Reflexión sobre Las flores del mal, de Charles Baudelaire
¡Amargo sabor, aquel que se extrae del viaje!
El mundo, monótono y pequeño, en el presente,
Ayer, mañana, siempre, nos hace ver nuestra imagen;
¡Un oasis de horror en un desierto de tedio!
Charles Baudelaire, Las flores del mal.
Nada resulta más placentero que sumirse en una nube gris de melancolía, acompañados de un solitario cigarrillo, una deliciosa copa de vino y un buen libro de poesía. Permanecer en un estado de añoranza, vivir inmersos en los recuerdos, nos llena inevitablemente de nostalgia, pero también nos colma de vida. Sentir tristeza, cuando menos, ya es un indicio de vida, un vestigio de nuestra peculiar capacidad de sentir. El problema reside cuando, pese a nuestro potencial de recibir impresiones del mundo, nos asecha la sensación de que nada tiene sentido. No encontrar un sentido, una posible razón aparente implícita en las cosas, puede ser verdaderamente aterrador.
Algunos dicen que los poetas siempre se adelantan a su tiempo, y Baudelaire no es la excepción. Su lírica no estaba dirigida a un público general, estaba direccionada a aquellos lectores con ímpetu de poner en jaque cualquier concepción del mundo a través de la experiencia de lo fatal, una cuestión nada aceptada en el siglo XIX. Ya en el prólogo de Las flores del mal advierte al lector de hipócrita, lo que fue motivo de gran controversia. La poesía de Baudelaire es una pauta a la modernidad, o al menos, a lo que se entiende por dicho término. Si bien su lírica no es fácil de digerir, es muy sencillo dejarse seducir por la fuerza de sus construcciones literarias. La pluma de Charles Baudelaire es un imán para las almas que gustan dejarse arrastrar por la marea de las emociones, por el volátil fuego de las palabras. No obstante, este es un suceso cada vez menos común en la actualidad.
Después de que en el siglo pasado la poesía de Baudelaire fue muy bien recibida, en el siglo actual presenta ciertas dificultades. La mecanicidad del siglo XXI y la rutina común de la vida capitalista, impide dirigir la mirada hacia ciertas cosas, de modo que las condiciones de recepción de la poesía se han vuelto cada vez más complejas. El público es cada vez más frío e impersonal. Cabría preguntarnos si Las flores del mal, ese clásico de la literatura, aún es vigente.
En su texto Sobre algunos temas de Baudelaire, Walter Benjamin pone en tela de juicio esta cuestión, partiendo del análisis de la literatura en el siglo XX. Es evidente que las condiciones de la cultura son relativas a la época y la actualidad está plagada de nuevas formas; se ha creado una nueva conciencia ante lo que podríamos denominar Thauma o asombro. El lector, ineludiblemente, ha creado una coraza que le impide dejarse asombrar fácilmente, una especie de capa protectora contra los estímulos del mundo. El ajetreo de la vida diaria ha desarrollado en el individuo la potencia de regular las impresiones fuertes que ocurren en el exterior, es decir, ha creado un disipador de shocks.
La mente es un almacén que presenta una diversidad de filtros; uno de tantos es el miedo, que según el discurso psicoanalítico, es la predisposición a la angustia. La mente crea mecanismos especializados para contrarrestar las amenazas aparentes, y uno de ellos es conservar en la memoria el registro de lo que considera nocivo. La problemática reside en que esta coraza no es regulada y generalmente permanece en la consciencia de manera generalizada, volviendo menos sensible al individuo en cualquier ámbito. El fallo de dicha función –la de repeler el shock–, implicaría dejar acontecer el espanto o pánico, lo que para Baudelaire era una capacidad asombrosa. La crudeza de sus letras estaba basada en este elemento primordial: la capacidad de crear un shock (sobresalto, impresión, asombro) en el otro. Inclusive el artista, para dicho autor, habla de un duelo en el cual antes de sucumbir, grita de espanto; tal duelo es el proceso mismo de la creación.
