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Cerrar un círculo. Cuento sobre guerra y migración

Cerrar un círculo. Cuento sobre guerra y migración

Desde que empezó la tercera guerra de su vida, Iván, el nonagenario, yace en la cama de su habitación, en un exiguo apartamento situado en una gris y tétrica torre de arquitectura soviética. Siente que la muerte lo acecha como a todos los habitantes de la ciudad, bombardeada con macabra cotidianidad por las fuerzas rusas. Por el estruendo que hacen al estallar, Iván es capaz de distinguir los obuses que lanza la artillería de los misiles de crucero y, aun, de los drones que suenan como motocicletas aladas antes del impacto. A Iván lo cuida Irina, su nieta, que debe atender también a su bisnieto Alexey. Irina únicamente deja solo al anciano cuando va a comprar comida o cuando suenan las sirenas de alarma y debe correr con su hijo rumbo al sótano del edificio, que hace las funciones de un precario e improvisado refugio. Iván, con movilidad reducida, deplora ser un lastre para su nieta. Ella acaba de perder a Vitaly, su marido: soldado ucraniano sacrificado en Mariúpol.

Irina ha salido en busca de víveres; nadie está a salvo con los rusos machacando a los civiles, y la acción trivial de comprar pan puede convertirse en un insospechado acto de heroísmo. El anciano espera con ansiedad la vuelta de su nieta, alternando su mirada entre el cartón que cubre la ventana sin cristales y un absurdo póster de una playa tropical con cocoteros. Frente a él, una estantería donde reposan algunos libros –destacan las obras completas de Antón Chéjov– y un juego de muñecas matrioskas. Irina regresa acompañada de dos hombres que entran en la habitación del viejo tras pedir permiso. Llevan sendos cascos y chalecos antibalas con la palabra press escrita en letras enormes sobre los petos. Uno habla ucraniano y hace de traductor; el otro se dirige al abuelo en castellano: una lengua que, siempre que la oye, provoca en Iván un sobresalto: 

—Un vecino nos ha dicho que usted es español, ¿lo es? Hemos llamado a la embajada en Kiev y no les consta que quedase ningún ciudadano español atrapado en esta ciudad —el anciano parece no comprender lo que le acaban de preguntar, y el ucraniano que acompaña al periodista traduce las palabras del reportero. Iván mueve la cabeza, negando—. Ya me extrañaba —declara, decepcionado, el periodista, que lamenta ver esfumarse la que sería una buena historia. 

Irina saca de la mesilla de noche un carnet ajado con una fotografía amarillenta grapada a la cartulina y se lo muestra al periodista extranjero. Corresponde a Iván, cuando era joven. En la credencial aparece con el nombre de Alberto.

—¿Alberto?, ¿se llama usted Alberto Santibáñez? —le pregunta de nuevo el corresponsal.

Fue en otro tiempo, en otro lugar. Hace más de ochenta años, cuando el viejo dejó atrás país e idioma, aunque aún puede rememorar la nana infantil que le cantaba su madre sentándolo en las rodillas bajo la miríada de sonoros besos que estampaba en sus mejillas.

—Yo… tenía… —el viejo balbucea, casi no recuerda su lengua materna y muestra siete dedos alzados.

—¿Siete años?

Da —asiente el anciano en ruso. 

—Entiendo, ¿es posible que usted sea uno de los niños que fueron evacuados a la Unión Soviética durante nuestra guerra civil? —el periodista español aventura una hipótesis.

Da —y los ojos de Iván, que vuelve a ser Alberto, se nublan de lágrimas. ¿Qué recuerdos guarda de su niñez asturiana? Las caricias de su madre, que su padre era minero y volvía a casa con el rostro tiznado, y luego los prados y los montes verdes. Nada más. 

—¿Regresó alguna vez a España? —el anciano niega con la cabeza.

—Mucha guerra, un barco. Niños rusos…, no sabían decir Alberto, Iván mucho fácil.

—Entiendo. Mañana, a más tardar, los rusos completarán el cerco y la ciudad quedará sitiada; nosotros nos marchamos en un coche esta tarde, pero en su estado no podemos llevarlo, tendría que ser evacuado en una ambulancia y ahora eso es imposible —el anciano señala a su nieta y a su bisnieto, su mano tiembla—. Sí, hay dos plazas, ellos pueden venir con nosotros en caso de que quieran ir a España.

Irina discute con su abuelo, no quiere abandonarlo; él la tranquiliza, le dice que los vecinos cuidarán de él: basta con que se lo pida a la anciana señora Natalka para que se encargue de todo. Con voz apagada, pero firme, el anciano insiste en que se marchen. Asegura que Asturias les gustará. Alexey, el niño, contempla la escena con sus despavoridos ojos azules, en silencio. Desde que mataron a su padre el chiquillo no ha llorado, no ha reído, no ha jugado, y guarda un silencio impropio y perturbador, como si acusara al mundo de los adultos por aquella tragedia. Las miradas del anciano y del infante se cruzan, pero ninguno habla. Alberto se pregunta qué estará pensando su bisnieto de siete años; aún recuerda la extrañeza que sintió cuando sus padres le dijeron que lo enviaban a un país maravilloso llamado Rusia, y las incertidumbres que lo asaltaron cuando lo embarcaron junto a cientos de niños, cada uno con una etiqueta de cartón colgada del cuello con su respectivo nombre inscrito. Sus padres clavados sobre el muelle, despidiéndose, deshaciéndose en lágrimas; aquella fue la última y dolorosa imagen que retiene de ellos. No volvió a verlos ni a tener noticias de sus progenitores. Y luego una segunda guerra, cuando evacuaron a toda prisa su orfelinato huyendo de las tropas de Hitler. Lo trasladaron a Leningrado, donde sobrevivió al cerco alemán; pasó hambre y se asomó al abismo indescriptible del horror, al mal absoluto en el que pueden incurrir las personas con tal de sobrevivir un día más. Terminada la contienda no quiso quedarse en la ciudad en la que tanto había sufrido y pidió ser destinado a Ucrania, en donde se estableció y formó una familia. Ahora, su bisnieto Aleksey saldrá de su patria con la misma edad con la que él salió de España. ¿Recordará los trigales dorados de Ucrania bajo el cielo azul infinito, como él recordó los prados intensamente verdes de Asturias? Dicen que todos venimos a este mundo con un propósito y Alberto/Iván comprende, por fin, el suyo: ser el pasaporte inesperado que salve la vida a su descendencia. Ha cerrado su círculo vital y ahora sabe que ya puede morir en paz, en el fragor de otra guerra.

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