La filosofía de Anne Conway. Sobre la vida de todas las cosas

filosofía de Anne Conway

Introducción

Encontrar la filosofía de alguien cuyo nombre apenas unos reconocen es como pienso el sueño de todo arqueólogo: dar con una ciudad perdida. Imagino a aquél preguntando y obteniendo mínimas pistas de los locales para guiarse en un mapa gastado, la única pieza que tiene. No es hasta que, después de mucho tiempo de meterse a la jungla, al desierto, al fondo del mar, cuando logra ubicar la primera piedra, el primer vestigio del gran misterio. Poco a poco empieza a atravesar la zona y halla más piedras, dibujos, escritos; una sabiduría completamente abandonada y olvidada. En su ignorancia, le impresiona cómo pudo existir una sociedad tan avanzada fuera del espectro de lo que consideramos los grandes pueblos de nuestra historia, del mismo modo en que ciertos investigadores no logran explicarse la arquitectura maya sin los conocimientos de la Antigua Grecia o del antiguo Egipto.

Así, al dar con la filosofía de una pensadora poco conocida o difundida, ocurre que algunos estrechos de mente se preguntan: ¿Cómo pudo eso haber sido escrito por una mujer? ¿Será solo algún pseudónimo?

Después de leer el nombre Anne Conway en un ensayo sobre el vitalismo en Leibniz, siento que he encontrado el mapa mencionado. Busco en internet, librerías, bibliotecas, bases de datos; hallo dos libros y algunos artículos, todos escritos en inglés y todos escritos por mujeres; el único escrito por un hombre ve a Conway como una Proto-Leibniz, como una pequeña, aunque importante, filosofía de transición hacia la leibniziana. Escarbando entre páginas para descargar un PDF, conozco la única y magna obra de Conway: Principia philosophiae antiquissimae et recentissimae (Principios de la más antigua y modera filosofía). Conforme sigo leyendo, encuentro un pensamiento tan potente que es imposible no preguntarse cómo no se estudia en las aulas, por qué no es tan tratada como Leibniz, Descartes, Locke, Berkeley… cuando fue otra gran aportadora al pensamiento moderno, que concibió la idea del –nada más y nada menos que– concepto de ‘mónada’, uno de los imprescindibles de la filosofía leibniziana.

¿Cómo es posible que no se hable más de esta autora? Es una pregunta que se responde sencillamente: por el patriarcado. Así que, vayamos a esas junglas perdidas a encontrar los nombres olvidados que tienen tanto que decir como los que siempre hemos conocido. Escuchemos las voces de las mujeres en la filosofía. En este escrito intentaré hacer una exposición general de la teoría de Anne Conway como invitación para profundizar en su pensamiento, especialmente en el habla hispana, por todo lo que nos puede enseñar sobre ética, modos de habitar el mundo, ciencia, filosofía y religión.

El contexto de Anne Conway

Anne Finch, la vizconde de Conway, vivió en el siglo XVII. Fue contemporánea de Spinoza, Descartes, Leibniz y los platónicos ingleses. Tuvo más relación con los últimos, sobre todo con Henry More, con quién aprendió filosofía en privado, por no haber podido ir a Cambridge; era la época en que las mujeres no tenían permitido asistir a la universidad, restringidas a los papeles de madre y esposa. Sin embargo, ella no solo logró ser una gran estudiosa de filosofía, sino que desafió a los sistemas filosóficos que estaban en primera plana y nadie criticaba, a saber, las perspectivas de Hobbes, Descartes y Spinoza. Así que, Conway estudió esos pensamientos para desafiarlos, exponer sus problemas conceptuales y sus consecuencias éticas, y para formular su propio razonamiento.

