alma temblorosa en su interior constituye la inescrutable identidad que, como toda identidad, no puede asirse; aparece como un fulgor para luego disiparse lentamente.

Por eso, Teresa se mira detenidamente ante el espejo, no por vanidad, sino para escrutar los misterios de esa identidad que subyace al cuerpo. Sin embargo, tampoco considera que la identidad pueda ser algo absolutamente desvinculado, al menos, del rostro, que, si bien es parte del cuerpo, constituye al mismo tiempo el centro de la expresión del alma. De alguna manera, no reconoce su singularidad en su rostro (que detenta ciertos rasgos parecidos a su madre, de los que constantemente intenta abstraerse), pero tampoco puede pensar su identidad sin el anclaje de su propio rostro. En El arte de la novela, Kundera sostiene:

Teresa se mira en el espejo. Se pregunta qué sucedería si su nariz se alargara un milímetro al día. ¿Al cabo de cuánto tiempo su rostro resultaría irreconocible? Y si su cara no se pareciera ya a Teresa, ¿sería Teresa aún Teresa? ¿Dónde comienza y dónde termina el yo? Ya ve: ningún asombro ante el infinito insondable del alma. Más bien un asombro ante la incertidumbre del yo y de su identidad.

(1992: 33. El subrayado es mío).

El rostro ocupa, entonces, un lugar privilegiado porque sólo a través de él puede “el alma salir a la superficie del cuerpo” (Kundera, 1993: 45). Pero el resto del cuerpo, no puede hacer más que homologarnos constantemente con los demás. Por eso “la desnudez era para Teresa, desde su infancia, el signo de la uniformidad obligatoria del campo de concentración; el signo de la humillación” (Kundera, 1993: 60). Este motivo existencial de la oposición entre la uniformidad y la singularidad detenta implícitamente un profundo cariz político. Teresa rechaza enérgicamente las empresas políticas que imponen la uniformidad, cuya máxima realización es el campo de concentración en su estrecha vinculación con la muerte. Después de todo, la muerte, tal como se manifiesta en los sueños de Teresa, hace que la “identificación sea absoluta” (Kundera, 1993: 61), y por eso, la política de la uniformidad alcanza su plena realización sólo con la muerte.

Asimismo, la política de la uniformidad y de la igualación (no de la igualdad)[4] también es uno de los rasgos definitorios de los regímenes comunistas y de su forma de organizar la sociedad. Las opiniones, las disposiciones, las actitudes y los pensamientos de los ciudadanos deben ser acordes al espíritu “comunista”. El ámbito público como espacio de expresión de las divergencias se anula y, en su lugar, se enarbola un espacio homogéneo, en donde cada ciudadano se vuelve intercambiable por otro. La invasión rusa a Checoslovaquia[5] conllevó a la supresión de la diferenciación y de la singularidad de las personas; tarea que, si bien, como hemos visto, sólo puede realizarse plenamente con la muerte, alcanzó grados asombrosos y aterradores de desarrollo en las sociedades totalitarias del siglo XX. Así, bajo el manto de la igualación comunista se sepultan las posibilidades de diferenciación de las personas, y el alma que pugna por mostrar la particularidad de cada uno, también debe permanecer recluida bajo la indistinción de los cuerpos. Las celebraciones comunistas retratan esta uniformidad en la masa de cuerpos marchando acompasados e intercambiables.

Pero una de las particularidades de estos regímenes es que la búsqueda de homogeneidad y de dominación no se restringe al espacio público sino que también alcanza a la vida privada misma y la aniquila. El caso paradigmático es el de Jan Prochazka, un novelista checo que comenzó a alzar su voz críticamente durante la Primavera de Praga. La policía secreta grabó sus conversaciones personales con un amigo y posteriormente las emitió en la radio, subrayando las partes en las que Prochazka hablaba mal de sus amigos o decía malas palabras. Y lo peor de todo, fue que la gente se indignó más con la actitud del novelista que con la policía secreta. Al respecto, Tomás exclamó: “La policía secreta existe en todo el mundo. ¡Pero que se permita emitir públicamente sus grabaciones por la radio, eso no existe más que en Bohemia! ¡Eso no tiene punto de comparación!” (Kundera, 1993: 135). Pero para Teresa sí había un punto de comparación; cuando tenía catorce años su madre leyó ante toda la familia, durante el almuerzo y a risotadas, su diario íntimo. En su familia, Teresa sufría la permanente violación de su intimidad, tanto de sus sentimientos como de aquello referido a su propio cuerpo –así, por ejemplo, su madre no le dejaba cerrar la puerta del baño mientras se bañaba–. Por eso, frecuentemente utilizaba la palabra “campo de concentración” para describir la vida en su familia, y ahora el campo de concentración se expandía a todo el país.

