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Los niños no son el futuro. Reflexión sobre la educación infantil

Los niños no son el futuro. Reflexión sobre la educación infantil

Todos fuimos niños o niñas alguna vez y en nuestros tiernos hombros colocaron la gran responsabilidad de ser el futuro. Pero, ¿qué significa esto realmente? Quizá nuestros padres y la sociedad pensaron que nosotros encontraríamos mágicamente la solución para todos los problemas que provocaron las generaciones anteriores. Sin embargo, ahora somos adultos, ese futuro ya está aquí, y el panorama no es tan utópico como lo parecía cuando nos delegaron tal responsabilidad.

Ahora somos nosotros quienes repiten el famoso epíteto: los niños son el futuro, como si les estuviéramos delegando nuestra responsabilidad generacional. Curiosamente, decimos esta frase entre nosotros mismos: los adultos; pero no nos agachamos para enseñarle a los niños lo que deberían hacer. No hablo de conocimientos académicos, sino de los valores individuales que forman la personalidad humana.

En muchas ocasiones, ya sea por costumbre o comodidad, pensamos que el adulto es una entidad diferente al niño que fue, como si se tratara de estados separados e independientes. Incluso, me atrevo a decir que algunas personas consideran a la infancia como un periodo perdido. Sin embargo, el adulto le debe todo al niño que alguna vez fue. Todo el bagaje psíquico que llevamos a cuestas –como la autopercepción, nuestras certezas e inseguridades, así como las ideas que tenemos sobre el mundo– es producto del trato que hemos recibido durante la infancia.

Un lugar perfecto para entender la magnitud de este problema es la universidad. Allí se concentran personas que, biológicamente, entrarían en la categoría de hombres y mujeres maduros. Además, ya han atravesado por todos los niveles de educación y se preparan para recibir los conocimientos especializados de alguna profesión con la que contribuirán a su grupo social eventualmente. Casi suena como la misión de un selecto grupo de mujeres y hombres con cualidades extraordinarias.

Sin embargo, cuando te enfrentas a la realidad universitaria te encuentras con que esos estudiantes en realidad son niños pequeños en cuerpos de adultos. Esta comparación, lejos de ser despectiva, me parece muy delicada. Los profesores universitarios que lean estas líneas no me dejarán mentir: uno de los principales problemas de los estudiantes es la falta de carácter (a lo largo de esta reflexión explicaré con mayor amplitud qué entiendo por carácter).

No obstante, la ausencia de esta cualidad no causa preocupación alguna; al contrario, se culpa al estudiante de irresponsable o incompetente; en ningún momento se plantea la pregunta: ¿habrá desarrollado su carácter esta persona? Si hemos mencionado que el adulto es resultado de la experiencia infantil, cualidades como la disciplina, la responsabilidad y el carácter también deberían ser aprendidas durante dicho periodo, aunque pertenecen a un ámbito del desarrollo que casi no es considerado por la educación tradicional.

Consideremos por un momento esas tablas de desarrollo que encontramos en libros sobre maternidad o en el consultorio del pediatra. Dichas gráficas nos indican las habilidades que deberíamos esperar según la edad del infante. Ciertamente, ello resulta muy útil para determinar algún retraso en el desarrollo de los niños, pero estas referencias se basan únicamente en hitos observables y descartan otros aspectos más sutiles pero igualmente importantes. Por ejemplo, con base en dichas gráficas de hitos, los padres de un pequeñito de cuatro años que aún no fuera capaz de caminar estarían muy preocupados y recurrirían a todos los medios para ayudarlo. Es bien conocida la estrecha relación que existe entre la motricidad y la inteligencia. Sin embargo, ¿cuándo fue la última vez que escuchaste a padres preocupados porque su hijo de diez años aún no ha desarrollado su voluntad?

Sería inhumano esperar a que el pequeñito de cuatro años del ejemplo decidiera caminar por su cuenta, sin algún tipo de estimulación o intervención, ya que, al no brindarle apoyo alguno, no sólo se estaría perjudicando su musculatura, sino también su progresivo desarrollo intelectual. En cambio, el pequeño que no ha desarrollado su voluntad e independencia pasará inadvertido durante mucho tiempo, hasta que las circunstancias le resulten excesivamente demandantes. Circunstancias que, curiosamente, se vuelven evidentes durante la edad adulta. Si alguien cojea de un pie durante mucho tiempo, su estructura ósea se deformará; de la misma manera, una excesiva inseguridad –aunada a una autoimagen deficiente o errónea, y un sentimiento de inferioridad crónico– deformará la estructura psíquica del individuo.

Aunque el ritmo de desarrollo en cada niño es distinto, generalmente no varían tanto los tiempos en los que ocurren las manifestaciones esperadas, siempre que el infante haya tenido la estimulación necesaria. Pero, ¿de qué manera podríamos saber si el niño ya ha desarrollado las cualidades de su personalidad? De igual manera, ¿a qué edad se esperaría que hayan sido alcanzadas?

