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Derecho y alteridad en la novela La ley del menor, de Ian McEwan

Derecho y alteridad en la novela La ley del menor, de Ian McEwan

Alteridad: Del lat. tardío alterĭtas, -ātis, der. del lat. alter ‘otro’. 1. f. Condición de ser otro[1].

I. Introducción

En una de sus últimas obras, La ley del menor, Ian McEwan relata el entramado relacional de Fiona Maye, una magistrada del Tribunal Superior especializada en derecho de familia, que enfrenta el deber de resolver casos arduos sometidos a su función jurisdiccional, a la par que afronta las tensiones emergentes de las dimensiones pública y privada de su vida.

A lo largo de la trama, el aspecto racional –propio y esperable de una magistrada según las categorías jurídicas de la modernidad– se enfrenta reiteradamente a lo irracional, bajo la forma de afectividad o asociado a lo religioso. Esta tensión es una arista preeminente desde la cual analizar esta obra literaria, pero no la única.

En el presente trabajo, se centrará la mirada en aquello que desde el principio de la obra aparece ante la protagonista instándola en su ser y su desarrollo: el otro.

La alteridad será así el eje de análisis desde el cual se abordará la novela, con el objeto de poner de manifiesto la intrínseca relación existente entre ésta y el derecho.

A tal efecto, se desarrollarán en primer término las categorías conceptuales de Martin Buber en su celebre obra Yo y tú, tras lo cual se realizará una breve reseña del texto literario de McEwan. Finalmente, aplicando el encuadre teorético mencionado se interpretará la trama de La ley del menor, procurando educir de ello consideraciones en torno a la vinculación entre alteridad y derecho.

II. La alteridad en la filosofía de Martin Buber

Martin Buber fue un filósofo judío de nacionalidad austriaca-israelí que desarrolló una filosofía existencialista dialógica, en la cual la alteridad ocupa un rol central.

Para el ser humano el mundo es doble, según su propia actitud doble. La actitud del ser humano es doble, según la duplicidad de las palabras básicas que puede decir. 

Las palabras básicas no son palabras sueltas, sino pares de palabras. Una palabra básica es el par yo-tú.

La otra palabra básica es el par yo-eso, en el que se puede introducir la palabra de él o ella en lugar de eso sin cambiar la palabra básica.

De ahí que también el yo del ser humano sea doble.

Pues el yo de la palabra básica yo-tú es distinto al de la palabra básica yo-eso.[2]

Con estas nociones preliminares comienza Martin Buber su célebre obra Yo y tú[3], en la cual desarrolla una antropología dialógica que brinda un prisma útil para repensar el fenómeno jurídico.

En la cita efectuada ut supra, Buber asienta una categoría antropológica basal de su pensamiento: el ser humano es un ser relacional.

Comienza señalando dos pares de palabras primordiales, a saber, “yo-tú” y “yo-eso”; los cuales expresan dos formas relacionales: una intersubjetiva en la que hay un reconocimiento de la recíproca alteridad, y otra de utilidad en la cual una parte reduce a la otra a la condición de objeto por medio del cual satisface sus propios deseos.

Al considerar el ámbito relacional del hombre, el filósofo distingue tres dimensiones: la relación entre el hombre y la naturaleza, la relación con sus congéneres y la relación con las formas inteligibles, misma que puede reducirse en última instancia a la relación con Dios en cuanto ser trascendente.

Buber señala que la nota distintiva que marca esencialmente una relación “yo-tú” es la reciprocidad y el contexto en que se da la misma, esto es, el encuentro; aquel encuentro vital dialógico en el que cada yo es en cuanto otro.

El reconocimiento de la recíproca alteridad constituye la personalidad de los sujetos implicados en la relación. Así, el tú es constitutivo del yo.

II.1. Alteridad vs. otredad

Usualmente, alteridad y otredad se emplean indistintamente a modo de sinónimos. En sí, esto conlleva un error, puesto que, si bien ambos términos hacen referencia a un “otro”, poseen, sin embargo, connotaciones diversas.

