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Historia del manicomio “La Castañeda”

Historia del manicomio “La Castañeda”

Introducción

La hacienda La Castañeda, ubicada en Mixcoac, perteneció al Sr. Ignacio Torres Adalid, mejor conocido como el “Rey del Pulque”, quien era buen amigo de Porfirio Díaz. El Sr. Torres, teniendo un gran emporio pulquero mandó construir una escuela, en su hacienda, para sus trabajadores; a la inauguración de dicho colegio invitó a Porfirio Diaz, a quien, tras conocer el lugar, se le ocurrió que esos terrenos eran los más propicios para la construcción de una de las instituciones más emblemáticas durante su mandato: el manicomio La Castañeda.

La Castañeda durante el porfiriato

En 1910 la élite porfiriana iniciaba con bombos y platillos las celebraciones del centenario de la Independencia. Al igual que en el bicentenario, hubo derroche, fiesta, carros alegóricos, desfiles, monumentos, obras de ingeniería, libros conmemorativos, exposiciones científicas, concursos.

En tal frenesí carnavalesco, el evento que dio inicio a los festejos el 1 de septiembre de 1910 fue la inauguración del Manicomio General. La novísima institución psiquiátrica, erigida en la antigua hacienda de La Castañeda –en el pueblo de Mixcoac–, significó el inicio de la psiquiatría moderna en México. Eran clausurados los antiguos hospitales para dementes: el San Hipólito para hombres y el Divino Salvador para mujeres. El nuevo complejo arquitectónico, compuesto por 25 edificios y con capacidad para 1200 pacientes, cumplía con los lineamientos internacionales en cuanto a funcionalidad, higiene y terapéutica.

Pero, ¿qué ideas había en la mente de aquella sociedad porfiriana como para celebrar el centenario con un manicomio?

Los locos y los criminales eran aquellos que, según la lógica positivista, degeneraban la raza. Este tipo de sujetos, ya fuere por una nociva herencia biológica o por carencia de principios morales, amenazaban el proyecto de nación moderna ya que, al reproducirse, los locos tendrían hijos epilépticos o imbéciles, y los criminales engendrarían más criminales. La Castañeda se erigió como el espacio para aislar una muchedumbre de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales que cabían en aquel cajón de sastre llamado locura. Había alcohólicos, sifilíticos, neuróticos, ancianos dementes, epilépticos, militares con traumas de guerra, jovencitas “histéricas”, heroinómanos, opiómanos, fumadores empedernidos de marihuana, peleadores callejeros, hombres de negocios melancólicos frente a la bancarrota, niños “anormales”, discapacitados, esquizofrénicos y no podía faltar quien se creyera Napoleón Bonaparte o Benito Juárez. Tras los muros del nuevo manicomio se buscó albergar y ofrecer curación, en el marco de las muy limitadas posibilidades de la época, a las más de 50 mil personas que ingresaron entre 1910 y 1968, fecha de su clausura.

Porfirio Díaz contrató miles de obreros para erigir el novísimo manicomio. Éste ocupó 78,480 metros cuadrados y consistió en un complejo arquitectónico de 25 edificios con capacidad para 1200 internos. La estructura consistía en tres hileras de edificios: los centrales serían para la administración, servicios generales, vivienda de empleados y –en la parte trasera– talleres, la huerta y el mortuorio. En la hilera de la derecha estaban los pabellones para hombres y a la izquierda los de mujeres. Los pabellones más pequeños estaban en la parte frontal (Distinguidos). Allí vivían los que pagaban una mensualidad que les permitía tener un cuarto individual, una enfermera permanente y una mejor dieta. Estos internos siempre oscilaron entre el 16% y 23% de la población total, lo cual nos hace cuestionar la idea generalizada de que todos los locos eran pobres.

La enfermedad mental que más llamó la atención de los psiquiatras a finales del siglo XIX en México fue la epilepsia; razón por la que hubo en La Castañeda pabellones especiales para dichos pacientes. Ellos debían ser encerrados porque eran considerados como sinónimo de peligrosidad social, ya que supuestamente un epiléptico podía matar a alguien sin argumento ni remordimiento.

