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Mujeres y educación superior en el México de los siglos XIX y XX

Mujeres y educación superior en el México de los siglos XIX y XX

Introducción

Las mujeres han sido consideradas por muchos siglos como seres inferiores por la simple razón de nacer siendo mujeres; han tenido que salir a luchar por lo que es justo y lo que les corresponde.

Las diversas historias de mujeres que han sido silenciadas e invisibilizadas ante la presencia masculina, dan la tarea de recordar que no siempre tuvimos los mismos derechos, ni autonomía. Las mujeres que lograron ir más allá de los límites establecidos en diferentes épocas, han permitido que otras encontremos espacios públicos, que tengamos la oportunidad de estudiar, de escribir, de expresar nuestras emociones e ideas, de ser mujeres libres e independientes.

A continuación relataré un pasaje de la historia mexicana, sobre la forma en que las mujeres llegaron a obtener una educación “superior”[1] a finales del siglo XIX y principios del XX; hecho que comenzó con aprender un oficio u obtener la carrera del magisterio. La escuela como espacio público se convirtió, al ocaso del siglo XIX, en semillero de nuevas y más modernas ideas, lo cual eventualmente impulsó a las mujeres a dejar su terruño y migrar a la Ciudad de México, en el transcurso del siglo XX, por la búsqueda del sueño de seguir preparándose en algunas escuelas de artes, o bien, en la Universidad, como fue el caso de Elvira López Aparicio.

Inicios de la educación “superior” para mujeres, en México

El siglo XIX se convirtió en una época de reajustes sociales y culturales que permitieron a las mujeres incursionar en los espacios públicos, mismos que por mucho tiempo habían sido considerados exclusivos de los hombres. En el caso de Aguascalientes, el primer plantel de educación “superior” destinado para las niñas y mujeres del estado, fue el Liceo de Niñas: una institución que abrió sus puertas en el año 1878, en los albores del liberalismo y el nacionalismo; corrientes ideológicas que otorgaban a la escuela la misión de preparar a las mujeres para ser buenas esposas y madres; sin embargo, como sucedió en diferentes escenarios nacionales e internacionales, estas instituciones fueron el comienzo de la construcción de nuevas representaciones femeninas, debido a que contribuyeron a cambiar los estereotipos y esquemas del ideal femenino de la época.

Es probable que ahora se asuma como algo normal el hecho de que una mujer decida prepararse de manera profesional; sin embargo, fue a finales del siglo XIX cuando las mujeres incursionaron en espacios intelectuales que les revelaron que no era su única misión ser esposas o madres, y que podían ejercer su conocimiento en algún oficio o profesión, siendo lo más común en este periodo que estudiaran la carrera del magisterio (aunque por entonces también comenzaron a recibirse las primeras mujeres abogadas y médicos en el mundo, las cuales enfrentaron una realidad que había sido creada por hombres y para hombres).

El fenómeno del surgimiento de instituciones de educación “superior” para mujeres durante la segunda mitad del siglo XIX, fue una respuesta directa a la ideología del liberalismo y nacionalismo, mediante la cual se determinó que si se tenían “buenas madres [tendrían] buenos ciudadanos [razón por la cual la ley quiso] dar a la mujer una instrucción especial”[2]. En ese contexto se fundó el Liceo de Niñas en Aguascalientes, el 18 de septiembre de 1878; institución que al principio no trató de igualar a la mujer con el hombre, pues su objetivo era brindar un poco de ilustración, pero dando prioridad a las materias de moral, bordado, tejido, dibujo y canto, las cuales eran denominadas, de acuerdo con la época, como labores femeninas. Sin embargo, paulatinamente esto comenzó a cambiar cuando se fueron incorporando más mujeres a la plantilla de profesores, hasta llegar a ser mayoría. En ese momento, las voces femeninas cobraron mayor relevancia y pronto comenzaron a exhortar a compañeras y alumnas, a buscar lo que era justo (entiéndase como justo, acceso a espacios públicos,  poder educarse, aprender algún oficio o profesión, e incorporarse a talleres, oficinas y fábricas; en otras palabras, integrarse al mundo laboral y no tener únicamente la misión de ser esposas y madres). Por primera vez, después de demasiados años, las mujeres empezaron a tener las herramientas para cuestionar cuál podía ser nuestro papel en la sociedad.

