Lazareto

Lazareto cuento medieval Mathías Cunha

El dosel le absorbía la mirada. Tenía los ojos clavados como una espina; el Rey Jotán languidecía en su lecho, amplio y embellecido por sedas y festones colgantes. «Mortajas», sentenció Su Majestad. Antes de despachar a todos, les ordenó que llamaran al Heraldo; un joven que le agradaba, porque era astuto. Hacía preguntas, pero sabía cuándo dejar de molestar. Era mucho más de lo que podía decir de su Corte, unos lisonjeros que nunca guardaban silencio por iniciativa propia; solamente conocían el solemne mutismo del Palacio. El joven sabía de todas las intrigas palaciegas, pero no participaba en ninguna. La puerta chilló varias veces, pero Jotán no miró. Solo suspiraba cada vez que alguien abandonaba las estancias, como aliviado. Al fin, pasado un rato, la aldaba golpeó tres veces la madera. El Rey se esmeró en sonar mayestático, pero en cambio le salió una voz pueril y débil.

—Adelante —dijo—. ¡Adelante! —repitió con más fuerza, pero el muchacho, diligente, había obedecido a la primera voz. Ya se encaminaba a la mesa. Sabía su deber. Iba vestido con un tabardo gris y verde, lleno de salpicaduras de tinta por aquí y allá. «Nunca deja de escribir…» pensó Su Alteza.

—Sabéis que no tengo descendencia —el Rey rompió el largo silencio incómodo con una frase poco confortable.

—Sí… Majestad. Lo sé —dijo el Heraldo, dubitativo.

—Bien. Pues esa tinta y esa pluma que sostenéis, escribirán mi legado. En otras palabras: en vuestras manos, joven Heraldo, yace todo el poder y potestad que me han conferido, todo el peso de mi Corona. Vos lo cargaréis y lo pondréis en pergamino —Jotán se pausó, fatigado—. Serán horas de aflicción, muchacho. Pero habrá recompensa —añadió. Sin hacer preguntas, el Heraldo ya extendía un pergamino poroso y preparaba su mano trémula para escribir. Barrió la mesa con el brazo, tirando incluso un par de anillos y un espejo. Se paralizó cuando el espejo se quebró en mil esquirlas al impactar contra el suelo de cedro. El Rey no dijo nada. No le importaba.

—Antes de empezar… Jugasteis a Capturar la Bandera de niño, ¿eh? —fue una pregunta repentina y chocante.

—Claro. Todos… en su honor, Majestad —el Heraldo pintó una sonrisa borrosa en su rostro.

—No. No. No habléis de honor. Escribe —Jotán sacudía la cabeza sobre la almohada. Enmarcada por una maraña canosa, su cara rojiza y surcada por arrugas delataba su estado. Aunque se llevaba un pañuelo de lino fino a la boca lívida cada vez que tosía, notó de soslayo que el Heraldo se cubría hasta la nariz con el tabardo. «Prefiere mil gotas de tinta antes que una gotita de mi Real saliva. Es listo».

—Yo también lo hacía —Jotán interrumpió su tos espasmódica con esfuerzo—. De niño. Jugaba a Captura la Bandera. Lo hacía en el jardín del Palacio. Siempre colgaba mi pendón en la Fuente y tendía alguna trampilla. Siempre caían en mi trampa. Siempre ganaba… —un sollozo intenso, seguido de seca y ronca tos, callaron al Rey. Una vez recuperado, dijo:

—Escribiréis una crónica. Una infeliz historia. La Batalla de Captura la Bandera, la llaman. Hoy, le daré otro nombre y pondré mis palabras en tu mano.

—Vuestra mayor proeza, Majestad. Ya hay coplas y hermosas baladas al respecto.

—Escribid —espetó con fría solemnidad el Rey. Luego, se abatió, hundiéndose en un largo parpadeo. Al fin, comenzó a dictar y el Heraldo transcribió, mudo.

En su lecho de muerte, el Rey Jotán, ungido por La Fe para gobernar su pueblo, decide cumplir con una de sus tareas primordiales: impartir justicia. Presa del peso que le impusieron, y de su propia cobardía, postergó hasta lo último este menester, pero ahora, con ayuda de su más confiable súbdito, narrará lo acontecido en La Batalla de Captura la Bandera.

A continuación, lo acaecido esa jornada histórica:

Oteadores llegaron con malas nuevas aquel infausto día; irrumpieron en una sesión ordinaria de mi Corte, en el Salón Principal del Palacio, para advertir lo más temido: el enemigo avanzaba contra nosotros. “Criaturas ignotas”, informaron los batidores, componían también la numerosa hueste. Venían tanto del Norte como del Este. Y hubo gritos en todas direcciones; se montó un tinglado en la Corte. Reprendí a mis Altos Generales por permitir que los soldados alterasen así el orden, aquellas noticias debieron permanecer en el círculo íntimo, fue imprudente que desde las galerías hasta los rincones del Salón, todos se enteraran. Me forzaron a actuar con rapidez, porque el estupor fue fugaz, luego, cada persona presente me miró con fijeza. Convoqué de inmediato un Consejo de Guerra. Por apariencias. Porque en esa dilatada porción de tiempo entre la alarma y la parsimonia de los Generales formándose frente al Trono, una vez evacuado el Salón, ya había fraguado un plan en mi cabeza.

