
Refugiados de guerra. Una breve reflexión sobre el siglo XXI

Nací a mediados del siglo XX y habiendo vivido los cambios sucedidos durante el primer cuarto de la presente centuria, mi percepción acerca de la naturaleza, magnitud y significado de los mismos, está cimentada en la comparación con otros hechos del pasado. Los acontecimientos políticos, económicos y tecnológicos acaecidos durante el primer cuarto de nuestro siglo, han cambiado nuestra vida haciéndola distinta a la que llevábamos. En medicina han mejorado los métodos de prevención de ciertas enfermedades como también la tecnología que se aplica en las curaciones de los males que aquejan a nuestros cuerpos. La tecnología satelital nos permite conectarnos al instante desde cualquier punto del planeta, y la cantidad de información al alcance de la población es abrumadora. Son innumerables los trámites de la vida diaria que se nos han facilitado y es posible hacerlos desde un ordenador o desde el móvil. El lugar del trabajo puede ser la comodidad de una habitación de la casa y ya no es necesario movilizarse diariamente hacia un lugar fijo.
Desde la perspectiva política global asistimos en los últimos años a conflictos armados focalizados en varias partes del planeta, a diferencia del siglo pasado, cuando las grandes guerras abarcaban un continente entero o gran parte del mismo. La cantidad de refugiados debido a los conflictos bélicos en este cuarto de siglo es la misma que la generada por la Segunda Guerra Mundial. Y la suerte de los nuevos desplazados sigue siendo idéntica a la que tuvieron aquellos desgraciados que huyeron de sus horrores en el pasado.
Mis padres huyeron de la actual Eslovenia en 1945, al finalizar la guerra, junto a miles de personas que escapaban de la venganza comunista que se ensañó con aquellos que no comulgaban con el nuevo régimen político establecido en los países balcánicos. Entre el 5 y el 12 de mayo de 1945 se produjo el éxodo de los civiles eslovenos en su escape hacia Austria a través de los Alpes. Miles de personas a pie, en bicicleta o con sus carros; familias, niños y ancianos avanzaron decenas de kilómetros, llevando consigo las pocas pertenencias rescatadas en la huida: ropa, comida y enseres personales. Entre la multitud había campesinos que iban con sus carros tirados por caballos, y algunos llevaban atada una vaca para que no les faltara leche a los niños. Iban también intelectuales, funcionarios, sacerdotes, empresarios y todo aquel que no estuviera comprometido con la revolución que había triunfado. Los apoyaban las fuerzas militares de los Domobranci (Defensores de la Patria en esloveno) quienes hasta el último momento tuvieron que intervenir para despejar el paso ante los bloqueos del camino por parte de los alemanes y los partisanos que les impedían la huida hacia la libertad. Estos refugiados formaron parte de los 22 millones de desplazados que produjo la Segunda Guerra Mundial en Europa.
Por una cuestión de vida o muerte, mis padres permanecieron durante tres años, junto a miles de compatriotas en los campos de refugiados de Austria e Italia, sufriendo todo tipo de necesidades materiales y espirituales, luchando contra la desesperanza y la tristeza de abandonar su patria, a la espera de que alguna nación los acogiera para poder reiniciar su vida en paz. Finalmente, la Argentina abrió sus brazos y acogió a unos cinco mil eslovenos en 1948. A partir de allí la vida de estos inmigrantes fue de sacrificio y carencias, de dificultad en la inclusión social debida al desconocimiento del idioma y las costumbres locales. Los que nacimos en Argentina en los años 50 escuchábamos las añoranzas y comparaciones de nuestros padres respecto a su lejana tierra europea. Los primeros meses de estadía en su nuevo destino, solían ir a las orillas del estuario del Río de la Plata a mirar hacia el horizonte, para tratar de sentir más cerca lo dejado del otro lado del Atlántico.
El desapego y las privaciones materiales, la discriminación y el aislamiento que sufren las personas que son arrancadas de sus tierras, son similares cualquiera que sea la etnia o raza a la que pertenezcan. Los horrores de la guerra dejan huellas psicológicas imposibles de borrar. Recuerdo a un señor esloveno inmigrante que, durante mi infancia, iba de tanto en tanto a mi casa y cuya visita me generaba un poco de miedo. De aspecto descuidado, llevaba ropas andrajosas y su andar era siempre algo tambaleante debido a su adicción al alcohol. Mi padre lo invitaba a la mesa y siempre se le daban algunos víveres para su regreso. Luego supe que perdió la razón debido a que había logrado escapar de una fosa común donde fue arrojado junto a decenas de ex combatientes eslovenos entregados –engañados por los responsables ingleses de los campos de refugiados– a los partisanos, quienes, sin juicio previo, les daban un tiro en la cabeza y los arrojaban dentro de determinadas depresiones kársticas en medio de los bosques de la región. La casualidad hizo que el disparo destinado a él no diera en el blanco y fuera arrojado vivo a la tumba, permaneciendo entre los muertos y moribundos durante horas, hasta trepar de noche a la superficie y huir.
¿Qué diferencia existe entre las vivencias de aquellos desplazados por la Segunda Guerra Mundial y los millones de ucranianos que en la actualidad están obligados a huir buscando refugio y seguridad frente a los bombardeos rusos? ¿Cuántos de los millones de desplazados por la guerra civil en Sudán del Sur en 2023, sufrirán las consecuencias del estrés postraumático que arruinará su vida y la de sus familiares? ¿Con qué traumas vivirán los sobrevivientes de los horrores de la violencia y persecución de la limpieza étnica contra la minoría Rohinyá en Myanmar perpetrados desde el año 2017? ¿Cuántos millones de personas huyeron de la destrucción de Siria durante los más de 10 años de guerra civil iniciada en 2011? ¿Con cuánto odio vivirán los niños palestinos y judíos por haber presenciado destrucción y muerte en pleno siglo XXI?
Nada ha cambiado salvo el gran avance tecnológico que nos permite ver por la televisión, sentados en el sillón del living, cómo se apunta contra un vehículo o edificio desde un dron y se arroja un proyectil que en un instante explota y destruye todo a su alrededor. Quizás el cambio más significativo sea la forma de realizar los bombardeos, que en la actualidad se hacen desde una oficina frente a pantallas y computadoras. Hoy apreciamos en los noticiarios televisivos, en tiempo real, los desplazamientos y la vida de refugiados hacinados en carpas de campaña, recibiendo comida de organizaciones solidarias. O podemos ver la filmación de un soldado israelí avanzando sobre los escombros de Gaza, atento a disparar ante cualquier movimiento sospechoso. Sin duda se trata de cambios derivados de acontecimientos tecnológicos. Esta cercanía diaria virtual con el terror y la desesperación ajenos pareciera que nos está blindando con indiferencia frente al sufrimiento. La cotidianeidad del horror nos va insensibilizando hasta el punto de naturalizarlo.
Tampoco ha variado el funcionamiento de la diplomacia de las organizaciones mundiales cuyo principal objetivo es el de mantener la paz y seguridad internacionales. Han demostrado a lo largo de los últimos años su inutilidad en la resolución de los conflictos armados; de permanente sesión, sus integrantes conforman una casta de burócratas abocados a reuniones deliberativas de escaso impacto en la remediación de las disputas bélicas.