Para Baudelaire no existe poesía sin asombro, sin shock. Es como si una palabra se hundiese en sí misma en cada frase, provocando en el lector la más aterradora sensación:
“¿Quién de nosotros no ha soñado, en días de ambición, con el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo ni rima, suficientemente dúctil y nerviosa como para saber adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? […] De la frecuentación de las ciudades enormes, del crecimiento de sus innumerables relaciones, nace sobre todo este ideal obsesionante”. [1]
La imagen de la multitud y la metrópolis resulta determinante en la obra de Baudelaire. El estruendo en una rima, la palabra cruda, franca, era su arma más eficaz ante una aterradora y cruel realidad; él, como cualquiera de nosotros, vivía inmerso en la cotidianidad, y las masas le representaban lo más terrible. Es por ello que buscaba generar en el “otro” una transgresión. Así, la idea era presentar, a partir de un poema, el esquema del shock e incluso el de la catástrofe, asaltando la naturaleza del sentimiento más profundo, no sin antes provocar una convulsión en el cuerpo –la clásica piel chinita– del lector. En este sentido, el poeta se mostraba como un ferviente conocedor de la obra Poe. De tal manera, Baudelaire se convirtió en un historiador, en un cómplice de la historia del mundo moderno, de la multitud, marcando una distancia ante ella al mismo tiempo, con una mirada de desprecio. El poeta miró angustia, repugnancia y miedo en la multitud metropolitana; temor ante el gigante, ante el Leviatán de Hobbes. Notó que para el hombre común, el confort es la salida más fácil, pues no se requiere de gran destreza para ser como los demás; pero sabía que este confort aísla, marca una distancia abismal ante el “otro” (no hay nada más triste que ver a miles de personas congregadas en un mismo lugar sin siquiera mirarse a los ojos), pues la cercanía implica ser vulnerable, mantenerse abierto significa dar pauta al shock. Baudelaire, el poeta maldito, tampoco logró salvarse del terrible monstruo de lo común.
La poesía de Baudelaire expone la experiencia vivida en su desnudez. Busca provocar un asombro que muestre la tierra es su estado de completa naturaleza. La pretensión es generar en el otro la semilla del trastorno, la ruptura del dogma, de los lugares comunes. Buscaba la lejanía, la ausencia en la presencia, inmerso en la falsa cotidianidad:
“Quisiera volver a los dioramas, cuya magia enorme y brutal me impone una útil ilusión. Prefiero contemplar un decorado de teatro, donde encuentro, expresados artísticamente y con trágica concisión, mis sueños más caros. Estas cosas, siendo falsas, se hallan infinitamente más cerca de lo verdadero”. [2]
Es por ello que insistió tanto sobre la fascinación ante lo lejano, volviéndose contra la multitud, pues a él mismo le asechaban los demonios de la monotonía, las quimeras de una vida tan vana como la que, a veces, muestra el mundo tal como es.
Hoy día existen muchas formas de arte que buscan generar algo en el otro partiendo de la ruptura (el cine, las artes escénicas, el arte-acción). Han surgido nuevas tendencias a partir del deseo de sentir y de provocar reacciones en el otro (Cine Gore, Teatro de la Crueldad), pero cabría preguntarse por qué nuestros límites sensoriales son cada vez más distantes. Somos autómatas, seres operando máquinas y teclas en cubículos claustrofóbicos, individuos devorados por la enajenación. Baudelaire se sentía fascinado por la era moderna y estaba intrigado por los tiempos venideros; tal vez por ello, pensando en los hombres del futuro, realizó una obra basada en el postulado del shock. Como poeta, Baudelaire se mantenía al margen de los hechos, pero como todo hombre, buscaba transgredirlos.
El hombre del siglo XIX no dista mucho del actual, es un personaje irreverente y complejo despojado de la posibilidad de la experiencia estética, de la maravillosa capacidad de sentir; un personaje que lucha contra monstruos y demonios de entre los cuales, sin duda, el peor es el terrible monstruo del tedio. Para quien no puede tener más una experiencia, no hay posible consuelo; es por el monstruo del tedio que nos extinguimos como flamas en el aire, que flotamos a la deriva en el incierto mar de la desventura, que nos arrojamos al abismo del sinsentido. Pero si en algo confiaba plenamente Baudelaire, y en demostrarlo se le fueron los mejores años de su vida, es que hay algo imposible de restringir: la bella e irreductible capacidad de soñar. Las letras de Baudelaire son, precisamente, una pauta hacía el mundo del ensueño, un puente hacia el universo de lo extra-ordinario.
Notas
[1] Charles Baudelaire, Spleen de Paris.
[2] Walter Benjamín, Sobre algunos temas de Baudelaire, p. 85.