Sufriendo los insoportables dolores de cabeza que la atacaron toda su vida, Anne Conway se mantenía en su cuarto, estudiando y dando clases a los hombres que sí tenían permitido asistir a las grandes escuelas, mismos que no podían limitar el asombro ante su brillantez. Sin embargo, su marginación fue inevitable cuando su único libro fue publicado por su mentor, y todos se lo atribuyeron a él. Nadie aceptó que el texto hubiera salido de la pluma de la vizconde de Conway. Empero, sabiendo de la importancia de su obra, su maestro le escribió:

Sé que tu genialidad es tan especulativa y tu ingenio tan penetrante que, en el conocimiento de las cosas, tanto naturales como divinas, no solo has superado a todas las de tu propio sexo, sino también a los del otro, a quienes las eras no han dado más que a ti.[1]

De esta manera, More destacó los planeamientos de Conway como una filosofía que desafiaba a los sistemas dominantes de la época, encontrando en los últimos, fallos conceptuales y éticos al haber olvidado el principio vital de todo cuanto existe; principio vital que, de acuerdo con la Vizconde, siempre está en constante mejoría y en tendencia a lo perfecto, aunque nunca lo alcance. Esto último es lo que considero que hay que destacar de su teoría: la vida y potencia que existe en todos los seres.

El sistema de pensamiento de Anne Conway

Conway afirmaba que toda substancia tiene una posesión potencial de pensamiento, mentalidad, espíritu, alma. Así, su filosofía colocaba el énfasis en la vida de todas las cosas y llevaba a otros a adoptar una ética por atención y cuidado a todo cuanto existe y vive. Llegó a este modo de pensar a través de una integración de filosofía y religión, ciencia y hermetismo, para así abandonar la postura mecanicista de sus contemporáneos y la postura dogmático anti-científica de los pasados teólogos.

Carolyn White, en uno de los dos libros importantes sobre Conway, ambos publicados en el siglo XXI (en inglés), destaca a la filósofa como una integradora de distintos saberes que propuso un sistema con una visión distinta de todas las cosas en el mundo:

Los Principios de Conway pueden ser vistos como un artefacto cultural invaluable del periodo moderno temprano, lo cual la ubica como una pensadora del alto renacimiento, quien, agudamente integró el conocimiento de lo oculto, la alquimia y la sabiduría antigua, con el nuevo modo de organización de la razón o “ciencia”, representada por los mecanicistas. [2]

Ella rechazaba el dualismo de Descartes, pensador racionalista que, en su modelo mecanicista, presentó al cuerpo como “materia muerta”, independiente e inferior al alma. Conway prefería enfocarse en la vida interna de cada organismo sensible, negando la concepción cartesiana, pues la filósofa tenía una nueva visión de naturaleza:

La filosofía cartesiana clama que el cuerpo es mera masa muerta que, no solo carece de vida y percepción de cualquier tipo, sino que en definitiva es incapaz de ambas cosas por toda la eternidad. Este gran error debe ser imputado a todos aquellos que dicen que cuerpo y espíritu son cosas contrarias e incapaces de convertirse en el otro, por lo tanto negando a los cuerpos toda vida y percepción.[3]

Por más que le atribuyan grandes aportes a la visión cartesiana mecánica de la naturaleza para entender sus procesos y leyes, tal perspectiva yerra al reducir todo principio vital a ese funcionamiento mecánico. En palabras de Anne Conway:

La naturaleza no es simplemente un cuerpo orgánico similar a un reloj, el cual no tiene un principio vital que le dé moción; es un cuerpo viviente, que tiene vida y percepción, mucho más exaltado que un mero mecanismo o movimiento mecánico.[4]

Esto sería completamente opuesto a la filosofía cartesiana; de hecho, la pensadora menciona que su teoría es más parecida a la de Spinoza o Hobbes, pero que, sin embargo, hay un punto clave que la distingue; a saber, que Hobbes sí relaciona a Dios con la materia, mas reduciéndolo a ello y olvidando la diferencia ontológica entre materia y alma: elementos que, en vez de ser solo materia, más bien son cada uno un principio vital. En este tenor, Hobbes no negaría que alguna cosa pueda efectivamente alcanzar el grado de ser más alto, igual que lo divino, en vez de solo tender a ello como plantea Conway. Por otra parte, la autora considera, más cercana a Spinoza, que Dios y las creaturas conforman un mismo ser, una misma substancia que se expresa en distintos modos. Visto desde ese monismo radical, todo lo que ocurre en el mundo material es Dios, no hay diferencia esencial entre lo finito e infinito.