Agustín de Hipona, en su obra De Magistro[4], atribuye al habla una función pedagógica, y al lenguaje que se emplea en ella una función de significación. Así, las palabras son signos que referencian a las cosas existentes en la realidad y que se perciben a través de los sentidos.

Ahora bien, no todas las palabras –distingue el pensador cristiano– implican una referencialidad directa hacia las cosas de la realidad; según él, existen palabras que poseen en sí una función metalingüística.

Para arribar a dicha noción, efectúa una clasificación de los signos que se dan en el habla, que podemos sintetizar del siguiente modo: en primer lugar, señala a los propiamente significativos, llamados de tal manera en cuanto poseen en sí una significación con independencia de la situación comunicacional concreta en que se dan, y a otros llamados deícticos, cuyo sentido depende necesariamente de dicha situación.

En ambas categorías, San Agustín distingue a los lingüísticos y a los no lingüísticos, y, a su vez, entre los últimos, a los que referencian a una realidad sígnica y a los que no lo hacen, o sea, a los que realizan una función metalingüística y a los que no.  

Por último, efectúa una nueva distinción entre los signos lingüísticos que cumplen una función sígnica según la reciprocidad que poseen. Así, diferencia las conjunciones, que no poseen reciprocidad en su función metalingüística, respecto de las palabras que sí la poseen, a las cuales diferencia según su grado de reciprocidad, ya sean de disímil, igual o idéntica extensión.

Será en este último supuesto en el cual ubique a los sinónimos: aquellas palabras cuya reciprocidad sígnica se dé en términos idénticos de extensión, intención y sonido.

Tomando como referencia las categorías agustinianas, se puede percibir, en un sentido semiótico, una diferencia entre otredad y alteridad, la cual va adherida a una distinción de origen.

La otredad alude a una categoría elaborada y desarrollada en el campo de la antropología cultural o social[5]; mientras que, el término alteridad es de raigambre propiamente filosófico.

La primera palabra hace alusión a la construcción de un otro desde la diferenciación y es germen de desigualdad. La otra, referencia a un alter ego en cuanto tal; en términos buberianos: un tú constitutivo del yo, en el ámbito relacional del encuentro, mismo que implica un recíproco reconocimiento en términos de igualdad; lo que para Kant sería concebir al otro como un fin en sí mismo, cumpliéndose la segunda formulación del imperativo categórico[6].

III. La ley del menor, de Ian McEwan

Al comienzo de la obra se nos presenta a la protagonista en su hogar, con material de trabajo entre sus manos, turbada por la discusión que acaba de tener con su marido Jack a raíz de la solicitud por parte de éste de poder tener una relación casual con una mujer joven llamada Melanie, arguyendo la necesidad imperiosa que tenía de vivir aquello, dado el tedio por el que atravesaba en su relación marital. Ante la negativa de Fiona, él se retira.

En La ley del menor, publicada en castellano en 2015, Ian McEwan narra las dificultades por las que transita Fiona Maye, una magistrada del tribunal superior, especialista en derecho de familia.

De tal forma, el autor nos adentra en las difíciles tensiones que enfrenta la protagonista: una mujer adulta, abocada de lleno a su función judicial, cuyo matrimonio se desmorona a la par que ella centra todas sus energías en su labor profesional. Ésta será una de las constantes que atraviesa toda la obra.

Los casos que, en su función jurisdiccional, debe resolver Fiona, implican en sí dilemas morales; además, en ellos interviene un elemento asociado a la “irracionalidad”, la religiosidad, misma que repercute en ellos.

El primer caso que se pone en conocimiento del lector –y que es señalado como una de las causas que llevaron a la protagonista a concentrar en el trabajo toda su atención, en desmedro de sus relaciones maritales–, es el caso de los siameses, el cual resuelve determinando que se lleve a cabo la práctica médica de separación, decisión que acarrea la muerte a uno de éstos. Tal proceso está signado por la presión de grupos religiosos que se oponían a dicho dictamen argumentando el derecho a la vida de ambas criaturas.

El resto de casos presentados en la obra, cuya descripción se omitirá brevitatis causae, reviste similares características: dilemas morales marcados por un fuerte componente religioso, los cuales contrastan con la racionalidad, casi mecanicista, con la que la magistrada los resuelve (sin considerar la opinión pública ni factores externos a lo estrictamente jurídico).

