De juanetes y atropellos

La maldición de Casandra

Desde tiempos remotos, lo que las mujeres dijeran no era algo de lo que se podía estar seguro, pues las costumbres machistas hacían de la voz femenina una voz a la que no se le debía creer. Por ende, no era extraño que en la Antigua Grecia se contara cómo el Dios Apolo hizo inverosímil la voz de Casandra, hija de Príamo y Hécuba, los reyes de Troya. Esta mujer gozaba de una belleza inconmensurable, tanto así que Apolo añoraba tener relaciones sexuales con ella y para lograrlo le concedió el don de ver el futuro. Pese al regalo dado por Apolo, Casandra no quiso renunciar a su virginidad y, este Dios, enfurecido, le escupió en la boca, convirtiendo su regalo en una maldición, la misma que han padecido muchas mujeres: nadie le creería lo que dijera. Por esta razón, Casandra sabría los males que ocasionaría su hermano, Paris, trayendo a Helena de Esparta, y también vería que el caballo que los griegos darían a Troya, en acto de rendición, era en realidad una emboscada. Esta mujer podía ver el futuro, pero absolutamente nadie estuvo dispuesto a oírla.

De la misma forma que fue ignorada la princesa de Troya han sido ignoradas muchas mujeres. En la literatura, cientos de mujeres publicaron sus obras con seudónimos masculinos porque las editoriales no aceptaban manuscritos de escritoras. En la ciencia, hace poco tiempo que las mujeres tienen reconocimiento, a pesar de que han aportado incontables conocimientos a tal campo del saber, prácticamente desde la prehistoria; las universidades más antiguas del mundo, aquellas en las que nacieron las vacunas o donde fueron descubiertas distintas leyes físicas, como las de Newton o las de la termodinámica, albergaban en sus pasillos exclusivamente a hombres. En la filosofía también fueron excluidas y, aquellas que excepcionalmente no lo fueron, como las pitagóricas, debían atribuir todas sus ideas a un líder masculino. Dicho de otro modo, la inverosimilitud o falta de credibilidad, fue la herramienta perfecta para desarticular el discurso de las mujeres, pues era mucho más sencillo apartarlas y pensar que todo lo que dijeran no valía la pena (cuando no plagiaban sus ideas), que darles la oportunidad de hablar y darse cuenta que tenían cosas valiosas por decir.

No obstante, con el paso del tiempo, las mujeres comenzaron a clamar por poder: participar de la vida política, estudiar, trabajar y tener condiciones laborales equitativas, recibir los mismos salarios que los hombres, disfrutar las relaciones sexuales, etc. En pocas palabras, comenzaron a clamar por justicia. En consecuencia, surgieron las olas feministas: grandes movimientos sociales en los que se exigía la desmantelación de costumbres patriarcales, tal como lo describe Nuria Varela:

Por primera vez en la historia, los ciudadanos nacen libres e iguales ante la ley. Pero esto es solo para los hombres, no para las mujeres. Las mujeres se preguntaban por qué no las tratan como ciudadanas y no les reconocen los mismos derechos que a los hombres. Por ejemplo, el derecho a la educación y el derecho a la propiedad. Los hombres hablaban de igualdad universal y al mismo tiempo las consideraban inferiores. Las mujeres entendían esta contradicción y por eso, nació el feminismo.

(Varela 32)

Nuria Varela hace alusión en este fragmento de su libro, Feminismo para principiantes, al estallido de la Primera Ola Feminista, en el siglo XVIII. En ese entonces las mujeres reclamaron los mismos derechos que estaban pidiendo los hombres, y fueron excluidas con la maldición de Casandra, como se puede apreciar con el destino de Olympe de Gouges[1]. Tras la Primera Ola Feminista, los esfuerzos de los hombres por hacer inverosímiles las voces de las mujeres se volvieron más fuertes; por ello muchas mujeres fueron asesinadas, y las supervivientes tuvieron que esperar hasta comienzos del siglo XX para unirse de nuevo y exigir justicia. Fue entonces cuando nació la Segunda Ola Feminista, conocida como la de Las Sufragistas (quienes principalmente reclamaban poder votar), misma que culmina en la segunda mitad del siglo XX con la Tercera Ola Feminista: aquélla que buscó el acceso de la mujer a la educación y la visibilización de las mujeres en todos los campos del saber. Pero el movimiento feminisita no paró, y en el siglo XXI se siguió exigiendo la eliminación de las versiones más contemporáneas del patriarcado, tales como la actual prohibición del derecho a decidir sobre si abortar o no.