El alcoholismo como locura

Uno de los pabellones más grandes era el de Alcohólicos, mientras que el de Alcohólicas era de los más pequeños. El consumo de licor fue una de las “plagas” contra las que más luchó la élite porfiriana.[1]  Se consideraba al alcohol como la más poderosa causa de la degeneración racial de los mexicanos y el origen de todos los problemas sociales. Se suponía que los alcohólicos tendrían hijos epilépticos, quienes, a su vez, procrearían imbéciles, los cuales extinguirían la raza. Por esta razón, cuando alguien ingresaba al Manicomio, los médicos indagaban sobre el consumo de licor del interno o de algún miembro de la familia, ya que, de existir, sería la justificación incuestionable de la locura. No obstante, en esta lucha se llegó a algunos excesos. Llaman la atención numerosos reportes hechos por el director del Manicomio, quien se quejaba de que las autoridades políticas y la policía solían enviar sujetos en estado de ebriedad, pero que al poco tiempo regresaban a la normalidad. Empero, no podía darlos de alta debido a que habían sido internados por una orden judicial. Los expedientes clínicos de los alcohólicos nos ponen de relieve la relación entre síntoma y trasgresión; es decir, no eran internados por el consumo de licor en sí mismo, sino por los comportamientos considerados como anormales por la familia. Por ejemplo, hubo un hombre de 34 años que ingresó 4 veces al Manicomio. Cada vez que ingresaba, los médicos decían que estaba curado de alcoholismo. Salía y en cuestión de meses ingresaba de nuevo. El presidente municipal escribió una carta en la que decía:

“… su conducta ha sido insoportable, pues casi siempre ha estado ebrio, cometiendo escándalos en la plaza y calles públicas, insultando a los vecinos con palabras deshonestas y gritando constantemente en público a grado tal que se le ha tenido como un loco porque constantemente alteraba el orden y la paz del vecindario, pues no se ocupa en ningún trabajo y sí dilapidando las pocas utilidades del capital que representa. Las autoridades anteriores procuraron el castigo correspondiente y aún lo detenían en la cárcel pública por algunos días para ver si se corregía, pero nada valía, pues tan luego que salía, seguía con la misma costumbre, de tal manera, que era insoportable su modo de manejarse en este pueblo”.

Fue dado de alta, pero el sobrino lo internó de nuevo con el siguiente argumento:

“…Su conducta con sus familiares ha sido de verdadero martirio, airado siempre, carente de toda clase de sentimientos nobles, de la más rudimentaria educación… Su actual ingreso al Manicomio fue para que una hermana pudiera morir en paz. Este estado que causa tristeza y horror, revela la perversión moral a que ha descendido nuestro familiar… Allí en nuestro pueblo ha dispuesto de los productos de los sembrados de sus familiares; y no solamente ha hecho de esto sino cuando ya no tiene qué disponer, ha vendido los vidrios de las ventanas y aún intentó vender el tejado de la propia casa… Cuando lo perseguían para atraparlo, se hincó en la mitad de la calle y les gritó a todos que Trotzky había envenenado el agua”.

Después de su último ingreso, en lugar de ser dado de alta, se le ofreció trabajo en el huerto de hortalizas y lo aceptó con gusto hasta que falleció años después.

En la década de 1920 disminuyó notablemente la cantidad de alcohólicos en La Castañeda para darle lugar a otras “enfermedades” como la opiomanía, cocainomanía y la heroinomanía. Quienes eran sorprendidos en el consumo de estas sustancias eran remitidos al Manicomio. La mayoría de los consumidores de cocaína y heroína eran jóvenes pudientes, muchos de ellos estudiantes de química o de medicina, mientras que los consumidores de opio solían ser de origen chino y eran remitidos de los estados del norte de la república. Fue tal la cantidad de consumidores de drogas que llegaron en este periodo, que se creó en el Manicomio, el Hospital de Toxicómanos.

Por otra parte, existía el Pabellón de Imbéciles. Allí eran encerrados todos los que padecían síndrome de down, autismo, y todos aquellos enfermos mentales con discapacidades. Este era el espacio más trágico porque de allí se reportaban los más altos niveles de mortalidad, ya que al ser considerados como incurables, las familias los dejaban encerrados hasta que fallecían.

Los pabellones más grandes eran los de Tranquilos A y Tranquilas A. Este era un amplio espacio de dos plantas en el que convivían todos aquellos que no tenían dinero para pagar una mensualidad, clasificados como indigentes. Pero, además, allí se mezclaban todos los enfermos mentales que no eran ni epilépticos, imbéciles, alcohólicos o agresivos. Para estos últimos estaba el Pabellón de Peligrosos, donde se les tenía aislados y encerrados. Curiosamente, no todos ellos eran necesariamente peligrosos, pues podían se simples defraudadores que fueron remitidos al Manicomio desde alguna cárcel, por lo cual en La Castañeda se les mantenía encerrados previniendo que se fugaran. Finalmente, estaban los pabellones de Tranquilos B y Tranquilas B. La única diferencia con los tranquilos A era que estos pagaban una cuota mensual que les permitía comer mejor.