El Liceo de Niñas pronto dio prioridad a materias que preparaban a las mujeres para el magisterio y algunos oficios como teneduría de libros, mecanografía, telegrafía y curso mercantil. Además, hubo proyectos para implementar materias relacionadas con la fotografía e imprenta, mismas que, aunque no se concretaron en la mencionada institución, ya reflejaban el interés en “ampliar la esfera de acción de la mujer”, como indicó en 1902 la directora del Liceo, Rosa Valadez.

En ese tenor se prepararon varias generaciones de alumnas que comenzaron a escuchar y considerar la novedosa oportunidad de obtener una educación preparatoria y profesional, pues tal era el gran proyecto de la modernidad, al que se estaban integrando. Éstos fueron los cimientos de algunas estudiantes que dejaron el terruño de Aguascalientes, para buscar nuevos horizontes en la Ciudad de México.

La educación universitaria y las mujeres en México, a inicios del siglo XX

Al igual que las aves, las mujeres de Aguascalientes que deseaban una educación universitaria, volaron lejos; tuvieron que salir del nido y extender sus alas para buscar nuevos horizontes, enfrentando a los estereotipos de la época, para poder prepararse. Debido a que Aguascalientes continuaba siendo una ciudad pequeña, no tenía instituciones educativas superiores en nivel a su Escuela Normal de Profesoras y su Instituto Científico y Literario. En otras palabras, no había Universidad.

En las primeras décadas del siglo XX, las mujeres comenzaron a ingresar a las Universidades en México, conscientes de la necesidad de desarrollar el rol de la mujer intelectual, con todas las dificultades que conllevaba hasta cierto punto “invadir” otro espacio que también era exclusivo de los hombres. Sin embargo, las nuevas oportunidades hicieron manifiesto que la educación de las mujeres es igual a la de los hombres, porque poseían las mismas habilidades intelectuales para adquirir y suministrar conocimientos, a pesar de las condiciones de desigualdad de la época. De tal modo, comenzaron a entender que, si por mucho tiempo se les había considerado como inferiores, era el momento de manifestar que la realidad no es así. Al igual que otros procesos, estos cambios se dieron de forma paulatina; la aceptación de la mujer en el nivel universitario, aún hoy, sigue siendo cuestionada por algunas personas.

La integración de las mujeres a las universidades en diferentes países comenzó antes de que ello ocurriera en México, siendo en esta nación un proceso lento y muchas veces interrumpido. No obstante, durante el siglo XIX, en México hubo mujeres excepcionales que ingresaron al nivel universitario, como fue el caso de Matilde Montoya, la primera mexicana que se recibió como médico (en 1887), y María Asunción Sandoval Zarco, quien en 1898 se convirtió en la primera abogada en nuestro país. Por su parte, la chilena Eloísa Díaz Inzunza se graduó en la escuela de medicina de su patria en 1886, seguida de manera inmediata por su compañera Ernestina Pérez. Por aquella época, otros países como Estados Unidos, París, Italia, España, Bélgica, Dinamarca y Alemania, estaban a la vanguardia respecto a la necesidad de legalizar y ampliar la participación de las mujeres en la Universidad, expandiendo la esfera de acción de la mujer en el ámbito laboral profesional de sus sociedades. Sin embargo, en el caso de México, la presencia femenina en el nivel universitario fue un poco más visible en las primeras décadas del siglo XX.

La apertura de la Universidad Nacional en 1910, a partir del proyecto educativo de Justo Sierra, comenzó a acrecentar la idea de que la población podía aspirar a una educación superior, como se venía desarrollando en otros países. Ello facilitó que las mujeres ingresaran en el ámbito universitario, sobre todo en áreas como la administrada por la Escuela Nacional de Altos Estudios, en donde se buscó perfeccionar los conocimientos adquiridos en las Escuelas Normales o en los llamados Institutos Científicos, pues la idea central era impulsar a la renovación del conocimiento.