La respuesta es que el ser humano forma su personalidad entre los tres y los seis años.

No obstante, ocurre un fenómeno muy interesante respecto a la personalidad infantil, y es que se ha extendido una imagen poco agradable de los niños. Muchas personas piensan que los niños pequeños son inquietos, ruidosos, desordenados, caprichosos, descuidados, sucios, perezosos, glotones y groseros por naturaleza; como si los pequeños fueran la encarnación de todos los vicios del género humano. Incluso, los adultos justificamos estos comportamientos con el argumento: son niños.

Ciertamente, estos comportamientos no son agradables para los padres ni para los mismos niños, y estoy por decir algo muy delicado: en realidad, estos comportamientos son las manifestaciones de necesidades psíquicas que el niño no ha logrado satisfacer, y no de características propias de la infancia. Una pequeña dolencia puede convertirse en un padecimiento grave si no es tratada a tiempo; el miembro infectado puede ser resultado de una herida descuidada, de la misma manera que un berrinche es la expresión de una impotencia que el niño ha arrastrado por algún tiempo y explota cuando los padres le niegan un dulce, por ejemplo. Sin embargo, estos comportamientos no deberían definir de forma tan generalizada la personalidad infantil.

Antes de continuar quiero hacer una precisión necesaria: el hecho de que un niño presente estos comportamientos no quiere decir que sea malo o esté enfermo, tampoco que el comportamiento ideal sea lo opuesto a lo que consideramos indeseable; es decir, que el niño inquieto se vuelva tranquilo (ya que la tranquilidad excesiva también resulta preocupante). Debemos recordar que el objetivo de la educación no es diseñar al infante según nuestros caprichos, sino ayudarlo a guiar su desarrollo para que logre adaptarse lo mejor que pueda a su entorno.   

Dicho esto, podemos remover todas las etiquetas para entender cómo se desarrolla la personalidad infantil.

Primero, hay que mencionar dos conceptos: el carácter y la personalidad. Aunque es común que estos conceptos se usen de forma indistinta para referirse a la misma dimensión humana, el carácter evoluciona en el tiempo pero tiene sus cimientos en la infancia y es determinado por las interacciones sociales; mientras que la personalidad es la manera en la que alguien se comporta en función a sus experiencias o aprendizajes. Aunque se presenten de forma separada, ambas cualidades son interdependientes; es decir, en conjunto determinarán la autoimagen del individuo y la forma en la que se relacionará con su entorno.

Por lo tanto, para poder formar el carácter de los niños y las niñas debemos exponerlos a experiencias sociales. Sin embargo, las experiencias sociales para el infante no son únicamente las conversaciones que los adultos tienen con otras personas o las pocas palabras mal pronunciadas (diminutivos y demás deformaciones del idioma) que le dirigen al pequeño, sino también lo son la aceptación y el trato que recibe de su entorno más próximo.

Imagina el siguiente escenario. Alguien a quien tú aprecias mucho te invita a una reunión. Al llegar, te das cuenta de que no conoces a nadie, pero todos se acercan a observarte con mucha curiosidad; entre ellos hacen comentarios sobre ti y comienzan a reír. Tú, como el adulto racional que eres, no entiendes la dinámica de estas personas y les pides una explicación, pero recibes como respuesta más comentarios incoherentes. Aunque haces el esfuerzo por comunicarte, ellos no te prestan atención; al contrario, parece que tu confusión les divierte. De pronto, se escucha una canción y al unísono gritan: “¡Que baile!”, mientras una de esas personas te coloca un sombrerito ridículo. Creo que no hace falta continuar.

Entiendo que este escenario puede resultar un poco surreal, pero estoy seguro de que no estaríamos dispuestos a soportar un trato semejante bajo ninguna circunstancia. Sin embargo, le ocurre algo muy parecido a los niños y a las niñas. Al menos en Latinoamérica, es muy común este tipo de trato hacia los pequeños: se les expone a experiencias sociales en donde ellos son el entretenimiento de los adultos; la materia prima que dará forma al adulto de mañana se convierte en un bufón. Ante una situación similar, nosotros tenemos la plena facultad de retirarnos o discutir contra aquellos que nos agravian; mas, no es así con los niños.

Entonces, ocurre algo muy delicado y triste. Recordemos que el carácter se forma con las experiencias sociales. El niño pequeño aún no posee ideas abstractas como la dignidad, por lo que este tipo de situaciones son asimiladas como su realidad; es decir, la experiencia que le pudo haber transmitido al infante un importante recurso de socialización con su propia familia, se convierte en una humillación que el pequeño no entiende como tal. Al contrario, descubre que la forma de interactuar con los demás es a través de bailes y comportamientos ridículos que los adultos disfrutan.

¿Alguna vez has observado niños tímidos que al entrar a un lugar se esconden detrás de sus madres, incluso con gestos de temor? Siendo un caso aparte los cuadros de abuso y violencia, muchos niños reaccionan así porque carecen de recursos sociales; es decir, no saben cómo actuar porque no han tenido suficiente experiencia en situaciones similares.