A pesar de los logros alcanzados con las Olas Feministas, aún vivimos en una sociedad profundamente desigual, y en relación a esto tenemos que preguntarnos: ¿Por qué las mujeres siguen siendo seres para los otros? Este diagnóstico lo realiza la filósofa feminista Graciela Hierro, argumentando que las mujeres solo tienen un modo de ser, aquel para los demás. Muchas veces son obligadas a ser madres, tienen que ser delgadas y altas, con el cabello liso, con roles de género que les impiden tomar decisiones, pero les exigen ser amorosas, etc.; este tipo de mujer es la única que tiene cabida en el imaginario de la sociedad. Tristemente, incluso después de conseguir el derecho al voto, a la educación, a la propiedad o al divorcio, la sociedad sigue concibiendo a la mujer en los términos que Graciela Hierro resalta, siendo un ser para los otros.

Recapitulando lo que se ha descrito hasta ahora, podríamos hablar de la maldición de Casandra y cómo ésta hizo que las mujeres fueran excluidas de casi cualquier escenario. Posteriormente, describimos las Olas Feministas, movimientos sociales que lograron derechos para la mujer, y en un último momento se resaltó que pese a las Olas Feministas, la sociedad sigue entendiendo a la mujer de una sola manera, con todos los estereotipos que hay detrás de ello. Tan solo nos falta en este apartado hablar de pies, aquello que conectará la figura de la mujer con una sociedad hecha por y para hombres.

Tacones y juanetes

Los pies humanos son producto de la evolución, nacemos bípedos[2]. La raza humana ha diferenciado sus extremidades inferiores de las de los demás bípedos, debido al hecho consistente en que, mientras los chimpancés y los avestruces tienen una planta resistente a las inclemencias del suelo, los humanos tenemos una bastante suave, misma que requiere calzado.

A una sociedad que invisibiliza a las mujeres poco le interesa saber cómo las costumbres patriarcales construyen diferencias tan marcadas entre la anatomía de los hombres y la anatomía de las mujeres, a tal punto que los pies de estas últimas –por la violencia infligida contra ellas– desarrollan características que los seres humanos al nacer no tienen y que con el tiempo, generan dolor. En pleno siglo XXI, después de haber pasado por tres grandes Olas Feministas y estar sobre la cuarta (misma que sigue buscando igualdad de condiciones para las mujeres respecto a las que tienen los hombres), los pies son un muy buen ejemplo de que aún hoy la mujer tiene que adecuarse a un mundo hecho para los hombres; un mundo en que las mujeres tienen juanetes y los hombres no, un mundo en el que sigue vigente la maldición de Casandra.

Si bien la voz de las mujeres ha logrado sortear difíciles obstáculos, a medida que ha pasado el tiempo se ha descubierto que prácticas aparentemente inofensivas legitiman la maldición de Casandra, desde conversaciones en el hogar, donde se exige que la mujer haga de comer y el hombre no, hasta la deformación de los pies de las mujeres por considerarlos feos.

Los juanetes no se forman de la noche a la mañana; para que estos existan se requiere presión constante y hacer pasar por adecuado aquello que no lo es, pues las mujeres desde muy pequeñas tienen que lidiar con prejuicios que no les gustan, pero que les son impuestos. En cualquier reunión social se exige, consciente o inconscientemente[3], que las mujeres se pongan tacones y, cuando no lo hacen, se les dice que no están vestidas adecuadamente; con el pasar de los años y la asistencia a eventos sociales, a reuniones formales o a trabajos donde esto es una obligación diaria, las mujeres sufren dolores en sus pies y una protuberancia ósea empieza a asomarse en los dedos gordos: el juanete. Esa será la metáfora con la que enlazaré la maldición de Casandra.

Kathryn Harrison es una autora estadounidense que describe a la perfección la situación desigual que las mujeres padecen; en su libro Los pies de la concubina,  se muestra la cruda realidad de millones de mujeres en China, donde durante siglos se rompió la planta de los pies de las niñas mediante vendajes muy apretados que se les ponían forzadamente, todo bajo el pretexto de que a los hombres les atraían las mujeres con pies pequeños. Hasta los años 40 del siglo pasado se seguía desfigurando los pies de las niñas chinas; a los 7 u 8 años se creía que ya eran aptas para vendarles los pies y al mismo tiempo se les pedía que desarrollaran habilidades manuales, para así, en el tiempo en el que no se podían mover por el dolor en las extremidades inferiores, fabricaran productos hilados, como telas. Al tener los pies deformados por el rompimiento de sus huesos, las mujeres debían casarse y aquellas que tuvieran los pies más pequeños, los que fueron más triturados[4] por la presión de las vendas, eran las favoritas de los pretendientes más ricos. A partir de la revolución de Mao Tse Tung, la deformación de los pies de las mujeres en China dejó de ser tan común, aunque aún hay personas con vida que padecieron esta cruel práctica.