No hice más que hablar de logística: trincheras aquí, empalizada allá, caballería comandada por tal General, que hacía reverencia, caballería del otro flanco bajo otra voz de mando. Ordené construir Torretas de madera, eso los desconcertó. Y asumí la responsabilidad Real de liderar la vanguardia. Salieron en tropel a cumplir mis órdenes. Y eso anhelaba, porque yo debía salir también. Necesitaba hablar con Queroam, un Sacerdote. Anciano sabio. A diferencia de los hombres de guerra, él me había comunicado ominosas novedades días atrás, pero en privado. “Una maldición o sortilegio —me había prevenido—, afectó a varios de mis acólitos. Si fuera una enfermedad normal, habría síntomas en común. Pero hubo un joven que quedó ciego, otro que presentó descamación en la piel, una de las muchachas que los atendió, cayó en terrores febriles que le impiden dormir, tiembla, tiembla y se queja. Apenas come. Majestad, si viera su palidez…” Queroam musitó un rezo. Me aconsejó aislarlos hasta saber el origen, así que los recluimos en un lazareto, junto a leprosos y moribundos, hasta saber las razones de sus afecciones. Entonces, cuando me enteré que arreciaba el aliento de miles de guerreros como viento huracanado, lo supe: el enemigo invasor quiso debilitarnos antes del combate. Hicimos bien en frenar el avance de esta contagiosa obra de Alquimia o magia pagana.

Mi orden fue clara y concisa. Como toda buena mentira. Y Queroam transmitió, por un tercero que no amaneció luego de cumplir su deber, locuazmente el mensaje: los leprosos, malditos y moribundos, llevarían mi blasón en la batalla. Mi bandera. Por el Dios Eterno… lo que les hice…

Y llegó aquella mañana de arrebol. A veces, recuerdo mirar en lontananza y no distinguir el horizonte; rojo el cielo, rojo el campo. Cruenta fue la jornada. Pero no más que mi plan. Sendas caballerías cubrían los flancos. Rezagada, una infantería de lanzas en ristre las respaldaba. Trincheras y estacadas nos guardaban a derecha e izquierda. Un bosque de cedros y enebros nos cubría la espalda. Y en el medio, el sendero, la estrada. Ahí aguardé, pero a la vera del Camino, no al frente. Y los vi llegar. Unos reptaban como animales rastreros. Otros iban a tientas, lisiados de los ojos. Algunos infundían pavor, con su piel estropeada. Pero al frente, con la bandera, la muchacha. La vi caminar, parecía respirar, pero empeño mi corroída alma en la convicción de que estaba muerta. En pie, pero muerta. Vestía un sudario blanco. Queroam me contó que el enemigo, adorador de dioses espurios, creía en una leyenda, un cuento de viejas para asustar niños, y se llamaba “La Dama del Sudario Blanco”. Así que aquella abanderada podía hacer flaquear el valor del numeroso destacamento que ya asomaba con su tronar de tambores y rugidos. Ordené que sonaran cuernos y trompetas, pero el viento aullante nos silenciaba. Terror, terror, terror.

Grande fue la desolación cuando aparecieron figuras lejanas de desconocida procedencia en aquel terreno anfractuoso. Criaturas innobles, “ignotas”, tal como las llamaron los oteadores. Excepto una, con su pelaje hirsuto, sus colmillos curvados y sobresalientes, su nariz larga y enroscada de a ratos, arrastrada de pronto. Un Behemoth. Si un gigante equivale a quince hombres, un Behemoth hace lo propio con diez caballos. Y vi aparecer otro. Y otro. Ahí lo decidí: mi plan era necesario. ¡Qué abominación! Debí morir con honor ese día, no esto, no esto…

De dorado yelmo, decidí cubrir mi rostro bajando la celada. Creo que sentía vergüenza. Mi armadura; pectoral, espaldar, hombreras… todo de áureo resplandor. Un Rey esplendente. Debajo del metal guateado, llevaba cota de malla. Entre todo esto y mi custodia numerosa, me sentía a salvo. Y claro, el plan… no sería a mí a quien tocarían. Tal como sabía que pasaría, las bestias cayeron sobre nosotros antes que los hombres, incluso que los jinetes. Señalaré aquí la cobardía de los invasores. Ya he hecho lo propio, mi autocrítica, pero cabe mencionar a aquellos que enviaron lobos inusitadamente grandes, Behemoth, raquíticos soldados salidos de algún abismo negro como su uniforme y una lluvia impenetrable de polvo oscuro, obra de Alquimistas. Pusilánimes.