Cuando una conversación privada ante una botella de vino se emite públicamente por la radio, ¿qué explicación puede darse sino la de que el mundo entero se ha convertido en un campo de concentración? […] El campo de concentración es un mundo en el que las personas viven permanentemente juntas, de día y de noche. La crueldad y la violencia no son más que rasgos secundarios (y no imprescindibles). El campo de concentración es la liquidación de la vida privada. Prochazka, que no podía charlar tranquilamente con su amigo, junto a una botella de vino, en la intimidad, vivía (¡sin saberlo, ése fue su fatal error!) en un campo de concentración.

(Kundera, 1993: 138. El subrayado es mío).

A través de los problemas existenciales de Teresa en relación con la uniformidad de los cuerpos y la constante amenaza de su intimidad, Kundera ilumina, al mismo tiempo, dos particularidades que distinguen a la dominación totalitaria del siglo XX de formas precedentes de dominación, tales como la tiranía y la dictadura. La dominación totalitaria impone la uniformidad y para ello elimina cualquier posibilidad de distinción de los individuos; y en este exterminio de las singularidades, arremete no sólo contra la vida pública, cosa que las tiranías y dictaduras siempre habían hecho, sino también contra la vida privada misma, que era sagrada desde los romanos y que no se osaba, bajo ninguna circunstancia, invadir[6]. De este modo, la dominación totalitaria genera la eliminación de la distinción entre lo público y lo privado, y lo que se juega en este caso es, nada más y nada menos que, la supervivencia de la libertad[7]. Lástima que gran parte de la izquierda no advirtió el valor de esto, o lo hizo cuando ya era demasiado tarde. Por eso, en sus ensayos, Kundera nos previene respecto de esta…

vieja utopía revolucionaria, fascista o comunista: la vida sin secretos, donde vida pública y vida privada no sean más que una. El sueño surrealista de Breton: la casa de cristal, casa sin cortinas en la que el hombre vive a la vista de todos. ¡Ah, la belleza de la transparencia! La única realización lograda de este sueño: una sociedad totalmente controlada por la policía.

(1998: 272).

Y este sueño se ha hecho realidad en el siglo XX bajo la forma de una terrible pesadilla. Hubo quienes de alguna manera quisieron poner coto a esta pesadilla –ése fue el intento de la Primavera de Praga–, pero por desgracia eran débiles.

Con el tema de la debilidad, entramos en otra de las cuestiones existenciales que desvelan a Teresa. Sabía que tenía el amor de Tomás, pero sus continuas infidelidades, le recordaban aquello de lo que siempre había querido escapar, que su cuerpo es indistinguible de los otros cuerpos. Tomás la volvía a arrojar a la uniformidad del mundo de su madre y, ella se sentía cada vez más débil, ya no tenía fuerzas para luchar por su amor y por la reafirmación de su singularidad, amenazada constantemente por las demás mujeres. Y encontraba una expresión de esa debilidad en el discurso que dirigió el presidente Dubcek en el séptimo día de la invasión rusa a su país. Luego de haber tenido que aceptar los condicionamientos de Brezhnev en Moscú, Dubcek hablaba temblorosamente, se atragantaba y hacía pausas interminables.

[Teresa] se daba cuenta de que formaba parte de los débiles, del campo de los débiles, del país de los débiles y que tenía que serles fiel precisamente porque eran débiles y se quedaban sin aliento en mitad de la frase.

(Kundera, 1993: 76).

Pero la debilidad no sólo es cuestión de individuos, también hay países débiles. Cuando Dubcek se quedaba sin aliento no manifestaba su debilidad, puesto que él tenía “un cuerpo atlético” (Kundera, 1993: 76) y no era en absoluto débil, sino que manifestaba la debilidad de su nación frente a la invasión rusa. De ahí también que su humillación era en realidad la humillación de todo un país, de toda una nación, que había hecho frente con euforia a los tanques rusos. Pero esa resistencia popular no bastaba para expulsar a los rusos. Los checos formaban parte de un pequeño país cuyo destino va a la deriva, a merced de la voluntad de las grandes naciones europeas.

Lo que distingue a las naciones pequeñas de las grandes no es tan sólo el criterio cuantitativo del número de habitantes; es algo más profundo: su existencia no es para ellas una certeza que se da por hecha, sino siempre una pregunta, un reto, un riesgo; están a la defensiva frente a la Historia, esa fuerza que las supera, que no las toma en consideración, que ni siquiera las percibe.

(Kundera, 2005: 47).

En la historia, entonces, hay países débiles que deben empeñar todas sus fuerzas en resistir embates, y pocas veces tienen éxito. Así como la nación checa sucumbía humillada y reducida a la voluntad del poderío ruso, Teresa abandona a Tomás, que pertenecía al grupo de los fuertes, y retornaba al campo de los débiles. La vida es una lucha desigual entre fuertes y débiles, y la historia misma no es una arena neutral entre países igualmente soberanos, sino el escenario donde actúan los grandes países, mientras que los pequeños permanecen en la periferia de este escenario, pero son fuertemente embestidos por una dinámica histórica que no puede más que parecerles ajena.