Gabriela Cano, menciona que “en 1910, las alumnas [representaban] el 15% de la población estudiantil de Altos Estudios, y en 1913 este porcentaje se había duplicado, pues alcanzaba el 27%”[3], lo cual manifiesta que aquélla era una población femenina considerable en la institución de Altos Estudios, misma que con el transcurso del tiempo siguió creciendo, hasta conformar en 1924 más de la mitad del alumnado.

Dado que hasta ese momento a las mujeres sólo se les había permitido entrar en las escuelas de oficios o en las escuelas Normales, es lógico que al terminar tales estudios desearan continuar aprendiendo y que buscaran contar también con una profesionalización de nievel universitario. Por lo tanto, ése fue el motivo por el cual ellas se aglomeraron en carreras de giro social, siendo tal inclinación el efecto directo (mismo que continúa dándose en la sociedad mexicana actual) de una sociedad machista que no veía con buenos ojos la incursión de las mujeres en profesiones tradicionalmente consideradas masculinas, como las ingenierías. Respecto a esto, la Dra. Marcela López indica: 

La entrada de mujeres en carreras consideradas masculinas […] ha estado llena de adversidades, especialmente al cuestionar su decisión de ingresar a una profesión para hombres, tales como las resistencias de sus familias y su círculo social, de sus profesores y compañeros varones en la universidad, y sus luchas por insertarse en los espacios laborales.[4]

Las mujeres hemos tenido que luchar y aún hoy debemos hacerlo (a pesar de que desde el inicio de la historia hemos demostrado la grandeza de nuestro intelecto) contra la intolerancia y violencia ejercida por aquellos que, basados en estereotipos arcaicos sobre masculinidad y femineidad, no aceptan nuestra presencia en el nivel universitario ni en el ámbito laboral profesional, sea como Licenciadas o Ingenieras.

Elvira López Aparicio

Elvira López Aparicio fue una mujer intelectual que puede ser reconocida como una figura a seguir, aunque lamentablemente —al igual que otras mujeres destacadas— ha sido invisibilizada por la historia. Fue la Dra. Marcela López quien comenzó la tarea de recuperar y dar visibilidad a esa importante mujer, exponiendo a partir de su pluma cómo en el siglo XX las mujeres incursionaron al mundo intelectual y se hicieron parte de él, quizá algunas veces de manera silenciosa y en otras ocasiones levantando la voz.

Elvira López Aparicio nació el 18 de enero de 1929 en la ciudad de Aguascalientes. Fue hija del matrimonio de J. Alfonso López y María del Refugio Aparicio, quienes en total tuvieron ocho hijos: Alfonso, Mercedes, Carlos, Ana, Elvira, María, Humberto y Alejandro. Elvira ejerció como maestra e investigadora en la Universidad Nacional Autónoma de México, además de ser escritora. Y como menciona la Dra. Marcela López, “su trayectoria profesional siguió los pasos de otras mujeres de la provincia que a mediados del siglo XX”[5] debían dejar su terruño para continuar preparándose. Inicialmente, Elvira se había graduado como profesora en la Escuela Normal de Aguascalientes; sin embargo, tomó la decisión de ir a la Ciudad de México para seguir estudiando, entonces en el nivel universitario.

Para la década de 1950, la Escuela de Altos Estudios se había convertido en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; espacio al que años atrás se integraron las mujeres, al grado de darse un proceso de feminización entre los años 1910 y 1929, mismo que Gabriela Cano detectó y analizó al investigar la vida de Elvira López Aparicio. Cuando Elvira ingresó a la Facultad, ya había profesoras, quienes probablemente habían dejado atrás su hogar en diferentes estados de la República, para quedarse en la ciudad, ejercer su profesión a nivel universitario, y de ese modo, poder educar a más mujeres que también serían maestras de nuevas generaciones; proceso que vivió Elvira, pues pasó de ser alumna a profesora, años más adelante.