Ahora bien, en el contexto de una vida marital en crisis, le es asignado un nuevo caso que, pese a compartir las características antes reseñadas, resultará distinto a todos los restantes: el de Adam Henry, un joven testigo de Jehová, próximo a cumplir la mayoría de edad, que se rehúsa, en virtud de sus creencias religiosas, a que le practiquen una transfusión de sangre que podría salvarle la vida. Dado que sus padres se oponen por análogas razones, el hospital recurre a la justicia a efectos de que se expida una orden que autorice la práctica médica.

Fijada la audiencia, Fiona escucha el relato de los hechos y los alegatos de las partes, pero previo a resolver decide visitar al joven en el nosocomio. Luego de un breve encuentro con él, en el cual no solo hablan de su caso sino que también interpretan juntos un tema musical, la magistrada retorna a su sede jurisdiccional y dicta pronunciamiento. Resuelve autorizar la transfusión de sangre, recurriendo a la ley del menor, la cual preceptúa que cuando un tribunal se pronuncie sobre cualquier cuestión relativa a un niño, el bienestar del menor será la consideración primordial del juez.

Efectuada la práctica médica, el joven se restablece y retoma su vida cotidiana, pero de un modo distinto; su fe religiosa ha entrado en crisis y quien autorizó la práctica que le devolviera la vida se presenta como una figura casi mesiánica con quien desea entablar un vínculo. Tal deseo se verá truncado reiteradamente por el rechazo de Fiona, quien en su preeminente racionalidad y consideración del deber, se rehúsa a dar cauce a los anhelos del joven pese a los sentimientos que suscita en ella.

En el desenlace de la obra es presentada una imagen trágica; la enfermedad que padecía Adam –leucemia– retorna y éste, ya en uso de sus derechos como adulto, se rehúsa a que le practiquen la transfusión de sangre y muere.

Fiona es anoticiada en el marco de la velada de gala en la que participa junto a colegas suyos y en la cual brinda un breve concierto.

Desbastada por la noticia, se retira a su casa y en medio del dolor que le provoca la muerte del joven renace la relación con su esposo Jack, a quien le cuenta toda la trama vivida con Adam, incluyendo la confesión de un beso entre ambos y los sentimientos que el encantador adolescente había generado en ella.

IV. Fiona Maye: una magistrada instada por la alteridad

Como se señaló al comienzo del presente trabajo, la alteridad es una constante que atraviesa toda la trama de la novela La ley del menor y, como tal, es un buen posicionamiento desde el cual abordarla, máxime a la hora de considerar el fenómeno jurídico en el que se encuentra inserta la labor profesional de la protagonista.

Desde el comienzo de la obra, el otro aparece en reiteradas oportunidades frente a Fiona: en la figura de su marido, en las diferentes personas que se ven involucradas en los casos sometidos a su conocimiento, en sus colegas y, en un sentido más propio, en Adam.

Las relaciones que entabla con esas alteridades son diversas, pero en términos buberianos se puede fácilmente distinguir entre dos grandes formas, mismas que refirieren a las palabras primordiales: “yo-eso” y “yo-tú”.

Por un lado y de manera usual, Fiona entabla con aquellos sujetos que se ven involucrados con su labor profesional una relación en términos “yo-eso”. Dentro de su preeminente racionalidad, las diferentes subjetividades son reducidas a partes integrantes del objeto de trabajo. No se vislumbran espacios de encuentro en los cuales reconozca a dichas subjetividades en cuanto tales, sino, por el contrario, su objetivo siempre está en responder a un ideal de justicia –propio de la modernidad– bajo el cual el magistrado es un operador jurídico técnico que, apartado de toda afectividad, resuelve los casos aplicando la ley con total asepsia; operación en la cual la protagonista solo considera la prospección de sí misma dentro de la comunidad profesional en la que se desempeña.