A partir de tres cuestiones existenciales propias del universo de Teresa, a saber, la uniformidad, la violación de la intimidad y la debilidad, Kundera desarrolla un análisis mordaz del destino de la nación checa durante y después de la invasión rusa. Recorriendo algunas facetas del personaje de Teresa, entonces, hemos intentado poner de manifiesto la estrecha imbricación, que Kundera propugna, entre las situaciones existenciales individuales y la comprensión de la historia misma. Desde su perspectiva, “los mecanismos psicológicos que funcionan en el interior de los grandes acontecimientos históricos (aparentemente increíbles e inhumanos) son los mismos que rigen las situaciones íntimas (absolutamente triviales y muy humanas)” (1992: 106).

Tomás

El problema existencial que constituye a Tomás, y uno de los que desvela a Kundera durante toda la novela, es la contradicción entre el peso y la levedad. Después de divorciarse de su primera mujer, Tomás comenzó a apreciar la dulce levedad del ser. Pero lo decisivo no fue su desplazamiento hacia la levedad, sino cuando advirtió que, en cierta medida, la levedad constituye la trama básica de nuestras vidas. Así, su amor por Teresa, un pilar indudable de su vida, no era fruto del peso ni de la necesidad, sino de una serie de casualidades que habían hecho posible que se conocieran:

Tomás constataba que la historia de amor de su vida no iba acompañada del sonido de ningún ‘es muss sein!’, sino más bien por el de ‘es könnte auch anders sein’: también podía haber sido de otro modo […] Hizo falta que se produjeran seis casualidades para empujar a Tomás hacia Teresa, como si él mismo no tuviera ganas.

(Kundera, 1993: 39).

La paradoja de nuestras vidas, entonces, es que aunque nos empeñemos en asumir el peso y el compromiso de algún ‘es muss sein!’ (que se presenta como el mismo destino), no podemos controlar el trayecto de nuestra vida, que nos resulta inasible por el impacto de la casualidad y de lo inesperado. Por eso, la vida es indefectiblemente la arena de la levedad, y se escabulle constantemente de los intentos humanos por aprisionarla bajo el signo del peso y de la estabilidad. Lo que nos proponemos y lo que adviene resultan, a la postre, difícilmente concordantes, es decir, en la vida frecuentemente las intenciones y las consecuencias de nuestras acciones se ven fatalmente escindidas. Pero si las consecuencias de nuestras acciones resultan no ser las esperadas, ¿somos o no responsables de ellas? Tomás afrontaba esta interrogante en relación con el curso de los regímenes comunistas en Europa Central. Los comunistas habían participado con gran entusiasmo en la instauración de estos regímenes, pero luego, al advertir su derrotero fatal y al ser interpelados acerca de su responsabilidad, respondían: “¡No sabíamos! ¡Hemos sido engañados! ¡Creíamos de buena fe! ¡En lo más profundo de nuestra alma somos inocentes!” (Kundera, 1993: 176).

Tomás consideraba que la cuestión central no era si los comunistas sabían o no sabían lo que podía suceder –incluso teniendo en consideración los antecedentes de la Unión Soviética después de la revolución–, sino si el hecho de no saber podía eximirlos de su responsabilidad y de su culpa. Al respecto, Tomás traía a colación la historia de Edipo, quien “no sabía que dormía con su propia madre y, sin embargo, cuando comprendió de qué se trataba no se sintió inocente” (Kundera, 1993: 177). Los comunistas, aun cuando fuere por su desconocimiento, habían conducido al país a la ruina y a la pérdida de la libertad; deberían entonces, como Edipo, atravesarse los ojos y marcharse de Tebas, es decir, deberían sentirse culpables y responsables por lo sucedido. En el contexto de la liberalización de la Primavera de Praga, Tomás escribió sus ideas sobre Edipo y los comunistas, y las envió para su publicación en una revista. El texto apareció considerablemente recortado y las ideas habían quedado más esquemáticas y agresivas. Esas ideas, así encorsetadas, dejaron de gustarle, pero tuvieron consecuencias irremediables cuando al poco tiempo los rusos invadieron el país. Entonces, el director del hospital donde Tomás trabajaba como cirujano, le comunicó que tenía que solicitarle una retractación de lo que había sostenido en el artículo sobre Edipo. En relación con el escrito, Tomás manifestó: “jamás ha habido nada que me importase menos”, sin embargo, no se retractó por preservar su honor. Sabía que, de este modo, resignaba lo que “se había acostumbrado a considerar como el sentido de su vida (su trabajo científico y médico)” (Kundera, 1993: 1799), aunque nunca vislumbró que las implicancias de esta decisión podían ser tan drásticas como para terminar años después limpiando escaparates y ventanas. Cuando nos enfrentamos a tomar una decisión, siempre debemos afrontar que no podemos saber cabalmente cuáles serán las consecuencias, pero por sobre todo, que no tenemos forma de saber si hubiese sido mejor tomar otra. Por eso, Tomás retorna a la problemática de la inexperiencia humana:

La vida humana acontece sólo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas. En la situación dada sólo hemos podido decidir una vez y no nos ha sido dada una segunda, una tercera, una cuarta vida para comparar las distintas decisiones. Con la historia sucede algo semejante a lo que ocurre con la vida. La historia de los checos es sólo una. Un día concluirá, igual que la vida de Tomás, y nunca podrá ya repetirse por segunda vez.

(Kundera, 1993: 224).

Nuevamente, Kundera se sirve de una situación existencial individual, en este caso la ineludible levedad de la vida, para iluminar un proceso social como es la historia. La trama de la vida es leve, nuestras decisiones son equívocas, dudamos, cambiamos de opinión, y ocurren cosas inesperadas e imprevistas. La vida no es un producto acabado de nuestra planificación, sino más bien un boceto tentativo y azaroso a partir del cual nunca podremos hacer una obra coherente, porque la vida es una sola y se agota en ese boceto. Algo análogo ocurre con la historia: no sigue un plan y no es posible dirigirla con certeza según nuestras intenciones. Los acontecimientos de la historia son únicos e irrepetibles, y con la distancia de los años se convierten “en meras palabras, en teorías, en discusiones, [y] se vuelven más ligeros que una pluma” (Kundera, 1993: 7). La historia, entonces, está signada por la fugacidad y la liviandad; es un boceto que no podemos pulir ni mejorar, y que se va forjando entrelazando el azar, lo imprevisto y las decisiones de los hombres:

La historia de los checos y la de Europa son dos bocetos dibujados por la fatal inexperiencia de la humanidad. La historia es igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá.

(Kundera, 1993: 225).

La vida de los hombres es leve y la historia también, no las podemos controlar, se nos escapan irremediablemente para luego impactar sobre nosotros con consecuencias inesperadas. Aunque la historia es leve respecto de su derrotero, descarga sobre los individuos un peso inusitado. Existe, pues, una relación asimétrica entre la vida de los individuos y el poder de la historia. Así, el mundo en el que se desarrollaba la vida de Tomás y de Teresa, fue desintegrándose por obra de la dominación del Estado. El mundo es el espacio compartido con otros, a través de la trama de relaciones sociales, laborales y de amistad. Luego de la ocupación rusa, Tomás fue desplazado del hospital en el que se desempeñaba como cirujano, con un alto nivel de reconocimiento, hacia remotas salas sanitarias en las afueras de Praga, para posteriormente verse impelido a renunciar, por su negativa a retractarse de las ideas vertidas en su artículo sobre Edipo. La profesión que era, para Tomás, el sentido de su vida, le era arrebatada, y con ella también todo el círculo de relaciones y amistades allí establecidas. Efectivamente, después de que se fue del hospital no había vuelto a ver a sus compañeros, ni siquiera a aquellos con los que tenía una relación más estrecha (Kundera, 1993: 233). En su trabajo limpiando escaparates, al comienzo era bien recibido y con muestras de cierta solidaridad por su situación. Pero cuando pasó el auge de los intelectuales que eran apartados de sus trabajos, sus vínculos sociales se estrecharon cada vez más.

Por su parte, Teresa trabajaba como fotógrafa en un semanario, y el momento más exaltante de su profesión se produjo durante la semana de la invasión rusa. Se pasaba los días enteros sacando fotos incansablemente a los tanques rusos y se las daba a fotógrafos extranjeros para que se conociera en el mundo lo que estaba pasando. Paradójicamente, después, esas fotos fueron utilizadas por la policía secreta rusa para inculpar a quienes habían resistido la invasión. “Qué ingenuos, pensaban que estaban arriesgando su vida por la patria y, sin saberlo, trabajaban para la policía rusa” (Kundera, 1993: 143). Al no controlar las consecuencias de nuestras propias acciones, estamos expuestos a la traición inconsciente de nuestras intenciones. Luego de la breve estancia en Zurich, cuando Teresa regresó a Praga no pudo volver a trabajar en el semanario precisamente a causa de las fotos que había tomado. Trabajaba, entonces, como camarera, rodeada de borrachos y hasta altas horas de la noche.