Conway afirmaba que realmente no hay distinción alguna entre cuerpo y mente, entre espíritu y materia; más bien, pensaba que ambos hacen un monismo y se necesitan mutuamente. Se creó el cuerpo para que el espíritu pudiese verse a sí mismo. Son cosas unidas, como dos aspectos de la misma substancia. Así como el cuerpo está compuesto por diversos cuerpos, el espíritu también está compuesto por diversos espíritus. Todos los cuerpos son capaces de percepción y sensación y, así, de transformación:

De hecho, la experiencia diaria nos enseña que varias especies se convierten una en la otra: la tierra se convierte en agua, el agua en aire, el aire en fuego o éter y, vice versa, el fuego en aire, el aire en agua, etc., y estas son sin embargo distintas especies. Similarmente, las piedras se convierten en metales, y un metal en otro. No obstante, que nadie diga que estos son solo cuerpos vacíos y sin espíritu. Observamos lo mismo no solo en las plantas, sino también en los animales. Tal como el trigo y la cebada pueden convertirse uno en el otro, de hecho haciéndolo con frecuencia. Más aún, entre los animales, los gusanos pueden convertirse en moscas, y las bestias o peces que se alimentan de bestias o peces de otra especie, pueden convertirse en su naturaleza y especie. ¿Y no ocurre que la materia en putrefacción, o los cuerpos de agua y tierra, producen animales sin ningún germen previo de esos animales?[5]

El sistema de Conway está regido por tres “capas” o “niveles”[6] ontológicos a los cuales piensa como la Trinidad: Dios, Cristo (el Mesías) y lo creado. Cristo es aquello que permite la conexión entre Dios y lo creado, lo que hace que cada ser sea tanto corporal como espiritual. De acuerdo con esto, todo participa de lo divino y no solo aquello que pueda acceder a un mundo inmaterial (como planteaba la idea alma-mente del cartesianismo). Participan de lo divino tanto un caballo y un humano como una piedra o una hoja. Todo tiene vida, por más que hagamos la distinción entre orgánico e inorgánico, entre carne y minerales.

Por estos planteamientos, la Dra. en Estudios religiosos, Allison Courdet, relaciona la filosofía de la Vizconde con el conocimiento cabalístico, citando la Kabbala Denudata:

Nada hay en el mundo, ni siquiera al lado de las cosas silenciosas, como el polvo o las piedras, que no posea cierta vida, naturaleza espiritual.[7]

Así, basada en filosofía cabalística y cristiana, Conway afirma:

Sin embargo, cuando Cristo se hizo carne y entró en su cuerpo, mismo que él trajo consigo desde el cielo (pues cada espíritu creado tiene algún cuerpo, sea terrestre, aéreo o etéreo), tomó algo de nuestra naturaleza y, consecuentemente, de la naturaleza de todo (porque la naturaleza del hombre contiene la naturaleza de todas las creaturas, por lo cual es llamado microcosmos). Al asumir carne y sangre, él santificó a la naturaleza para así poder santificarlo todo, tal como es la propiedad de un fermento fermentarlo todo.[8]

Cristo, como lo plantea Conway, es el Logos, la palabra esencial del padre, la imagen perfecta de Dios revelada al humano, el vínculo que nos une perpetuamente con Él, como el cuerpo respecto al alma: “Cristo […] es Dios y hombre”[9]. En consecuencia, todo cuanto existe tiene alma y cuerpo, potencia y percepción, vida y tendencia hacia lo divino; todo participa del cambio por el cual se generan distintas cosas que se acercan o alejan de lo divino.

En la visión de Conway, Dios es inmutable, bueno, y tiene infinita sabiduría: “[…] él, quien es el mismo ayer, hoy, y por siempre, sin disminución, corrupción o muerte”.[10]

De tal manera, el principio de su filosofía es éste: que todo lo que hace Dios, todo lo que crea, lo refleja a la vez. Es decir, para Conway, todo cuanto es creado por Dios, todo ente del mundo, refleja Su perfección intrínseca; por lo tanto, la bondad divina será una parte fundamental en tal sistema de pensamiento, pues da un sentido a todo cuanto existe, ya que considera que todo está creado desde Su bondad y para Su bondad. El acto de creación, siguiendo lo planteado, se deriva de un acto impulsivo de bondad y sabiduría; le da un sentido teleológico a cada cosa, porque toda cosa tiende a Su perfección, aunque nunca la alcance y por ello siempre esté perfeccionándose. Así que mientras Dios es inmutable, todas las cosas son mutables. El mundo está regido por el eterno continuo del cambio. De esto se deriva que debe haber algo que permita a las cosas y a Dios comunicarse, y eso es Cristo, el Mesías o Logos: ésta es la naturaleza intermediaria entre la primera causa y lo que produce. Todo lo creado está constantemente emergiendo, pues no se desprendió de un momento dado de creación, sino que, todo el tiempo está Dios actuando en la generación de los seres. Conway usará el término “comunicación” para hablar de cómo Dios transmite sus atributos a todo cuando crea:

Ya que Dios era la más intensa e infinita luz de todas las cosas, así como el bien supremo, deseó crear seres vivos con los cuales comunicarse.[11]

Sin embargo, al transmitir sus atributos, hay algunos que no se pueden reflejar en lo transmitido; éste es el caso del atributo de permanencia o inmutabilidad[12], el cual solo es poseído por Dios, pues, de otra manera, los seres, que son esencias cambiantes, serían Dios mismo. Pero por más que Dios transmita a sus creaturas el cambio, según Anne Conway, no crea la muerte. Todo cuanto es creado por Dios, vive con el espíritu de Dios y no puede morir, solo cambiar. Todo cambia en aumento o disminución hacia lo perfecto, pero nada muere en esencia.

De acuerdo con lo planteado, cada ser es un reflejo de Dios, que posee vida y percepción; una expresión singular de la divinidad, pero inmersa en la multiplicidad y en comunicación con Él. La realidad, como la apunta la filósofa, es dinámica; se encuentra participando de la divinidad y buscando regresar a ella; está en constante búsqueda de perfección, cerca o lejos de su objetivo, pero Dios no determina su éxito. El cambio es lo que nos permite tender a lo más perfecto, siendo los entes responsables de acercarnos o alejarnos de ello. Consecuentemente, el cambio puede implicar tanto perfección como corrupción. Todo puede perfeccionarse, pero eso depende de la voluntad del ente. Y cada cosa puede ser o no recompensada por la sabiduría de Dios:

[…] después de algún tiempo todas estas cosas pueden convertirse en tipos de cosas muy diferentes, y esto ocurre a través del mismo proceso y ordenamiento de esa divina operación que Dios dio a todas las cosas como ley o justicia. Pues en su divina sabiduría él ha decidido recompensar a cada creatura de acuerdo con sus trabajos.[13]

Siguiendo esta idea, nos encontramos con la esencia del vitalismo en la filosofía de Conway: la constante búsqueda de lo mejor, del cambio como lo que nos permite acercarnos a lo divino, aunque nunca sea completamente. Este acercamiento puede ser analogado con una escalera infinita:

De tal manera, si alguien ubica una escalera infinitamente larga y con un número infinito de escalones, aun así los escalones no son infinitamente distantes uno del otro, pues de otro modo no habría posibilidad de ascender o descender. Más aún, los escalones en este ejemplo significan especies que no pueden ser infinitamente distantes una de la otra, o de aquellas que se encuentran más cercanas a ellas.[14]

Así, hay distintos niveles para acercarnos a Dios; el sentido de la vida sería ir hacia a arriba, buscar el mayor grado de perfección, pero, no podemos suponernos privilegiados en nuestro camino, y menos aún si percibimos a la naturaleza como un medio a nuestro servicio. La naturaleza también está en una dirección constante hacia lo mejor. El bien está en cada ser y por eso todo ser puede tender hacia esa realización de un estado mejor. Estamos, según Conway, constantemente haciéndonos mejores hacia el infinito.

Por lo tanto, dado que el divino poder, bondad y sabiduría, ha hecho creaturas buenas, de manera que aquellas se pueden mover continua e infinitamente hacia el bien a través de su propia mutabilidad, la gloria de sus atributos brilla más y más. Y ésta es la naturaleza de todas las creaturas, evidente en su moción u operación continua, la cual ciertamente se dirige hacia su mayor bien.[15]

De acuerdo con estos planteamientos, puede decirse que las piedras tienen la capacidad intrínseca de ascender en la escalera de la creación hasta devenir en humanos y, asimismo, los humanos tienen la capacidad de convertirse en ángeles.[16]