Por otra parte y de manera disruptiva, se dará un encuentro con Adam que claramente supone una relación “yo-tú”. Dicha relación supondrá un vínculo que influirá no solo en su modo de resolver el caso, sino que, a su vez, le permitirá, en el desenlace de la obra, recuperar su lazo marital con Jack. El joven pondrá en crisis el propio modo de ser de Fiona a la vez que ella el de él, comprobándose así la reciprocidad a la que alude Buber como condición propia y característica de lo relacional.

Por su parte, la figura de Jack es interesante, pues, aparece al inicio y al término de la obra, de dos modos distintos. Al comienzo, la discusión demuestra una ausencia de relación “yo-tú”, siendo notorio que le plantee a Fiona la posibilidad de entablar una relación “yo-eso” con Melanie. Luego, al final de la novela, comenzará a reconstruir su vínculo marital a raíz del desenlace de la historia de Adam. Puede decirse entonces que un vínculo “yo-tú” como el de Fiona y Adam fue causa eficiente en última instancia para que ella pueda recuperar, con Jack, una relación de análoga característica.

Ahora bien, ¿qué lugar ocupa el derecho en este entramado relacional?

V. Derecho y alteridad

Si se realiza el ejercicio de interrogar a un grupo de personas sobre el origen del derecho, o bien por su utilidad, posiblemente se encontrará mayoritariamente como respuesta, que su razón de ser es posibilitar o asegurar la convivencia.

¿Cómo cumple el derecho tal función? Desde una postura clásica normológica, que entiende a éste como un conjunto sistemático de normas, se responderá que dicha función se cumple al regular la conducta humana mediante el establecimiento de normas adoptadas conforme un procedimiento aceptado como legítimo dentro de la comunidad en la cual surgen.

No obstante, ha sido reiteradamente advertido que, el fenómeno jurídico no se agota en el aspecto normativo y, en tal sentido, es dable traer a colación la teoría trialista del derecho inaugurada por Werner Goldschmidt[7]. En ella, se resalta la triple dimensión del mundo jurídico, esto es: la fáctica, la nomológica y la dikelógica. La primera, es constituida por los hechos; la segunda, por las normas; y la última, por los valores, entre los cuales se destaca el de justicia como ideal realizador del derecho.

Puede predicarse, con acierto, que en las tres dimensiones del fenómeno jurídico la alteridad juega un rol central.

En el ámbito fáctico, los vínculos intersubjetivos son el objeto material de toda norma. Ésta, por su parte, surge en un gobierno republicano y democrático, en virtud de una deliberación dialógica, y lleva ínsita, en su regulación, posibilitar o asegurar la alteridad, bien sea al reconocer derechos o al garantizarlos mediante la previsión de penas. Finalmente, en el campo dikelógico, la justicia, como valor jurídico máximo, ha sido definida desde la antigüedad, como el dar al otro lo suyo[8].

La justicia, entendida de tal modo, es el máximo reconocimiento de la alteridad. Supone una radical realización de la condición de ser otro, en tanto otorga al otro lo que le es propio.

Cuando Fiona Maye –de manera disruptiva a su usual obrar y al modo común de operar en el ámbito de la magistratura– decide entrevistarse con Adam y tiene con él ese encuentro vital, logra adoptar una decisión en la cual queda expresada la intrínseca relación existente entre derecho y alteridad en las tres dimensiones del fenómeno jurídico al que se hace referencia ut supra. Se involucra y toma parte en el entramado intersubjetivo del caso, y dictamina a partir de allí, empleando una norma cuya manda encierra en sí misma una dimensión axiológica, en cuanto preceptúa al magistrado a resolver con arreglo al bienestar del menor; y al hacerlo, realiza el ideal de justicia al otorgar a Adam lo más propio de sí mismo: su derecho a la vida.

VI. Conclusión

A modo de colofón, reafirmo que una de las líneas interpretativas desde las cuales se puede abordar La ley del menor de Ian McEwan, es la de la alteridad, la cual permite distinguir una nota ontológica del derecho.

A lo largo de la novela, en reiteradas oportunidades se concibe al derecho en su vinculación al poder del que emana y en virtud del cual se logra en última instancia su observancia; así, se suele señalar de éste un matiz asociado a la violencia.