Elvira López no sólo fue maestra; también tenía conocimiento y habilidad para la escritura, y por estas razones merece ser recordada. Su legado intelectual consiste en libros como Año de la Constitución Política de 1857, el Pensamiento Liberal Mexicano, y José María Roa Bárcena. Además, participó en diversas revistas literarias y, mediante sus clases, impregnó de conocimiento a sus alumnas y alumnos, tanto en la Ciudad de México como en Aguascalientes, a donde regresó para impartir algunos cursos y materias en el Instituto Autónomo de Ciencias y Tecnologías de Aguascalientes, y en la Escuela Normal de Profesoras.

Su capacidad intelectual pronto le abrió las puertas como Subjefa del Departamento de Becas en la Secretaría de Educación Pública, lo que le permitió desempeñarse como investigadora en el Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, además de pertenecer a la Asociación Mexicana de Investigación Teatral, a la Asociación Internacional de Hispanistas y al Instituto Internacional de Teoría y Crítica de Teatro Latinoamericano.[6]

Asimismo, tuvo la oportunidad de viajar a otros países y ejercer en ellos como profesora. Entonces podemos decir que Elvira López dejó el terruño y se convirtió en una mujer de ciudad; proceso que experimentaron muchas mujeres de mediados del siglo XX, en diferentes condiciones o circunstancias, cuando las ciudades crecieron y los medios de transporte acortaron las distancias por causa de la acelerada urbanización que, a su vez, era resultado de la primera y la segunda revolución industrial.

La educación universitaria de las mujeres, en la Ciudad de México 

López Aparicio, es un ejemplo de las mujeres que se iban de provincia por el deseo de obtener una educación universitaria. En ese momento debían cambiar su ritmo de vida, adaptarse a la ciudad y, en algunos casos, asimilar que no regresarían a su tierra natal. Elvira, por su parte, compartió sus experiencias de viajes, quizá para motivar a otras generaciones a seguir estudiando en la capital. Se debe considerar que la presencia femenina en la Ciudad de México, en la primera mitad del siglo XX, estuvo relacionada con otros hechos históricos, como la Revolución, que representó reajustes sociales, políticos y económicos, los cuales transformaron la representación de la feminidad concebida en épocas anteriores.

Como indica la Dra. Marcela López:

La capital mexicana les presentó un mundo cultural que no tenían en sus ciudades, al menos no con la profusión de eventos, espacios y reconocidos personajes de las letras, las artes y la ciencia con los que se encontraron en aquella urbe.[7]

La Ciudad de México se convirtió, en otras palabras, en el sueño de las mujeres deseosas de salir de su provincia y adquirir una preparación profesional. De hecho, dado que en las primeras décadas del siglo XX la educación profesional se concentró en la capital de este país, tanto las mujeres como los hombres tuvieron que viajar allí para tener estudios universitarios, pero, contrario a lo que sucedía con ellas, en ellos esto era considerado normal y hasta bien visto.

En el caso femenino, existía resistencia social a lo que se ha mencionado, porque se continuaban reproduciendo patrones culturales que ataban a la mujer a la figura masculina; su identidad aún era vista como la de un sujeto de subordinación. Sin embargo, ello no evitó que las mujeres trabajaran por cambiar su representación y romper con los estereotipos que las ataban a la figura de esposa y madre, así mostrando el camino de la liberación intelectual y laboral a las siguientes generaciones, mismas que continúan su lucha.

Conclusión

De esta manera, el camino recorrido por las mujeres hacia la profesionalización ha implicado una lucha constante, siendo clave su reconocimiento como sujetos activos de la historia. El ser mujer, por muchos siglos estuvo relacionado con una supuesta inferioridad y menor valía que la de los hombres. A las mujeres se nos dijo que nuestro lugar era en los espacios privados, y que nuestra principal función eran convertirnos en abnegadas cuidadoras de un hombre y sus hijos, siempre teniendo un carácter dulce y tierno, cuales ángeles del hogar perpetuamente subordinados a alguna figura masculina, ya fuera un padre, hermano, esposo o hijo.