La dominación política culminó por socavar el mundo de Tomás y Teresa; sin poder ejercer sus profesiones, sin vínculos sociales, y prácticamente sin amigos, terminaron retirándose del mundo y refugiándose en el amor que los unía. “Tomás no puede salvar a los presos políticos pero puede hacer feliz a Teresa […] Ella es lo único que le importa. Ella, nacida de seis casualidades, […] ella que está del otro lado de todos los ‘es muss sein!’, ella es lo único que le importa” (Kundera, 1993: 221). Además del amor, el último refugio al que pudieron acudir era irse a vivir al campo: “Vivir en el campo era la única posibilidad de huir que les quedaba, porque aquí había una permanente escasez de gente y un exceso de alojamiento. Nadie tenía interés en investigar el pasado político de alguien que estaba dispuesto a ir a trabajar al campo o al bosque y nadie le tenía envidia” (Kundera, 1993: 283). En el campo, retirados del mundo y sustentados en su amor, Tomás y Teresa continuaron con sus vidas. Intentaron así, sobrevivir al peso con que la historia sucumbía sobre ellos.

Sabina y Franz

Para aproximarnos a Sabina, debemos considerar los dos impulsos existenciales que la movilizan: la traición y la rebelión contra el kitsch. “Traición significa abandonar las propias filas e ir hacia lo desconocido. Sabina no conoce nada más bello que ir hacia lo desconocido” (Kundera, 1993: 93). Abandonó la casa de sus padres, que censuraban sus relaciones amorosas, y en la academia de pintura se apartaba del realismo socialista que prohibía a Picasso. Su ansia por lo desconocido la pone a resguardo de la seducción de la fe religiosa o política, porque Sabina no puede permanecer en las propias filas ni sentirse hermanada y conmoverse con los otros. La música y las manifestaciones suponen un sentimiento dionisíaco que nos hace sentir parte del todo, nuestro yo se funde con los otros y se deja arrastrar en la conmoción general. Por eso, Sabina detesta la música y las manifestaciones. Es un espíritu libre que se resiste a las empresas colectivas y reafirma la vitalidad de su individualidad.

La rebelión interna de Sabina contra el comunismo “no tuvo un carácter ético, sino estético” (Kundera, 1993: 250). “En el trasfondo de toda fe, religiosa o política, está el primer capítulo del Génesis, del que se desprende que el mundo fue creado correctamente, que el ser es bueno y que, por tanto, es correcto multiplicarse. A esta fe la denominamos acuerdo categórico con el ser”(Kundera, 1993: 249); su ideal estético es el kitsch que consiste en la eliminación de “todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable” (Kundera, 1993: 250). En defensa de la consigna de que el ser es bueno, el kitsch procura instaurar una máscara de “belleza” que oculte todo lo inaceptable. El kitsch implica que nos conmovemos ante una situación, por ejemplo, una manifestación, y que luego nos volvemos a conmover por sentirnos hermanados con los otros que comparten ese sentimiento.

El enemigo de Sabina, entonces, es el kitsch. Sus cuadros lo desafían presentando una mentira comprensible, que a través de una rasgadura permite entrever una verdad incomprensible. Sin embargo, cuando el kitsch político se vuelve totalitario porque un solo movimiento concentra todo el poder, entonces, para preservar la individualidad y la libertad sólo queda el camino de la huida. El kitsch totalitario elimina de la vida todo lo que pueda perturbarlo:

cualquier manifestación de individualismo (porque toda diferenciación es un escupitajo a la cara sonriente de la fraternidad), cualquier duda (porque el que empieza dudando de pequeñeces termina dudando de la vida como tal), la ironía (porque en el reino del kitsch hay que tomárselo todo en serio) y hasta la madre que abandona a su familia y el hombre que prefiere a los hombres y no a las mujeres y pone así en peligro la consigna sagrada ‘amaos y multiplicaos’.

(Kundera, 1993: 253).

El kitsch totalitario uniforma y normaliza, no dejando subsistir la diferencia; por eso, Sabina se marcha a Suiza, y luego, siguiendo su camino de traiciones sucesivas, se va a Estados Unidos y sigue siempre huyendo, tomándose sólo paradas breves.

Mientras que Sabina se rebela contra el kitsch y las manifestaciones entusiastas que lo expresan en su completitud, Franz “es el último eco melancólico de la Gran Marcha de la izquierda europea” (Kundera, 1992: 44). Aunque utilicen las mismas palabras, entre Franz y Sabina se abren divergencias semánticas profundas. Franz creía que su vida universitaria en las aulas estaba disociada de la realidad, en cambio, le fascinaba participar de una manifestación. Aislado entre los libros le parecía que la historia se le escapaba ante sus ojos, pero en las manifestaciones sentía que se subía a la cresta de la historia, y que era protagonista de la Gran Marcha europea “de revolución en revolución, de lucha en lucha, siempre adelante” (Kundera, 1993: 102).

A Franz su vida entre libros le parecía irreal. Anhelaba una vida real, el contacto con el resto de las personas que van con él codo a codo, sus gritos. No era consciente de que precisamente lo que consideraba irreal (el trabajo en la soledad del gabinete y de las bibliotecas) es su vida real, mientras que las manifestaciones que representaban para él la realidad no son más que teatro, danza, fiesta, dicho de otro modo: sueño.