Regresando al ejemplo anterior, el pequeño puede comenzar a desarrollar una personalidad de complacencia y baja autoestima que lo acompañará durante su vida. Si bien es cierto que las terapias psicológicas son capaces de ayudar al adulto que experimenta comportamientos desarrollados a partir de malas experiencias infantiles, es más sensato evitarlas en primer lugar con un trato respetuoso hacia el niño.

Pero un simple trato respetuoso puede seguir sonando bastante ambiguo. No me refiero a que debemos envolver entre algodones a los niños y las niñas para proteger su delicado desarrollo psíquico, sino a todo lo contrario: exponerlos a todas las situaciones que contribuirán a la formación de su carácter. Un escenario bastante común hoy en día es buen ejemplo de la exposición a la que me refiero. Mientras alguna familia se reúne con amigos en un restaurante (o en casa) no falta el pequeño que está sentado a la mesa pero se encuentra absorto en su tableta electrónica. Esta es una situación extremadamente rica en experiencias sociales para el niño que se encuentra presente. Tal vez no entienda por completo de lo que hablan los adultos, pero comienza a tener: impresiones sobre la dinámica de la conversación y la noción de los turnos dentro de ella; enriquecimiento del vocabulario (por eso hay que tener cuidado de lo que se dice frente a los niños), e incluso algunos modelos de comportamiento, dependiendo del lugar. La cantidad de aprendizajes que ocurren en una situación tan cotidiana son invaluables para los pequeños; lamentablemente, muchas de esas experiencias se pierden debido a que la atención de los niños es consumida por algún dispositivo electrónico.

Lo repito una vez más: el carácter se forma a partir de las experiencias sociales. El individuo se autodetermina con base en la interacción con los demás. Algunas de las cualidades de la personalidad infantil que se adquieren por medio de un saludable desarrollo del carácter, son: la autoestima, la independencia, la voluntad, la confianza en uno mismo y en los demás, la iniciativa, la empatía, el sentido de pertenencia, y muchas otras características indispensables que cobran mayor importancia durante la edad adulta. ¿Recuerdas ese sentimiento que aparecía en tu estómago cuando llegabas al examen más importante del semestre sin saber absolutamente nada? Ahora imagina que en el examen de la adultez llegas sin saber sobre la voluntad, el esfuerzo, la independencia y sin confianza en ti. En una ocasión, saqué mi libro a mitad del examen con todo el cinismo del mundo y el profesor me dijo, después de quitarme la prueba, que tuve el tiempo suficiente para estudiar. ¡Exactamente! Todos los individuos que ahora se encuentran en edad adulta tuvieron los primeros seis años de su vida para asimilar las virtudes que los guiarían hacia la madurez.

A esto me refería con la analogía de los estudiantes universitarios. Es obvio que la función de los profesores universitarios no es educar el carácter y la personalidad de sus estudiantes (siempre dicen que son cosas que debieron aprender en casa), sino impartirles conocimientos específicos de acuerdo a su área de estudio; sin embargo, muchos estudiantes no tuvieron la oportunidad de ejercitarse en estos aspectos cuando su etapa de desarrollo lo requería. Estas vicisitudes complican considerablemente el aprendizaje académico.  

Todos sabemos que las dificultades de la vida incrementan a medida que los niños crecen. Por lo tanto, las habilidades que desarrollarán tienen que descansar sobre capacidades previas. De tal manera, se arrastrarán durante mucho tiempo las cualidades que no hayan sido adquiridas, causando un retraso en el desarrollo y posibles problemas operativos. Con estos problemas me refiero a dificultades en el reconocimiento de la autoridad, irresponsabilidad, aislamiento, etc.

Muchos filósofos clásicos, entre ellos Platón, comparten una idea muy interesante sobre la educación. Decían que los gobernantes deben ser educados desde el nacimiento para desempeñar dicho cargo cuando sean mayores; idea muy parecida a la que tenían los espartanos sobre educar a los niños para que fueran guerreros cuando crecieran. Actualmente, esto no quiere decir que vamos a educar a los niños y las niñas con los conocimientos de una profesión específica para que la desempeñen posteriormente, pero sí formarlos y guiarlos teniendo en mente al adulto que serán. Si eres padre o madre, imagina al tipo de hombre o mujer que te gustaría que fuesen tus hijos: honestos, responsables, confiables, etc. Cada quién tendrá una lista más o menos similar de valores. Los niños y las niñas no son el futuro. Ellos están aquí ahora; el día de mañana se habrá esfumado la oportunidad que tuvimos ante nosotros. Hay que dejar de ver a los niños como criaturas inútiles que se las arreglarán después para ser el futuro que nosotros presagiamos desde la comodidad de un pasado desaprovechado. Ellos no son el futuro, porque debemos educarlos en el presente para que puedan cosechar sus virtudes mañana.

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