Para reforzar el proyecto terapéutico del Manicomio, éste contaba con espacios para clases de gimnasia, talleres de manualidades, una huerta, un establo con gallinas, cerdos y unas cuantas vacas. Además, el manicomio contaba con la Escuela para niños anormales, donde se buscaba impartir educación especial a los internos que estuviesen en capacidad de aprender. No obstante, este proyecto casi siempre fue un fracaso ya que con un aula y una profesora no era posible cubrir la demanda.

Por otra parte, uno de los espacios lúdicos que más aceptación tuvo entre los internos y sus familias fue el cine. Éste funcionaba en un amplio auditorio que también se usaba para funciones especiales como la celebración de la Independencia, la navidad, etc., donde el personal y los internos participaban en representaciones teatrales. Las películas solían proyectarse los días de visita; así, los internos asistirían con sus familiares a ver las películas de moda, aunque en cierta ocasión los médicos se quejaron porque estaban recibiendo películas de vaqueros que ponían eufóricos y violentos a los pacientes.[2]

La Castañeda durante la Revolución

Los locos son elocuentes testimonios de su propia sociedad. El análisis histórico de las enfermedades mentales es una ruta que nos permite explorar facetas no tan obvias de una sociedad. Por ejemplo, ¿qué tipo de pacientes ingresaron durante la Revolución? Veamos cinco historias que distan mucho de aquellas historias de héroes y victorias épicas. Estas son historias de quienes perdieron durante la Revolución.

Testimonios del Manicomio La Castañeda

1. Rodrigo V., estudiante de derecho*

Rodrigo V. tenía 28 años en 1918, cuando llegó a las puertas del Manicomio. Era estudiante de derecho y hablaba inglés, francés y alemán. Durante los pocos meses que allí estuvo le dio clases de literatura a sus compañeros del Pabellón de Tranquilos A, a peso la hora. Antes de enloquecer trabajaba en el Archivo del Juzgado Menor de Querétaro. Durante 1915 debió portar un arma y cuidar durante las noches los documentos que allí se resguardaban. Una noche llegaron los zapatistas que le arrebataron el archivo, no sin antes asesinar a uno de ellos. Tuvo que huir y cuando fue retenido por carrancistas, fue acusado de traidor, por haber apoyado al Gobierno Convencionista en 1914. Dicha acusación le desencadenó una neurosis que lo llevó al manicomio. Rodrigo tenía claro que había actuado con toda la rectitud del caso y no podía entender por qué la suerte era mejor para los que “llevaban el estigma del cuartelazo, los que por una cuestión puramente política habían ensangrentado el suelo de la metrópoli vergonzosamente y veían los intereses de la patria como un negocio.”[3] Tampoco podía entender por qué si él había apoyado al pueblo que se armó en 1914, ahora lo venían a considerar como un traidor si, total, “¿qué gobierno reconocido había en 1915?”. Rodrigo afirmaba: “Yo soy el que se fue con todos menos con los traidores. Mas ahora soy ¡preso!”. Ahora padecía de una “simple locura escrita en el cartoncito que tengo en la cabecera de mi cama”. Su único deseo vehemente: “que se estableciera la paz no solo en México sino en Europa”. En ese momento todos “habían cooperado con su voluntad para unificar la opinión y depositar sus respetos en el que era guardián de sus derechos, el Sr. Dn. Venustiano Carranza”.[4] Pero él, que no apoyó al carrancismo, solicitaba que se le reconociera su lealtad al constitucionalismo para poder salir a trabajar.

2. Joven de buena posición, caído en la desgracia

Otro joven originario de Querétaro ingresó al manicomio en 1916 afectado de “neurastenia”, según el diagnóstico médico. Proveniente de una familia que vivía en la opulencia, este hombre perdió la cordura en medio de la demencia propia de la guerra: “Generales y Ejércitos conforme entraban, salían o peleaban: robaban, asesinaban, mataban, saqueaban, cateaban, fusilaban o echaban leva con quien querían”.[5] Según una extensa carta en la que describió ampliamente las causas de su “debilidad cerebral”, señalaba que había enloquecido a raíz de la muerte del padre, quien siempre lo había protegido y apoyado en los estudios. Todo inició porque los villistas habían despojado al padre de todos sus bienes, orillándolo a morir de “espanto”. Después:

“…los villistas entraron a la casa, amenazaron a la familia y le quitaron todos sus bienes quedando mi Madre, dos hermanas, una sobrina, dos sirvientas, cuatro hermanos y yo en la miseria más espantosa; en tan crítica situación mi madre no me dejaba entrar a la casa que fue lo único que nos quedó”.[6]