(Kundera, 1993: 102).

En las manifestaciones sentía la misma embriaguez que caracteriza a la belleza dionisíaca de la música. “Para él la música es una liberación: lo libera de la soledad, del encierro, del polvo de las bibliotecas, abre en su cuerpo una puerta por la que su alma entra al mundo para hermanarse” (Kundera, 1993: 95). Sentirse hermanado, sentirse entre otros era lo más valioso; por eso admiraba lo público y entendía que era preciso que el hombre actuara en consonancia del mismo modo en el ámbito privado y en el público. Es más, le parecía necesario suprimir en lo posible la barrera entre estos ámbitos, puesto que su diferenciación sólo era fuente de hipocresía. “Le agradaba citar la frase de André Breton acerca de que le gustaría vivir ‘en una casa de cristal’ en la que nada sea secreto y en la que todos puedan verlo” (Kundera, 1993: 116). Compartía así con la izquierda el menosprecio por lo privado, sólo que para una persona esto representa sólo una opinión, y para los movimientos de izquierda ha tenido consecuencias políticas terribles una vez que alcanzaron el poder. Franz no había vivido, como Sabina, bajo una dominación que vulneraba la intimidad y la vida privada de las personas hasta hacer prácticamente imposible su mantenimiento. Sabina valoraba la intimidad con devoción, pensaba que “la persona que pierde la intimidad, lo pierde todo […] Y la persona que se priva de ella voluntariamente, es un monstruo” (Kundera, 1993: 115).

Franz admira la patria de Sabina, por el mismo motivo que siente debilidad por las revoluciones, por el riesgo, el coraje y el peligro de muerte que implican. Es un romántico que añora “la fe en la grandeza del destino del hombre” (Kundera, 1993: 106), y desearía ejecutar un papel heroico en el dramático escenario de la historia, pero era un intelectual y vivía en Ginebra, una ciudad en la que ni siquiera había manifestaciones. Luego de que Sabina lo hubiese dejado, continuando así el camino de sus traiciones, Franz se imaginaba que ella lo observaba y esperaba poder realizar acciones grandiosas que le agradaran. Franz forma parte del tipo “de quienes viven bajo la mirada imaginaria de personas ausentes. Son los soñadores” (Kundera, 1993: 272). Por eso, aceptó una invitación para participar de una manifestación en la frontera de Camboya. “¿No era Camboya una variante de la patria de Sabina? ¡Un país ocupado por el ejército de un país comunista vecino! ¡Un país sobre el que cayó el puño de Rusia!” (Kundera, 1993: 260). Al mismo tiempo, Franz sentía que se incorporaba nuevamente a la Gran Marcha:

La idea de la Gran Marcha, por la que se deja embriagar Franz, es el kitsch político que une a las personas de izquierdas de todas las épocas y corrientes. La Gran Marcha es ese hermoso camino hacia delante, el camino hacia la fraternidad, la igualdad, la justicia, la felicidad y aún más allá, a través de todos los obstáculos, porque ha de haber obstáculos si la marcha debe ser una Gran Marcha.

(Kundera, 1993: 259).

Pero Franz no muere heroicamente en el camino de la Gran Marcha, sino de una manera absurda. Estando en Camboya, luego de la manifestación en la frontera, es interceptado por un individuo que habla un idioma desconocido, se deja conducir pensando que necesita su ayuda, y aparecen otros que intentan asaltarlo. Entonces, se imagina que Sabina lo observa descontenta porque se ha dejado engañar y decide utilizar sus fuerzas para enfrentar a los individuos. De repente siente un golpe en la cabeza y luego despierta en el hospital en Ginebra. A su lado se encuentra su ex esposa, Marie-Claude; no quiere verla, no quiera estar con ella, pero no puede hablar ni moverse. Franz muere y su ex mujer se apodera del significado de su muerte. Cree que Franz quiso reconciliarse con ella en los últimos momentos de su vida; no podía hablar pero se lo trasmitía con la mirada. Y en su funeral, se proclaman palabras en torno del trágico regreso de Franz al seno de su familia, y su esposa grabó sobre su féretro: “Tras tanto andar errante, el regreso” (Kundera, 1993: 278). No podemos prever cuáles son las mejores decisiones, no podemos controlar el curso de nuestras acciones, pero ante la muerte somos absolutamente impotentes. Los que nos sobreviven se apropian del significado de nuestra muerte violentando incluso la trayectoria de nuestras vidas. Lo mismo le sucedió a Tomás; él y Teresa murieron en un accidente en el camión con el que Tomás trabajaba en el campo. Su hijo grabó la siguiente inscripción en su lápida: “Quiso el reino de Dios en la tierra” (Kundera, 1993: 277). Ante la muerte, los que nos sobreviven no soportan la insoportable levedad de una existencia, y quieren cubrirla con el manto de lo aceptable y de lo relevante. Por eso, dice Kundera: “Antes de que se nos olvide, seremos convertidos en kitsch. El kitsch es una estación de paso entre el ser y el olvido” (1993: 279). Sabina se estremece de horror al pensar que cuando muera le pondrán una lápida encima; antes bien, “seguirá avanzando, aún más allá, porque, […] para una mujer que nunca tiene sosiego, la idea de que su huida vaya a detenerse para siempre es insoportable” (Kundera, 1993: 128).