Ante esta reflexión, Anne Conway se pregunta si un caballo puede mejorar o simplemente cumple una función mecánica, llevada a cabo por un ente mecánico que no tiene alma, como suponía Descartes. ¿Tal creatura puede hacerse infinitamente mejor? Tomando en cuenta que todo cambia y siempre se acerca a transformarse incluso en otra especie, un caballo o cualquier otro ente natural puede cambiar en espíritu aunque en materia no cambie; de ese modo, siempre se puede acercar más a Dios, porque la infinitud de cada ser solo existe como potencia, no como actualidad. Dice la Vizconde:

Porque la mayor excelencia de una creatura es ser infinita solo en potencia, pero no en acto. Es decir, siempre puede volverse más perfecta y más excelente hasta el infinito, aunque nunca alcance este infinito. Pues sin importar cuán lejos un ser finito pueda progresar, es, sin embargo, siempre finito, aunque no haya límites a su progreso. Por ejemplo, si pudiéramos alcanzar el más breve minuto de la eternidad o una parte similar de una duración infinita, esto no sería infinito sino finito. [17]

Esto recuerda al concepto de mónada que usa Leibniz, quien plantea que en cada una de tales mónadas está contenido el infinito como potencia, a pesar de que en actualidad solo se manifiesta finitamente parte de esa potencia infinita. En este respecto, el filósofo alemán tiene la misma idea que Anne Conway sobre la constante búsqueda de lo mejor, pues plantea que a través del espíritu, mismo que piensa y percibe, cada ser busca su mejor actualización a través de la infinita potencia que posee. Es a partir de tales presupuestos como Leibniz formula la famosa frase, “el mejor de los mundos posibles”, mediante la cual quiere decir que éste es, cada instante, un mundo en potencia que debe ser actualizado. En otras palabras: el bien supremo que solo vive perfectamente en Dios pero es en cada creatura en potencia, debe constantemente realizarse para buscar estar lo más cercanamente posible al infinito, a lo mejor, a la perfección, aunque ello nunca se alcance y siempre exista algo de la potencia que aún no se haya realizado.

Volviendo a Anne Conway, nos invita a una ética al hacernos responsables no solo de buscar nuestra propia mejoría, sino de no impedir la de todas las demás cosas, pues toda acción debe ser regida según justicia, no guiándose por placer o beneficio, sino buscando la perfección del propio ser y de los otros. Si alguna acción impide la realización de los seres, no debe hacerse. Conway dice:

Y si él mata a cualquiera de sus bestias sólo para satisfacer su propio placer, entonces actúa injustamente, y con la misma medida sería medido. Así, un hombre que tiene un árbol en su huerto que es fructífero y crece bien, lo fertiliza y lo poda para que se vuelva mejor y mejor. Pero si ello es estéril y una carga para la tierra, él lo tumba con un hacha y lo quema. Por tanto, hay una cierta justicia en todas estas cosas, de manera que en la misma transmutación de una especie en otra, sea por ascenso de menor a mayor o por descenso en la vía opuesta, la misma justicia aparece. [18]

Este tipo de postura es similar a la que platearía posteriormente Simone Weil sobre cómo debe ser nuestra relación con la naturaleza; para Weil, tal relación no puede ser regida por un deseo excesivo de dominio (poner lo natural a nuestro servicio), sino que debe basarse en la elaboración de una ciencia geométrica como la griega, que determine un trato justo entre los seres según la medida más adecuada, sin abrumar tanto a la naturaleza que se le impida, como vemos actualmente, realizarse y perpetuarse. En esta línea de pensamiento, Concha Roldán y Carolyn Merchant también ofrecen un punto de vista ecológico para transformar la visión que la humanidad tiene del medio ambiente en general. Merchant critica la concepción científica de la tradición moderna heredada de Bacon, el cual prioriza el dominio del humano sobre la naturaleza basado en la suposición de que aquélla solo es mecánica y que, en el mundo natural, el único lugar privilegiado es el del humano, mismo que puede poner todo a su servicio. Dicho sintéticamente, la de Bacon es la posición del hombre que supone que tiene todo cuerpo a su servicio.