Un joven de buena posición, quedando en la pobreza total y sin el padre que le ofrecía todas las comodidades, se sumió en la depresión:

“desesperado de verme en tal aprieto me entregué al abandono dándome a los placeres mundanos con las mujeres, el pulque, aguardiente, tequila, coñac, jerez, vistas, bailes y placeres públicos, o pudiendo resistir mi cuerpo tres meses: junio, julio y agosto. Aprehendido por la policía reservada de la capital de la república mexicana que en esa época fue a Querétaro […] y el Gobernador de Querétaro Federico Montes ordenó me trasladaran por el bien mío y de todos.”

Su comportamiento maniaco depresivo lo llevó al manicomio en tres ocasiones, sólo para pasar los días llorando en los rincones, acordándose del padre y maldiciendo la suerte que tenía ahora en el manicomio gracias a la revolución que le había arrebatado la buena vida. [7]

3. Guillermo, el soldado demente

Guillermo tenía 32 años cuando ingresó al manicomio el 20 de mayo de 1918, afectado de una “demencia precoz paranoica”. Según la historia clínica que le hicieron al momento del ingreso, fue un soldado que combatió en El Ebano (SLP), lo cual fue confirmado por su acompañante. Allí sufrió quemaduras graves y los pies se le inmovilizaron por un buen tiempo. Cuando le otorgaron la baja regresó a su hogar en Nuevo León, donde “sufrió muchos y graves ataques en el rancho de su familia –saqueos–”. Además de perder buena parte de sus recursos, “los bandidos trataron de darle muerte por estrangulación, colgándolo de un árbol”. De esto logró salir con vida, pero no volvió a ser el mismo. En adelante, la familia se asombró por sus “actos de prodigalidad” debido a que regalaba el maíz y los víveres; además agredía “con un palo” a la madre y las tías que se oponían a tan excesiva generosidad. Por este comportamiento fue internado un tiempo en el manicomio. Una vez internado prefirió dormir siempre en el suelo, argumentando que “estando en la cama fue asaltado por bandidos y creía substraerse de un nuevo asalto durmiendo en el suelo”.[8] Según la tía, la locura de Guillermo venía desde los cuatro años, cuando lo pateó una mula ya que a raíz de ello se tornó aislado y sólo se dedicó a leer. A medida que fue creciendo manifestó una clara tendencia a la depresión ya que “daba a entender que su vida era azarosa llena de amarguras”. Posiblemente en busca de algo de sentido en su vida, se incorporó a las filas del carrancismo en Veracruz y de ahí fue a Tampico donde tuvo el mencionado accidente en el que estuvo a punto de perder los pies por la explosión de un depósito de chapopote. Cuando regresó a la casa, sumido en la depresión solía tomar 20 litros de café, comía 45 huevos con 8 litros de leche, todo esto en un solo día. En medio de semejante depresión, “los bandidos” trataron de matarlo en el rancho en dos oportunidades. Después de ello terminó en La Castañeda… sólo por dos meses.[9]

4. Juan, el dentista

Juan era un dentista, especialista en la elaboración de prótesis, que pertenecía a una acaudalada familia. Según los familiares que lo llevaron al manicomio, un buen día, “arrastrado por el movimiento político de la época, decidió ingresar a las filas del constitucionalismo”, apoyando las fuerzas de Álvaro Obregón, pese “oposición tenaz de la familia”. Para tales fines, preparó un carro para que fuese gabinete dental y partió rumbo al Bajío a apoyar las campañas de Celaya y León. En 1915 llegó a la capital mexicana como miembro de las tropas vencedoras, pero la familia notó que no era el mismo dentista refinado que había partido meses atrás, ya que presentaba “un cambio radical en su manera de ser”. Además, las buenas relaciones con la familia, la dedicación al trabajo y “las buenas maneras” que otrora lo caracterizaban, habían desaparecido de su conducta. Después de su participación en la revolución, se convirtió en un melancólico que “rehuía de toda comunicación” y se entregó a los vicios: “el alcohol era su diario estimulante acompañado de marihuana”. En los periodos de tranquilidad le daban delirios de grandeza y persecución con alucinaciones visuales, por lo que se tornó “impulsivo y peligroso”, según la familia, ya que veía amenazas en todas partes. Llegó al manicomio en estado de completa excitación maniaca. Estuvo seis meses en el pabellón de Tranquilos B y salió sin estar curado, por solicitud de la familia.[10]