El mencionado recorrido de las mujeres tuvo un momento clave a finales del siglo XIX, cuando se les permitió tener un poco más de ilustración, a pesar de que el objetivo en un primer momento era instruir buenas madres para formar a los próximos ciudadanos. Fue entonces cuando comenzaron a conocer nuevas cosas (oficios, una carrera en el magisterio) que les permitieron cuestionar qué querían ser, y además transmitir sus cuestionamientos mediante la práctica educativa a otras generaciones de mujeres, así alimentando la idea de que podían acceder a la universidad y realizarse profesionalmente.

Aun cuando las normas sociales continuaban siendo estrictas para las mujeres de finales del siglo XIX y principios del XX, sabían que debían salir de su nido para ir a la universidad, porque en lugares como Aguascalientes no había la posibilidad de seguir preparándose. De tal manera, la Ciudad de México se convirtió en un escenario cultural e intelectual al que pudieron acceder en esa época (como fue el caso de Elvira López Aparicio y otras contemporáneas suyas), en la búsqueda de nuevos horizontes. La Ciudad de México (igual que Santiago y otras importantes capitales de países latinoamericanos), de acuerdo con lo abordado en este artículo, pasó a ser un mundo intelectual que permitió la movilización social femenina; lugar donde se debatieron cuestiones sociales, políticas y económicas que involucraban a las mujeres y que les daban carácter de ciudadanas, de sujetos autónomos. Fue en la creciente ciudad urbanizada en donde comenzaron a ser representadas nuevas ideas de lo que puede ser la mujer, haciendo eco a lo largo y ancho de cada país modernizado. No obstante, aún falta mucho camino por recorrer, sobre todo ahora que las mujeres hemos superado tantos impedimentos para trabajar por hacernos justicia.

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Notas

[1] En tal contexto, las autoridades educativas (hombres, en su totalidad) determinaron que las mujeres debían recibir educación sólo hasta la secundaria, pues los niveles de preparatoria y universidad, según ellos, causarían una especie de efecto anárquico en ellas, estropeando la idea que la sociedad burguesa-tradicionalista de aquel México, tenía de “mujer”. Por otra parte, se consideró que el nivel educativo de la secundaria era suficiente para reafirmar la idea de mujer que sí les agradaba (y favorecía), consistente en una dama diestra en oficios como bordado, cocina, jardinería, o cuidado de los niños. Así, al ser fundado en Aguascalientes el Liceo de Niñas, en 1878, tal institución fue declarada como una escuela de formación “superior” de la mujer, aunque en realidad consistía en educación de nivel secundario.

[2] Martínez de Castro, Antonio, Memorias que el secretario de Estado y del despacho de Justicia e Instrucción Pública presenta al Congreso de la Unión en marzo de 1868, México, Imprenta del Gobierno, 1868.

[3] La Tesis de Doctorado de Gabriela Cano es un referente indiscutible para entender parte del proceso de incursión de la mujer en la Universidad. Véase en: Cano Ortega, Ruth Gabriela, Tesis. De la Escuela Nacional de Altos Estudios a la Facultad de Filosofía y Letras, 1910- 1929. Un proceso de feminización, México, UNAM, 1996.

[4] López Arellano, Marcela, “Ingenieras civiles de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, 1973-2018. ¿Mujeres a contracorriente?” en Diálogos sobre educación, núm.21, 2020.

[5] “Elvira López Aparicio. La literatura, el estudio y la vida”, 2020. Artículo escrito por la Dra. Marcela López Arellano.

[6] “Elvira López Aparicio” en Enciclopedia de la literatura en México. Url:

http://www.elem.mx/autor/datos/106031  Fecha de consulta 27 de junio del 2020.

[7] “Elvira López Aparicio. La literatura, el estudio y la vida”, 2020. Artículo escrito por la Dra. Marcela López Arellano.

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