“Siempre buscan la misma presa —me advirtió mi padre, Rey antes que yo—. Pero no siempre al mismo hombre. Colores. Por eso se guían. Banderas”. Desabroché mi capa dorada, ordené que aquel que mejor forma presentase de los salidos del lazareto la llevara, que lo cubriesen de dorado y le dieran una montura digna de Rey. También, que le quitaran la bandera a la muchacha, y que alguien la sostuviera al lado del falso Rey. Por último, mandaté que abriesen filas. Que no hubiera escudos ni protección alguna. Y me aparté. Me arrebujé en un sobretodo gris y me refugié en un costado. Caballeros y lanceros delante de mí. Nadie junto a los del lazareto. Todos, absolutamente todos abandonaron esa artificial vanguardia cuando se aproximaron las bestias devoradoras. Los enfermos no tuvieron tiempo de huir. No eran tan veloces. Y sí, mi padre no mintió: fueron directo a la bandera y a la capa dorada. Bestias sin intelecto, entrenadas para eso.

“No solo llevarán la Enseña Real, comerán con el mismísimo Rey —vi cómo la quijada de un Behemoth es tan fuerte como su pisada—. La maldición terminará cuando el autor del maleficio muera. ¡Y no quedará enemigo con vida! —los lobos se hacían un festín, lanzando dentelladas que convertían a personas en jirones de carne y piel— La victoria será nuestra. Y Su Majestad manda a este humilde mensajero para deciros: mas la gloria será vuestra —Y soldados negros, más lentos que sus compañeros de avanzada, llegaron a la masacre. Ahí lo dije. Repetirlo me lacera el alma marchita. Pero constará en esta misiva la verdad.

—¡Brea y flechas incendiarias, ahora!— grité, mientras caía el manto gris que me escondía —¡Ahora! —repetí varias veces. El mensajero de Queroam les había hecho incontables promesas de mi parte. Murió mientras dormía. Y Queroam fue convocado al combate, para infundir fe. También tuvo una muerte repentina. Estalló el fuego. Las Torretas que mandé construir, lanzaron el combustible. Los arqueros tensaron las cuerdas de su instrumento, que al soltar flechas silbantes en el viento, sonaron como lúgubres arpas. Y todo ardió: bestias horripilantes… y personas. Personas que peleaban por su Rey, quien les mintió. Peor aún, fui tan cobarde que solicité a un Sacerdote que enviara un tercero. ¡Dios Eterno! Creí que estaría preparado al convencerme de que era necesario. Pero nunca estaría listo para ver semejante escabechina. Esto sonará horrendo, aunque ya he dicho cosas de tal cariz, pero los arqueros tenían vista aguda y atinaban al blanco, las criaturas. Así que los combatientes del lazareto todavía tenían gente en pie. La muchacha…

El Estandarte cayó, pero unas manos nervudas y pálidas lo volvieron a alzar. Ella, con su Sudario Blanco, era de nuevo mi abanderada. Tal causa retrasó mi ingreso, porque seguían las estampidas con el Blasón como objetivo. Aquello era caos. Un caos que me miró, sabedor de su destino, de mi traición, y juro por lo más sagrado que las pupilas dilatadas de la Dama, me penetraron el corazón y un frío me estremeció. Resistió. Aun cuando los hombres paganos decidieron intervenir y los Alquimistas consumieron el fuego con un cántico ululante que hizo llover polvareda terrosa sobre las llamas que habían matado a la inmensa mayoría de sus bestias. Chamuscada y con el Sudario ennegrecido, profirió un grito que casi para en seco a medio ejército enemigo. Ella. La traicionada por su Rey, que peleó por su Reino. Ella.

Éramos más. Como calculé, sin sus monstruos, les llevábamos ventaja. No fue difícil romper sus filas. Los aplastamos. Los pasamos por espada y lanzas y muchos murieron en la retirada, entre las estacas de los flancos. Perseguimos a los otros, los sobrevivientes. Y fui yo, en mi armadura esplendente, quien acaparó la gloria en esos momentos, matando a los desertores enemigos que no presentaban resistencia, desde mi regia montura. Solo flechas insidiosas pudieron llevarse algún hombre de mi ejército. Hasta este día, en un túmulo elevado, flamea la bandera. Mi mayor hazaña. Qué vergüenza…

Con el poco vigor que tengo, que ya me abandona, quiero dictar mis últimos edictos:

La batalla ya no será la de la maldita bandera. Será conocida como La Batalla del Lazareto. En honor a los grandes damnificados.

Y nombro a Saí, mi Heraldo, Rey de Armas del Reino. Autoridad sobre todo Heraldo.

El muchacho terminó de escribir. No hay palabras para describir el estado que dispensaba su rostro convulsionado. El Rey pidió poner en un sobre lacrado el pergamino y lo estampó con su selló. Luego escribió:

Encomiendo a La Fe buscar un nuevo Rey. Este sobre solo puede abrirse por el ungido para reinar. La tinta ya está seca, pero el texto está anegado de mis lágrimas más sinceras, y mis manos, empapadas en sangre.

Rey Jotán.

Depositó el sobre en un bolsillo del tabardo del futuro líder de los Heraldos del Reino, un bolsillo en el pecho. —Cuidaros. Y cuidad el sobre y lo que contiene —dijo, por fin.

Este cuento es parte de la antología, Lazareto, que será publicada próximamente. ¡Haz clic en este enlace para obtenerla a un costo preferencial!

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