Fusionando una nueva filosofía basada en la magia natural como una técnica: pues al manipular a la naturaleza, las tecnologías de la minería y la metalurgia, el emergente concepto de progreso y una estructura patriarcal de familia y estado, Bacon forjó una nueva ética de explotación de la naturaleza.[19]

Bacon, llevando esta idea al límite, incluso usa una analogía con la tortura para mostrar cómo cree que debe ser la relación humano-naturaleza:

Así como la disposición de un hombre nunca es bien conocida o probada hasta que sea llevada al límite, (ni Potreo cambió de formas hasta que fue atrapado), la naturaleza se exhibe a sí misma más claramente entre los juicios y las vejaciones de arte [aparatos mecánicos] que cuando la dejan sola.

Desde tal perspectiva, el humano adquiere un nuevo puesto en el universo, cual explotador de las posibilidades de la naturaleza hasta hacerla más de lo que ya era, como si la naturaleza sola no pudiera hacer lo que puede el hombre con ella, es decir, como si nosotros supiéramos más que la naturaleza y tuviéramos que hacerla nuestra esclava para que alcance todo su potencial. Retomando la perspectiva de Conway, la visión de Bacon no podía ser más ciega, pues seguirlo sería no ver las verdaderas e infinitas potencialidades de la naturaleza, mismas que existen dentro de sí misma y de nosotros, y no solo en función de los beneficios que el humano pueda obtener de ella. La naturaleza no debería, en oposición a la visión baconiana y, en general, a la ciencia mecánica moderna, “estar sujeta al servicio [del hombre para] hacerla una esclava, moldearla y constreñirla a las artes mecánicas”.[20]

Rechazando la visión mecanicista de pensadores modernos como Descartes y Bacon, Conway propone más bien una cercanía y apoyo mutuo entre los seres, pues ninguno es independiente de otro; todo busca realizarse y eso no puede ser impedido por alguien que también busque su propia perfección:

Así, hay una cierta mutualidad de las creaturas en dar y recibir, mediante la cual una provee a la otra, de modo que una no puede vivir sin la otra. ¿Qué creatura puede ser hallada en el universo entero que no necesite a sus semejantes?[21]

Lo último que quiero destacar en este trabajo son las afinidades que tiene cada ser con otro y cómo Conway nos invita a buscar el principio vital de cada cosa para poder tener un vínculo cercano con la vida natural, distinto a la aproximación moderna a la naturaleza como cuerpo inerte.

Roldán destaca la idea de convertibilidad o mutabilidad de toda cosa en otra, mediante la cual Conway enseña que todos tenemos una relación intrínseca con todos los entes, ya que nos podemos convertir en ellos. Esto último se relaciona con lo que Carolyn White llamará “naturalismo místico”; idea que la misma Conway asentó de esta manera: “[…] podemos adoptar todas las formas, salvo la de Dios o Cristo, espiritualizándonos o corporeizándonos, pero manteniendo nuestra identidad”, algo que explica con su famoso ejemplo: “Yo no puedo convertirme en ese caballo, pero puedo convertirme en caballo”.[22]

Este tipo de afinidad es la que permite comprender la justicia frente a los otros organismos, incluso dando un importante papel al sufrimiento, ya que buscamos ayudar a otros seres para que logren guiarse hacia la perfección y no perezcan:

Como criaturas, se vuelven más vitales y más conscientes de la unidad entre ellos y el resto de las criaturas; y a medida que se vuelven más conscientes de esta unidad, comienzan a comprender la justicia en el mundo: la justicia de Dios se muestra admirablemente y en todo su esplendor, en la transformación de las cosas de una especie en otra.[23]

Para Conway, es a través de la realización de la vida de lo otro como se genera un apoyo mutuo entre el ser humano y las cosas, debido a que Dios actúa en todos los seres, siempre y cuando no caigamos en los antiguos mecanicismos à la Descartes. En este sentido, su pensamiento –al igual que el de Leibniz– también difiere de los antiguos atomistas griegos, como menciona el filósofo alemán en una carta:

[…] todo tiene lugar de acuerdo con un principio viviente y de acuerdo con causas finales; todas las cosas están llenas de vida y conciencia, contrario a la visión de los atomistas.[24]