5. Amelia, demente precoz hebefrénica

Amelia, una mujer de 42 años, escribió una muy pequeña autobiografía cuando ingresó a La Castañeda. Ella relata que en plena revolución villista en 1914, “cuando las vías ferrocarrileras se veían constantemente amenazadas por partidas de revolucionarios”, tuvo que viajar de Zacatecas a Estados Unidos durante diez o doce días en un vagón usado para el transporte de ganado. Este viaje se debió a que el padre había sido desterrado “por cuestiones políticas”; razón por la que la travesía estuvo llena de zozobra, ya que si era detectado podía ser fusilado de inmediato. Cuando llegaron a Estados Unidos, sus nuevos pesares obedecieron a un “arranque de delirio furioso” que se le presentó a uno de sus hermanos, quien también había sido desterrado por motivos políticos y era un habitual consumidor de “drogas heroicas”. Según Amalia, pese a estas contrariedades, su vida fue muy feliz mientras estuvo fuera de México ya que siempre fue “muy sensible a las miradas indiscretas que su cuerpo mal formado provocaba en las gentes de poblaciones pequeñas”. No sabemos exactamente qué tipo de deformidad padecía esta mujer, pero suponemos que también fue otro ingrediente en su sensación de marginalidad. El regresó a Zacatecas en 1917 fue tan impactante para ella que estuvo llorando un mes sin interrupción. Desde entonces se negó salir a la calle, con excepción de dos oportunidades en las que, por la fuerza, fue llevada al manicomio. Una vez encerrada, los médicos notaron que “hablaba sola y a escondidas y hablaba de persecuciones y diablos”. Amelia fue diagnosticada como demente precoz hebefrénica. Pasó ocho años en el manicomio antes de que se le diera de alta por solicitud del hermano.[11].

El manicomio La Castañeda en la actualidad

El 29 de junio de 1968, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, con el propósito de evitar especulaciones durante las Olimpiadas, mandó demoler el manicomio. Los internos fueron trasladados a diversas instituciones del país y la fachada de La Castañeda fue rescatada y trasladada, piedra por piedra, por el ingeniero Arturo Quintana hacia el pueblo de Amecameca, donde pasó a ser parte de su casa de campo.

Conclusión

Poco tiempo después de su inauguración, el Manicomio cayó en una crisis de la que jamás se recuperó. Se consolidó en el imaginario colectivo como un sitio marcado por atropellos, maltratos, atrocidades, abusos y corrupción; mientras los pacientes morían en el hacinamiento, víctimas del hambre, de las epidemias y de la alarmante insalubridad. Además, La Castañeda fue el espacio por excelencia para la formación de generaciones enteras de psiquiatras en el ejercicio de la clínica. Allí se implementaron las técnicas que en su momento fueron novedades para el tratamiento de las enfermedades mentales, desde la hipnosis y la hidroterapia durante los primeros años, hasta la electroterapia, el uso de psicofármacos y la neurocirugía durante la década de 1940.

En su momento, La Castañeda fue concebida como la institución por excelencia para controlar un “peligro” que generaba temor y era considerado como el lastre que impedía el desarrollo de México: la locura. Y se buscaba combatir dicho problema, no con medidas improvisadas, sino con un proyecto ambicioso como fue la construcción del Manicomio. Y no era cualquier manicomio. La Castañeda tenía las características propias de la institución psiquiátrica ideal según el discurso de la época. Como la locura estaba identificada como uno de los principales problemas de México, la medida que se tomó para atacarla no fue menor: estamos hablando de lo que en su momento se consideró como el mejor manicomio del hemisferio. Para un gran problema, se planteaba una gran solución.

Bibliografía recomendada

Notas

* Los subtítulos fueron agregados por el equipo de Revista aion.mx, con el propósito de ilustrar cada sección del texto.

[1] Carrillo, Ana María, (2002), “La profesión médica ante el alcoholismo en el México Moderno”, en Cuicuilco, 9, XXVI, pp. 295-314

[2]  Alfaro Guerra, Patricia Guadalupe. (s.f.), Cine en el Manicomio, 1914-1967. Mecanoescrito

[3] Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (AHSS), Fondo Manicomio General (F-MG), Sección Expedientes Clínicos (Se-EC), caja 60, exp. 54, ff. 12

[4] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 60, exp. 54, ff. 21.

[5] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 68, exp. 45, ff. 26.

[6] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 68, exp. 45, ff. 26.

[7] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 68, exp. 45, ff. 28.

[8] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 85, exp. 19, ff. 1.

[9] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 85, exp. 19, ff. 4.

[10] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 83, exp. 43.

[11] AHSS, F-MG, Se-EC, caja 139, exp. 18.

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