Esto último es lo que señala Freud cuando, en su correspondencia epistolar con Einstein, sentencia: “El derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia”[9].

Puede predicarse veracidad de lo anterior si se hace un análisis historicista del fenómeno jurídico, sobre todo porque ha sido el cause por medio del cual las mayorías hegemónicas lograron estatuir la otredad de todos aquellos que no pertenecían a ellas.

No obstante, el presente trabajo aborda al derecho desde la consideración ontológica del mismo; concibiéndolo así, he expresado en su triple dimensión fenoménica a la alteridad.

En una sociedad en la cual, de maneras más sutiles que las pretéritas, vuelven a vislumbrarse discursos unívocos que amenazan las libertades individuales, es preciso reconsiderar al derecho desde la alteridad. Esto permite no solo robustecer los ideales basales de toda república democrática, sino que, a su vez, nos brinda un andamiaje desde el cual repensar nuestra humanidad.

VII. Bibliografía

Aristóteles (2000). Ética nicomáquea. Madrid. Ed. Gredos.

Blanco, Guillermo (2004). Curso de antropología filosófica. Buenos Aires. Ed. EDUCA.

Buber, Martin (2013). Yo y tú. Buenos Aires. Ed. Prometeo.

Freud, Sigmund (1987). El porqué de las guerras, Obras completas, T. XXII. Buenos Aires; Amorrortu Editores.

Goldschmidt, Werner (1967). Introducción filosófica al Derecho. La teoría trialista del mundo jurídico y sus horizontes. Buenos Aires. Ed. AbeledoPerrot.

McEwan, Ian (2018). La ley del menor. Barcelona. Ed. Anagrama.

Santo Tomás de Aquino (1964). Suma teológica. Madrid. Ed. BAC.

San Agustín (2014). El maestro. Buenos Aires. Ed. Colihue.


Notas

[1] Diccionario online de la Real Academia Española. https://dle.rae.es/?id=26jwiNv.

[2] Buber, Martin (2013). “Yo y tú”. Pág 11.

[3] “Ich und Du”, escrita en 1923, es la obra célebre del pensador austríaco israelí.

[4] Escrita entre finales del 389 y comienzos del 390, consiste en un texto filosófico redactado a modo de diálogo, en el cual, además de desarrollarse nociones vinculadas a la filosofía del lenguaje y a la pedagogía, se elabora una gnoseología dialógica con implicancias éticas.

[5] Esta denominación se emplea para diferenciarla de la antropología filosófica y se ha tomado de la diferenciación semántica que realiza Guillermo Blanco (2004) en “Curso de antropología filosófica”. Buenos Aires. Ed. EDUCA. Págs. 20 y ss.

[6] Desarrollado por Kant en su célebre obra de ética “Fundamentación de la metafísica de las costumbres” publicada en 1785.

[7] Jurista e historiador alemán radicado en Argentina que elabora la teoría trialista del mundo jurídico en dos célebres obras:  “La ciencia de la justicia (Dikelogía)” -Editorial Aguilar, 1958- e “Introducción filosófica al Derecho – La teoría trialista del mundo jurídico y sus horizontes” -Editorial AbeledoPerrot, 1967-.

[8]  A modo ejemplificativo puede citarse a Aristóteles, quien, en su Ética a Nicómaco, sentencia: “En cuanto a la justicia, es la excelencia por la que cada uno tiene lo suyo y de acuerdo con la norma, y la injusticia, cuando se tiene lo ajeno y contra la norma» (Aristóteles, 2000. “ÉTICA A NICÓMACO”. Ed. Gredos. Pág.96). Otra cita de antaño que se ancla en igual sentido a lo dicho, es la que formula el Aquinate en la Suma Teológica, donde señala que “La justicia es el modo de conducta según el cual un hombre, movido por una voluntad constante e inalterable, da a cada cual su derecho” (Tomás de Aquino, 1964. “SUMA TEOLÓGICA” 2-2, 58, 1. Ed. BAC).

[9] Freud, Sigmund (1987).  “EL PORQUÉ DE LA GUERRA”, OBRAS COMPLETAS, T. XXII. Pág.192.

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