Ahora bien, lo que les sucedía a las mujeres en China no dista de lo que le sucede a las mujeres en occidente con los tacones de punta cerrada. A las mujeres chinas se les rompían los pies con vendajes, a las occidentales se les forma una protuberancia dolorosa con los tacones. Ambas prácticas son el reflejo de costumbres, desconsoladoramente, patriarcales.

Por lo anterior podemos afirmar que, como Graciela Hierro lo dice, las mujeres son concebidas como un ser para los otros; muchas prácticas sociales lo demuestran y, sin lugar a dudas, absolutamente todo lo que tradicionalmente se ha pensado que es adecuado, debe ser revalorizado, aclarando que ese tipo de análisis carga consigo un deber moral, puesto que una sociedad diseñada para los hombres y en la que sigue viva la maldición de Casandra, es una sociedad en la que todos debemos expandir nuestro circulo de acción, es decir, actuar éticamente.

La resistencia al cambio

Uno de los grandes inconvenientes en las transformaciones sociales es la negación al cambio; un sin número de personas cree firmemente que sustituir una costumbre que hace daño es imposible, y lo hemos apreciado en todas las épocas, en cómo una fracción considerable de la población se negaba a que las cosas fueran diferentes; sin embargo, la sustitución de un paradigma del pensamiento por otro, ha sido el detonante de las más grandes y positivas transformaciones.

En el siglo XXI el machismo no es el mismo que era hace veinte, treinta ni cincuenta años; las costumbres patriarcales han ido adaptándose al resto de cambios históricos, y sus consecuencias han sido igual de perjudiciales para las mujeres, y también para los hombres. Independientemente de los medios que se usen, a las mujeres se les sigue tratando de forma desigual y se les sigue infligiendo daño. Lo podemos ver en cuánto le dificultan a una mujer tener un espacio en un grupo de académicos hombres, donde parece que lo que sea que diga, no tiene valor, solo por ser mujer. También lo podemos observar en las estadísticas de asesinatos de todos los países, donde, desconsoladoramente, queda consignado que las mujeres son asesinadas mucho más que los hombres y en situaciones eminentemente comunes: en el hogar, en el trabajo o en la escuela. Por consiguiente, parecería que la maldición de Casandra se ha adaptado a nuestros tiempos, que los tacones están mejor puestos que nunca y, para empeorar la situación, tanto hombres como mujeres suelen ver de forma negativa los movimientos feministas; se acusa de locas o exageradas a las personas que asisten a las marchas que son organizadas en las grandes ciudades del mundo, y no se les deja hablar, dando por sentado que todo aquello que tenga que ver con aborto, feminicidio, igualdad de condiciones laborales o disfrute sexual[5] es un discurso carente de sentido.

Si algo ha demostrado el siglo XXI, es que los cambios sociales no son aislados y cada vez es menos posible ocultar el daño que se le hace a alguien. Graciela Hierro diagnostica el problema mediante la tesis consistente en que las mujeres son un ser para los otros. La maldición de Casandra es una de las costumbres que mejor se ha adaptado al pasar de los tiempos y que todavía hoy causa estragos al quitarle verosimilitud a la voz de las mujeres.

Pongámonos gafas violeta

Evidenciadas las circunstancias a las que ha tenido que adaptarse la mujer en una sociedad donde se la concibe de una única manera, vemos con claridad que las figuras de los juanetes y de los tacones de punta cerrada, son fieles imágenes del escenario donde habitamos hombres y mujeres.

A veces por la fuerza de la costumbre se pide, tácita o directamente, que las personas hagan cierto tipo de cosas. Estas acciones rara vez son analizadas y por ello se encuentran normalizadas en la cultura y las prácticas sociales, y eso precisamente es lo que imposibilita que las mujeres se quiten los tacones y tengan pies sin juanetes. Lo podemos apreciar casi a diario, en situaciones donde se demanda que la mujer se encargue de las tareas domesticas y el hombre no; en juntas directivas de empresas o instituciones donde se cumple la cuota política de tener una mujer, pese a que su proporción respecto a hombres en la sala es por mucho inferior; en espacios académicos, foros, coloquios, seminarios o asignaturas, donde las mujeres pareciera que tienen que estar mucho más preparadas que los hombres para poder hablar, pues muchas de las cosas que dicen no son tomadas en serio, etc.; en todos los espacios las mujeres tienen que camuflarse, vestirse como las quieren ver y expresar lo que los demás esperan que digan; en la sociedad son muchos los tacones que existen y muy dolorosos los juanetes que ocasionan.