Consideraciones finales

En La insoportable levedad del ser, la política aparece signada por la desesperanza. Teresa y Sabina no se interesan especialmente por la política, sino que más bien resisten sus consecuencias. Teresa brega contra la uniformidad, Sabina contra el kitsch, y ambas procuran, cada una a su manera, rescatar y proteger la intimidad del avance de la dominación del Estado. Tomás manifiesta un esporádico interés por la política cuando escribe su artículo sobre Edipo, sin embargo, su mayor preocupación reside en su profesión y posteriormente en su amor por Teresa. Estos tres personajes, plantean su vida “en términos de defensa de la libertad individual, desconfiando del poder político” (Fèvre, 1987: 48). Tal vez sea Franz quien detenta mayores intenciones políticas, pero habría que recordar que es un soñador y es la política encarnada en la Gran Marcha de la izquierda europea lo que lo seduce, y no la política como posibilidad concreta y real.

Asimismo, hemos intentado poner de manifiesto cómo ciertas situaciones existenciales de los personajes iluminan la comprensión de las circunstancias históricas. Al respecto, Kundera sostiene como principio que, en la novela, “la Historia debe en sí misma ser comprendida y analizada como situación existencial” (1992: 41)[8]. La debilidad que experimenta Teresa nos permite entender lo que sucede tras el balbuceante discurso que Dubcek pronuncia al octavo día de la invasión rusa. La contradicción entre levedad y peso con que Tomás se enfrenta cada vez que tiene que tomar una decisión importante, alumbra a su vez la levedad de la historia y el papel de la casualidad en su derrotero incierto. La rebelión de Sabina contra el kitsch es un rechazo de la historia que se reconcilia con lo que pasó, o lo que es similar, que promete una reconciliación futura próxima. La Gran Marcha por la que Franz se encuentra atraído permite aprehender la historia como un desenvolvimiento inevitable y progresivo hacia la fraternidad, la igualdad y la libertad. De esta manera, todos los personajes de la novela “consuman no sólo su historia personal sino también, además, la historia suprapersonal de las aventuras europeas” (Kundera, 1992: 44).

En La insoportable levedad del ser, entonces, los personajes contemplan desde la distancia y con cierta desconfianza a la política, no sólo por el peso de la dominación totalitaria, sino también porque valoran más la trama de sus vidas y los desvela su precariedad constitutiva. No podemos saber cuáles son las mejores decisiones, no podemos controlar el curso de nuestras acciones, ni las consecuencias que se siguen de ellas. En definitiva, no somos autores de nuestras vidas, sino más bien actores, que al mismo tiempo actúan y padecen bajo la incidencia del azar y de la casualidad. Lo mismo sucede respecto de la historia; no la podemos controlar, pero sus consecuencias impactan en nuestras vidas con un peso inusitado. Sin embargo, cada uno de los personajes encuentra pequeñas hendiduras que, a pesar del curso de la historia, le permiten preservar resquicios de la trama de su vida aun cuando esto implica su retiro del mundo. Concluimos, con estas palabras de Kundera que además de referirse a la novela, presentan una visión crítica del derrotero de la época moderna:

Escribiendo La insoportable levedad del ser, inspirado por mis personajes, que de alguna forma se retiran todos del mundo, pensé en el destino de la famosa expresión de Descartes: el hombre, ‘dueño y señor de la naturaleza’. Después de conseguir milagros en la ciencia y en la técnica, ‘ese dueño y señor’ se da cuenta de pronto de que nada posee y ni es dueño de la naturaleza (poco a poco ésta va abandonando el universo) ni de la Historia (que se le escapa) ni de sí mismo (puesto que es guiado por las potencias irracionales de su alma). Pero si Dios no cuenta y el hombre ya no es dueño ¿quién es entonces el dueño? El planeta avanza en el vacío sin dueño alguno. Ahí está la insoportable levedad del ser.

(Kundera, 1992: 44-45).

Referencias bibliográficas

Arendt, Hannah (1999): Los orígenes del totalitarismo, trad. Guillermo Solana, Madrid, Taurus.

Arendt, Hannah (2001): La condición humana, trad. de Ramón Gil Novales, Barcelona, Paidós.