Conclusión

El razonamiento de Anne Conway lleva por distintos caminos. Nos enseña a ver de un modo distinto la naturaleza, a nosotros y nuestras potencialidades. Su filosofía es un Sistema apoyado en un principio religioso para pensar en aquello que nos excede, en aquello que siempre está en el horizonte, pero a donde siempre tendemos. Usa este principio para demostrar que todos venimos del mismo ser esencial, el cual está en cada cosa, por lo que todo tiene afinidad entre sí. No hay diferencia radical entre lo que soy y una piedra, un caballo, una planta. De tal manera, Conway difiere con los racionalistas, quienes afirmaron que el humano tiene una posición privilegiada por tener mente. Ella cambia tal perspectiva para poder experimentar cada movimiento de la naturaleza como parte de la constante generación del principio vital de las cosas, mismas que ve guiadas por su élan vital hacia el infinito, hacia la perfección. La suya es una filosofía que nos ayuda a pensar críticamente el mundo actual, un mundo aún regido por la visión masculina del racionalismo de Bacon, del dominio sobre el otro en vez de la afinidad y apoyo con el otro. La ciencia de la filósofa, en este sentido, no se aleja de la política y la ética, pues su modo de ver y comprender el mundo tiene un efecto directo en cómo se habita. Si recuperamos estos pensamientos que revaloran la sensación y el impulso, las potencias vitales hacia el otro y hacia el todo, podemos dirigirnos a un mundo mejor, al cual no llegaríamos a través de la perspectiva modernista de dominación que solo nos guía a la destrucción.

Conway solo es un ejemplo de las tantas mujeres que son omitidas en la historia del pensamiento, y es un trabajo importante recuperar lo que dice. En este escrito solo intentaba dar pauta general e introductoria a su vasto raciocinio, así que cierro con sus palabras como invitación a leerla y a la mejoría de nosotros mismos:

Aun así, las creaturas individuales solo son finitamente buenas y finitamente distantes en términos de especie. Sin embargo, también son infinitas en potencia, esto es, son siempre capaces de mayor perfección sin fin.

Bibliografía

Conway, Anne. The Principles of the Most Ancient and Modern Philosophy. Trad. Allison P. Coudert, Cambridge University Press, Reino Unido, 1999.

Hutton, Sarah. Anne Conway: A woman philosopher. Cambridge University Press, Reino Unido, 2004.

Merchant, Carolyn. The death of nature: Women ecology and the scientific revolution. Harper & Row Publishers, San Francisco, 1983.

Roldán Panadero, Concha. “La filosofía de Anne F. Conway: Monismo metafísico y compensación para un universo sostenible” en Ecología y género en diálogo interdisciplinar. Editorial Plaza y Valdés, Madrid, 2015.

Tarnas, Becca. The Infinite Dynamic Stairway: Exploring Anne Conway’s Philosophy. Mayo 2019, en beccatarnas.com

Wayne White, Carol. The Legacy of Anne Conway: Reverberations froma a Mystical Naturalism. State of University of New York Press, New York, 2008.


[1] Hutton, Sarah. Anne Conway: A woman philosopher. p. 164.

[2] White, C. The Legacy of Anne Conway: Reverberations from a Mystical Naturalism. p. 42.

[3] Conway, Anne. The Principles of the Most Ancient and Modern Philosophy. p. 62.

[4] Íbid., p. 64.

[5] Íbid., p. 34.

[6] Layer es el término usado por Sarah Hutton.

[7] Op. Cit., Conway, “Intoduction”, p. XXII.

[8] Íbid., p. 27.

[9] Íbid., p. 21.

[10] Íbid., p. 27.

[11] Íbid., p. 25.

[12] Íbid., p. 24.

[13] Íbid., p. 27.

[14] Íbid., p. 34.

[15] Íbid., p. 33.

[16] Cf. Íbid., “Intoduction”, p. XXI.

[17] Íbid., p. 34.

[18] Íbid., p. 35.

[19] Merchant, Carolyn. The death of nature: Women ecology and the scientific revolution. p. 46.

[20] Íbid., p. 169.

[21] Íbid., p. 55.

[22] V. Apud. Roldán, Concha. “La filosofía de Anne F. Conway: Monismo metafísico y compensación para un universo sostenible”.

[23] Op. Cit., Conway, p. 55.

[24] Íbid., p. 38.

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