Sin embargo, del hecho de que las cosas estén tan mal no se sigue que no debamos hacer algo; por el contrario.

Gemma Lienas lo dice:

La abuela me lo confirma.

—Eso es machismo, corazón mío.

—¡Caramba! ¡Quién iba a decirlo de nuestro entrenador…! Si es muy joven y muy progre y muy moderno y muy guay…

—Y machista, como mucha gente. Tal vez, ni siquiera lo sabe…

—¿Estás segura?

—Segura. ¿No ves que el machismo se aprende? Todos los elementos machistas de la sociedad se nos van metiendo dentro del cerebro sin que nos demos cuenta. Precisamente, para ser conscientes, tenemos que ponernos unas gafas violeta y mirarlo todo con unos ojos nuevos, con ojos feministas. Solo así podremos ver las discriminaciones que sufren las mujeres.

(Lienas 22)

Dentro de la cotidianidad, hay una cosa muy simple (pero que puede ser aplicada a todas las situaciones imaginables) que podemos hacer para ayudar a terminar con la maldición de Casandra: ponerse las gafas violeta[6] y con ellas realizar una nueva evaluación ética –con miras a la justicia social que exigen los tiempos– de nuestra cultura.    

En principio, puede que haya detractores de analizar permanentemente si nuestras acciones son machistas o no, a causa de que habrá grupos sociales a los que les parezca engorroso y difícil ponerse a cuestionarlo todo, pero es un deber de los hombres y de las mujeres acabar con los juanetes. Si apreciaramos a diario que las mujeres empiezan la carrera de la vida con desventaja, ¿cómo es posible no hacer algo? Será que si todos viéramos, con sentido critico, que las mujeres son asesinadas, violadas, ultrajadas y concebidas en función de los otros, ¿el machisimo seguiría teniendo tanta fuerza? Evidentemente no, se desnormalizarían los comportamientos que creemos son normales y de a poco más personas cambiarían. Esos comportamientos machistas que han logrado persistir a pesar de las Olas Feministas, cada vez se analizarían más y se dejarían de legitimar, porque todos constantemente estaríamos intentando que deje de haber juanetes.

María Acaso, filósofa española, habla acerca de las transformaciones que se deben dar en el Arte y en la Educación, y para hacerlo tiene una metáfora bellísima, que podemos usar casi en cualquier circunstancia que requiera un cambio urgente, como el uso de tacones y el nacimiento de juanetes. Imaginémonos en un país con estaciones que se aprecian fuertemente; está por comenzar una nevada, vemos desde nuestra ventana que muchos copos de nieve empiezan a caer del cielo, pero parece que no le hacen nada a la jungla de concreto que los está recibiendo; no obstante, todo el día no para de caer nieve, incluso en la noche sigue nevando, y en la mañana el paisaje gris que el día anterior veíamos se convirtió en una postal sacada de película; todo está cubierto de nieve.

Igualmente, el paisaje del machismo parece incambiable; creemos que resituir la voz de las mujeres no es posible, y menos aun consideramos que la forma en la que las concebimos pueda cambiar, pero si nos ponemos las gafas violeta y no dejamos de persistir en ello, el machismo y la violencia que implica, pueden dejar de dominar el paisaje. Si todos, hombres y mujeres, pusieramos nuestro entendimiento en modo de análisis, con las gafas violeta puestas en todas las esferas de nuestra vida, no solo cumpliríamos con el deber que tenemos de ayudar a otros; también nos ayudaríamos a nosotros mismos como sociedad.

Notas

[1] Guillotinada en 1793 por pedir que los derechos de las mujeres fueran los mismos que reclamaban los hombres en la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano.

[2] Capacidad de ciertos animales para andar sobre dos extremidades inferiores. Los avestruces, los chimpancés y los seres humanos son bípedos.

[3] Invitaciones a bodas, galas, fiestas, premiaciones o actos religiosos, suelen tener un apartado con la ropa que deben llevar puesta las personas, y a las mujeres se les pide ir de vestido y tacones.

[4] Cuando el tarso y el metatarso, huesos que conforman el empeine del pie, se rompían, se daba por hecha la práctica de los Pies de Loto.

[5] Cuatro ejemplos de algunos de los juanetes que en la actualidad padecen las mujeres.

[6] En términos de Gemma Lienes las gafas violeta son una nueva forma de mirar el mundo, de tal manera que seamos conscientes de las situaciones injustas hacia la mujer. Esta nueva mirada se desarrolla cuestionando los valores androcéntricos, en otras palabras, aquellos valores que se dan normales desde los ojos masculinos.

Referencias bibliográficas

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