Benjamin, Walter (2002): “Sobre el concepto de historia”, en La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, trad. de Pablo Oyarzun Robles, Santiago de Chile, Universidad ARCIS y LOM ediciones.

Fèvre, Fermín (1987): Kundera. La áspera verdad, Buenos Aires, Lexicus.

Kundera, Milan (1992): El arte de la novela, trad. de Fernando de Valenzuela y M. Victoria Villaverde, México, Vuelta.

Kundera, Milan (1993): La insoportable levedad del ser, trad. de Fernando de Valenzuela, Barcelona, RBA.

Kundera, Milan (1998): Los testamentos traicionados, trad. de Beatriz de Moura, Barcelona, Tusquets.

Kundera, Milan (2005): El telón. Ensayo en siete partes, trad. de Beatriz de Moura, Buenos Aires, Tusquets.


Notas

[1] La concepción arendtiana de la acción resuena en la propia conceptualización de Kundera respecto de su carácter impredecible, inestable, irreversible y que escapa al control racional de los actores. Además, la afinidad entre la pensadora judeo-alemana y el escritor checo remite a cierta forma de entender el pensamiento. Por eso en Los testamentos traicionados, Kundera recupera la definición de Arendt del pensamiento de Nietzsche como “pensamiento experimental”, cuyo “impulso es el de corroer lo que está inmovilizado, socavar sistemas comúnmente aceptados, abrir brechas para aventurarse en lo desconocido” (1998: 187). Ésta es precisamente la tarea que Kundera y Arendt asumen, el primero desde la novela y la segunda desde la reflexión filosófica y política.

[2] En La condición humana, Hannah Arendt (2001: 200-266) señala que el ámbito de las acciones humanas se enfrenta a una triple frustración: la imprevisibilidad, la irrevocabilidad y el carácter anónimo de su resultado. Esto ha desvelado a los filósofos que siempre procuraron, aunque finalmente en vano, dotar de estabilidad a las acciones humanas a través de dos caminos alternativos pero complementarios. Por un lado, pensaron la acción como un proceso de fabricación regido por una racionalidad medio-fin, y no como la interacción plural entre los hombres. Por otro lado, insertaron la acción en la “Historia”, concibiéndola como un apéndice de un proceso más amplio, con su propia racionalidad inherente y relativamente independiente de la voluntad de los individuos.

[3] “Aprehender un yo quiere decir, en mis novelas, aprehender la esencia de sus problemas existenciales. Aprehender su código existencial. Al escribir La insoportable levedad del ser me di cuenta de que el código de tal o cual personaje se compone de algunas palabras clave. Para Teresa: el cuerpo, el alma, el vértigo, la debilidad, el idilio, el Paraíso” (Kundera, 1992: 34).

[4] Creemos que es factible establecer una distinción entre igualación e igualdad; mientras que la primera supone la uniformidad, la segunda implica la posibilidad de diferenciación y de distinción entre individuos que se reconocen como iguales en determinados respectos.

[5] Kundera no utiliza en ninguna de sus novelas la denominación Checoslovaquia, por eso trataremos de evitarla cada vez que sea posible. En este contexto, la utilizamos porque los rusos invaden Checoslovaquia, que es una unidad territorial más amplia y diversa que la posteriormente delimitada República Checa.

[6] Para un análisis en profundidad de las diferencias entre las tiranías, las dictaduras y los totalitarismos, puede consultarse Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt; especialmente la sección “El llamado estado totalitario” (1999: 485-512). La autora insiste en la singularidad del totalitarismo nazi y comunista (aunque éste sólo abarca el régimen de la URSS hasta la muerte de Stalin), que reside fundamentalmente en su intento de eliminar la espontaneidad, que se consideraba inherente e inseparable de la condición humana. En otras palabras, los totalitarismos mostraron “que todo es posible” puesto que lograron algo que parecía impensable, eliminar la libertad de las personas y transformarlas en entidades que responden condicionadamente a estímulos.

[7] “Lo privado y lo público son por esencia mundos distintos y […] el respeto de esta diferencia es la condición sine qua non para que un hombre pueda vivir como un hombre libre” (Kundera, 1998: 273).

[8] Éste es el cuarto principio que Kundera presenta en El arte de la novela para dar cuenta de cómo abordan sus novelas la historia. Los primeros tres, retomando sus propias palabras, son: “Primero: trato todas las circunstancias históricas con un máximo de economía. Actúo en relación con la Historia como un escenógrafo que decora una escena abstracta con la ayuda de algunos objetos indispensables para la acción […] Segundo principio: entre las circunstancias históricas sólo retengo las que crean para mis personajes una situación existencialmente reveladora […] Tercer principio: la historiografía escribe la historia de la sociedad, no de los hombres. Por esa razón los acontecimientos históricos de los que hablan mis novelas son con frecuencia olvidados por la historiografía” (1992: 40-41).

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